En junio se han cumplido treinta años de la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea. Recuperamos este editorial de la New Left Review de enero y febrero sobre la construcción europea.
Aunque el malestar económico se está convirtiendo en un fenómeno global, con la desaceleración registrada en China y Japón, sus manifestaciones políticas más agudas siguen concentradas todavía en Europa. Una de las razones es la severidad de la contracción en la Eurozona, donde la producción y la inversión siguen todavía muy por debajo de los niveles de 2008, el desempleo no baja de los dos dígitos y los efectos combinados de la austeridad fiscal y las restricciones crediticias han hecho disminuir aún más la demanda, mientras que el capital excedente huye a Londres y Zúrich. La caída del diferencial de crédito de los bonos italianos y españoles tiene que ver más con la liquidez a corto plazo del Banco Central Europeo que con ninguna mejora de las condiciones subyacentes: los niveles de deuda nacionales son más altos que nunca y vulnerables al menor asomo de volatilidad; los bancos, sobreexpuestos, están a merced de las sacudidas procedentes de los mercados emergentes; el motor alemán depende de una demanda externa que se debilita.
Pero los desequilibrios políticos europeos son ahora tan marcados al menos como los económicos. La crisis financiera pilló a los sistemas monetario y fiscal de la Unión Europea a medio construir, y ha habido que levantar estructuras de emergencia en medio de la tormenta. Lejos de desintegrarse, como predecían los catastrofistas, la UE se ha fortalecido, viéndose obligadas sus instituciones supranacionales a servir a propósitos ni siquiera imaginados por sus creadores, al tiempo que se agudizaban las divisiones entre sus ciudadanos. Sin embargo, esas asimetrías tienen una prehistoria. Desde el inicio del largo declive a principios de la década de 1970, la entidad política europea ha estado sometida a un conjunto de torsiones estructurales en tres planos distintos: el de las relaciones cívico-democráticas entre los gobernantes y los gobernados; el de las relaciones interestatales entre los países miembros, y el de las relaciones geopolíticas con el exterior del bloque. Se han estructurado en gran parte mediante los intentos de los gobernantes europeos de atemperar una serie de estremecimientos exógenos: el colapso del sistema de Bretton Woods a principios de la década de 1970, el desmoronamiento del bloque soviético durante la de 1990 y la crisis financiera mundial que estalló en 2008.
El Tratado de Roma de 1957 era una respuesta directa a la crisis de Suez y la aserción de la hegemonía estadounidense en Oriente Próximo
Cada uno de ellos operó como una «crisis señal», para utilizar la terminología de Giovanni Arrighi, dando paso a una nueva configuración económico-política que contribuiría a su vez a dar forma a la respuesta a la siguiente sacudida: durante las décadas de 1970 y 1980, el asalto neoliberal del capital contra los trabajadores y la segunda Guerra Fría; durante la década de 1990, la globalización, la financiarización y el ascenso de China; desde 2008, la nueva época de estancamiento ligado a la deuda, que carece todavía de nombre. En lo que sigue describiremos las formas de las asimetrías de la ue configuradas con ese telón de fondo, argumentando que la solución convencional –apuntalar la posición del Europarlamento– es un callejón sin salida, al menos en cuanto a la esperanza de redemocratizar la Unión.
Primeras sacudidas
El politólogo Walter Dean Burnham observó hace tiempo que, aunque el sistema económico estadounidense se ha transformado con una energía sin par, el sistema político estadounidense apenas ha cambiado: las instituciones diseñadas por la aristocracia plantadora del siglo XVIII siguen todavía ahí. Algo muy parecido se podría decir de la UE. Los arquitectos de la integración europea nacieron en una época de carricoches tirados por caballos: J. Monnet y R. Schuman en la década de 1880, Adenauer en 1876. Las instituciones que diseñaron –la Comisión, un ejecutivo supremo constituido por esforzados tecnócratas; el Consejo de Ministros interestatal, el Tribunal supranacional de Estrasburgo y la Asamblea parlamentaria– encarnaban una visión muy de la década de 1950 de una Europa moderna unida. Se suponía que debían supervisar la convergencia parcial pero creciente de soberanía entre tres grandes Estados, los de Francia, Alemania e Italia, cuyas poblaciones eran todavía en buena parte rurales (casi el 40 por 100 del electorado francés estaba formado por granjeros y campesinos) y los tres pequeños países del Benelux. Aquel extraño complejo institucional contenía un conjunto sutilmente equilibrado de relaciones:
En términos geopolíticos, la integración europea fue desde el principio un proyecto de la Guerra Fría apoyado por el Departamento de Estado estadounidense para fortalecer las economías capitalistas del continente frente a la amenaza soviética. Pero para sus fundadores encarnaba también la esperanza de Europa como tercera fuerza, independiente tanto de Estados Unidos como de la URSS. El Tratado de Roma de 1957 era una respuesta directa a la crisis de Suez y la aserción de la hegemonía estadounidense en Oriente Próximo, el shock exógeno fundador de Europa.
En términos de relaciones interestatales, el eje franco-alemán ofrecía un equilibrio entre la fuerza militar y diplomática francesa –Francia era miembro permanente del Consejo de Seguridad, tenía un imperio en ultramar y pronto sería una potencia nuclear independiente– y el peso económico alemán. Estratégicamente, sus intereses eran distintos pero complementarios: Francia quería vincular a su gran vecino en un bloque diplomático bajo su propia dirección; Alemania deseaba recuperar su estatus como potencia mundial de primer orden y asegurarse el apoyo francés para su eventual reunificación. Estaban flanqueadas respectivamente por Italia, habitualmente alineada con Francia, y por los países del Benelux halados quieras que no por la estela alemana, partidarios decididos de un marco supranacional que les ofreciera un mayor papel diplomático.
En términos político-democráticos, el Tratado de Roma era obra de las elites; los electorados europeos no fueron consultados. Pero tampoco existía ninguna fuerte oposición popular a lo que siguió siendo, durante las décadas de 1950 y 1960 de elevado crecimiento, una construcción bastante distante y nebulosa, con los objetivos vagos pero inobjetables de la prosperidad y la estabilidad.
La primera sacudida para la Europa de los Seis fue la revocación por Washington de los acuerdos de Bretton Woods y la imposición del régimen del dólar, con el telón de fondo de una competencia económica intensificada durante la década de 1970. La respuesta europea, todavía bajo el liderazgo francés, consistió en acelerar el proceso hacia un sistema monetario unificado, basado en el Plan Werner, como baluarte contra las turbulencias internacionales. A ese fin, París levantó el veto a la inclusión británica impuesto por De Gaulle –quien había advertido que el Reino Unido serviría como caballo de Troya para los intereses estadounidenses– en la creencia de que la City de Londres proporcionaría el lecho financiero vital para el nuevo sistema. Esos cambios –integración económica más profunda, combinada con la ampliación– se vieron complementados por unos pocos retoques al marco institucional de la CEE: reuniones regulares en la cumbre de los Gobiernos de los Estados miembros en el Consejo de Europa y elecciones directas al Parlamento supranacional, cuyos escaños habían sido ocupados anteriormente por representantes de las asambleas nacionales.
La unión monetaria de la década de 1970 se fue a pique; la economía alemana salió adelante, mientras las demás se debilitaban y sus monedas tuvieron que devaluarse frente al marco alemán; pero la coyuntura de las décadas de 1970 y 1980 alteró los equilibrios de la Comunidad Europea en otros aspectos no esperados. En primer lugar, la entrada de Gran Bretaña trajo consigo el contundente patrocinio por Margaret Thatcher de la desregulación financiera y la reducción del gasto social. Aquel enfoque neoliberal, respaldado por Mitterrand y Delors, quedó incorporado al marco común con el Acta Única Europea de 1986, aunque fuera acompañado por una carta de derechos laborales (1989), luego subsumida en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE (presentada en 2000 en Niza con excepciones para Gran Bretaña y Polonia y ratificada en 2007 como «documento anexo» al Tratado de Lisboa); aquel giro monetarista debilitó a Francia y, sobre todo, a Italia, cuya deuda nacional pasó del 60 al 120 por 100 del PIB durante las décadas de 1980 y 1990, como consecuencia de los exorbitantes tipos de interés de la Banca d’Italia, cuyo pago iba a suponer un pesado lastre para su economía. En segundo lugar, con la desaparición de las dictaduras en Portugal, Grecia y España durante la década de 1970, la Comunidad Europea descubrió una nueva vocación: la ingeniería social en su periferia cercana, creando con dinero canalizado a través de la fundación Friedrich Ebert partidos de centroizquierda amables con el capital –el Partido Socialista portugués, el PSOE, el PASOK– que iban a apacentar a las nuevas democracias hasta introducirlas en la OTAN. ¿Cuáles fueron los resultados para las relaciones internas y externas de Europa?
En términos cívico-democráticos, la coyuntura de las décadas de 1970 y 1980 –la Europa de los Doce– tuvo bastante éxito. La Comunidad Europea estaba casi totalmente dirigida desde arriba, por reuniones en la cumbre e instituciones supranacionales que no debían rendir cuentas a nadie. Pero en España existía un apoyo popular genuino a la integración europea y también se celebraron con éxito los referéndums de adhesión del Reino Unido e Irlanda; hacia finales de la década de 1980 hasta el Partido Laborista británico se había vuelto proeuropeo. El nivel de vida estaba aumentando en casi todas partes; pese al marco atlantista y de libre mercado del Acta Única Europea, el proyecto era considerado socialmente liberal y suavemente socialdemócrata.
En términos geopolíticos, los resultados eran mixtos. El intento de crear un sistema monetario europeo capaz de competir con el dólar había fracasado. La segunda oleada de ampliaciones fue considerada un éxito y la Comunidad Europea tenía ahora una población de 300 millones de habitantes, superando a Estados Unidos; pero el proyecto de Europa como tercera fuerza se había visto socavado por la expansión de la OTAN y la implantación de misiles Cruise y Pershing en Gran Bretaña y Alemania. El caballo de Troya estaba muy dentro de las murallas.
En términos de equilibrios interestatales, la asociación franco-alemana parecía disfrutar de una edad de oro mientras Delors dirigía una Comisión dinámica y se registraba un fuerte crecimiento económico alemán. Pero, retrospectivamente, el liderazgo diplomático francés se estaba viendo sometido ya a la fuerte presión de Gran Bretaña, que desempeñó un papel central en la redacción del Tratado de 1986. Dentro de la propia Francia, la perspectiva gaullista de las élites políticas, intelectuales y mediáticas estaba siendo desplazada por un liberalismo atlantista ajeno al pensamiento estratégico independiente tradicional. Entretanto, el marco alemán se había afianzado como moneda europea de reserva durante las turbulencias monetarias de la década de 1970; en el momento de la firma del Tratado de Roma la economía alemana solo era una sexta parte mayor que la francesa, en 1973 era una vez y media mayor. Francia se estaba viendo presionada tanto diplomáticamente desde el oeste como económicamente desde el este. El equilibrio entre los dos Estados principales de la Unión estaba empezando a cambiar.
Nuevo momento crítico y reorientación
La segunda sacudida exógena fue la desintegración del bloque soviético en 1989, que ofreció una posibilidad de refundación para la entidad política europea, que había sido concebida y desarrollada como institución occidental en el marco de la Guerra Fría. La cuestión más inmediata fue la unificación de Alemania. ¿Cómo debía proceder? ¿Debía ser neutral o miembro de la OTAN el nuevo Estado? ¿Hasta qué punto alteraría una Alemania unida el equilibrio interno de la UE, y qué relación tendría esta con los demás países que antes pertenecían al Consejo de Ayuda Mutua Económica (COMECON)?
La cuestión de la unificación alemana iba a ofrecer la clave para el resto. Había que elegir entre dos vías: la primera era el proceso plenamente democrático-constitucional previsto por el artículo 146 de la Ley Básica alemana (Grundgesetz für die Bundesrepublik Deutschland), con consulta popular en ambos lados; este enfoque estaba implícito en los Diez Puntos de Helmut Kohl de noviembre de 1989, que supusieron la primera propuesta de unificación con una fase de transición de «estructuras confederales» entre las dos Alemanias. Pero el artículo 146 significaba dejar abierta la cuestión de la neutralidad o la pertenencia a la OTAN, cuestión sobre la que los dirigentes políticos de Alemania Occidental estaban divididos. Oskar Lafontaine, el candidato a canciller del SPD, era lo bastante distante con respecto a la alianza atlántica como para alarmar a Washington. La opinión pública se inclinaba por la neutralidad; la expansión de la OTAN incorporando a la RDA era considerada –no sin razón–, junto con la imposición por Reagan de los misiles nucleares, como un acto de agresión occidental.
El reconocimiento occidental de una Alemania unida estaba en manos de las cuatro potencias ocupantes: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética. Washington convirtió la pertenencia a la OTAN en condición para la unificación y arrojó todo su peso en favor de Kohl, quien ahora pidió la rápida incorporación individual de los nuevos Länder a la República Federal tal como era –esto es, dentro de la OTAN– a tenor del artículo 23 de la Ley Básica, un oscuro mecanismo que se había utilizado para la incorporación del Sarre en la década de 1950. Esto tenía como respaldo lo que parecía una promesa brillante: un tipo de cambio de 1 por 1 entre los dos marcos alemanes, lo que permitió a la CDU de Kohl obtener una victoria abrumadora en las elecciones de marzo de 1990 en la RDA, pero que también llevó a la bancarrota a la industria de Alemania Oriental. Los líderes soviéticos bufaron al principio sobre la expansión de la ORAN, pero la caída abismal del precio del petróleo se estaba demostrando económicamente catastrófica para la URSS. Gorbachov arrojó la toalla en mayo de 1990 y en otoño pidió un crédito de 15.000 millones de marcos alemanes. Las voces de Günter Grass y de otros que pedían un proceso constituyente democrático cayeron en oídos sordos.
La respuesta francesa –y europea– a la perspectiva de una Alemania económicamente preponderante fue acordar como condición para la unificación que la soberanía del Bundesbank quedara inmersa en una nueva institución supranacional. Delors y su comité de banqueros centrales habían redactado ya un proyecto para una moneda única. A diferencia del Plan Werner, de la década de 1970, que incluía una política fiscal común con una considerable dimensión social, el Plan Delors reflejaba la pujanza de las ideas de Milton Friedman durante la década de 1980 y situaba como tarea principal del Banco Central Europeo el control de la inflación. El euro se presentaba como una brillante solución tecnocrática, que no solo diluiría la influencia alemana, sino que obligaría a los antiguos y nuevos Estados miembros a alinear sus economías, ya que la devaluación dejaría de ser una opción viable. Muchos advirtieron en aquel momento que la moneda única considerada por Delors no neutralizaría el predominio alemán, sino que lo entronizaría. Mitterrand, en cambio, consideraba en diciembre de 1989 un gran triunfo diplomático lograr el acuerdo de Kohl para el Plan Delors, formalizado en el Tratado de Maastricht de 1991. El electorado y la clase política francesa se dividieron por la mitad sobre Maastricht y el referéndum se aprobó por los pelos, con el 51 frente al 49 por 100 de los participantes. El Bundesbank se cobró su precio: el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de 1998 impuso límites fiscales estrictos, aunque las decisiones sobre impuestos, pensiones, subsidio de desempleo, sanidad, educación y gasto social, consideradas lo bastante sensibles como para requerir legitimación electoral, quedaron en manos de los Gobiernos nacionales. La contabilidad creativa y los pródigos créditos de la burbuja globalizadora contribuyeron a suavizar el impacto del régimen del BCE durante la primera década de existencia del euro.
Las relaciones con los países que antes habían pertenecido al Comecon siguieron el modelo de la absorción de la RDA. Contrariamente a la sugerencia francesa de que la Europa occidental y la oriental constituyeran una asociación genérica fuera del marco de la UE, y siguiendo las prescripciones anglo-estadounidense, cada país fue reclutado individualmente para la Unión, que mantuvo su estructura previa. No hubo un proceso constitucional-democrático ni una refundación de la entidad europea pese a que su carácter se hubiera alterado radicalmente: la Unión contaba ahora con una población de 500 millones de habitantes y poseía su propia moneda y su Banco Central. En términos alemanes, se había aplicado el artículo 23 de la Ley Básica (Grundgesetz), no el artículo 146. Al complejo institucional de la década de 1950 se le hicieron unas pequeñas modificaciones: se ajustaron los pesos relativos en el Consejo Europeo, se crearon dos puestos nuevos y se realizó un intento de presentar los tratados como una Constitución, con un preámbulo muy rimbombante: valores universales, imperio de la ley y el derecho, igualdad, solidaridad, paz.
Las decisiones tomadas en Maastricht tardaron algunos años en desarrollarse: el euro alcanzó un funcionamiento pleno en 2001; la incorporación de los nueve primeros países miembros del antiguo Comecon tuvo lugar en 2004, y tras ellos llegaron Rumanía y Bulgaria en 2007; las instituciones se ajustaron finalmente en el Tratado de Lisboa de 2007, después de la debacle del tratado constitucional en 2005. ¿Cómo afectaron a las asimetrías de la ue?
En términos democráticos, Maastricht aportó una ampliación decisiva de la brecha entre gobernantes y gobernados. La arquitectura del sistema del euro se diseñó deliberadamente para resultar inmune a las presiones electorales. Con el desplazamiento general hacia el neoliberalismo, durante la era de Maastricht se vio también la obliteración de cualquier política real en pro de una «Europa social»; la nivelación hacia abajo sustituyó a la nivelación por arriba de los Doce, al tiempo que comenzaba a aumentar el desempleo estructural. Las privatizaciones y la contracción de los derechos sociales ampliaron la distancia entre los de «arriba» y los de «abajo». La competencia de libre mercado quedó inscrita como principio fundacional en el Tratado Constitucional de 2004, lo que constituyó una de las principales razones para su rechazo en los referéndums de 2005. El surgimiento de mayorías populares contra la dirección posterior a Maastricht que tomaba la Unión Europea en países fundadores como Francia y los Países Bajos señaló una nueva fase en su deterioro. Fueron dejadas de lado por los gobernantes europeos, como lo fue el surgimiento de una corriente euroescéptica en Inglaterra. El Tratado, excepto su preámbulo, quedó reafirmado en Lisboa.
En términos de las relaciones interestatales, el acuerdo de Maastricht formalizó un nuevo conjunto de asimetrías estructurales. El establecimiento del bloque de la Eurozona llevó a una integración intensificada del núcleo, combinada con una dinámica centrífuga en la periferia, que afectaba en particular a Gran Bretaña. Dentro de la Eurozona surgió una nueva jerarquía entre los Estados miembros como respuesta a las restricciones impuestas por el Pacto de Estabilidad: países poderosos como Alemania o Francia pudieron saltarse impunemente las reglas fiscales en las recesiones de 2001-2002, mientras que otros más débiles, como Portugal, se vieron obligados a obedecerlas. En tercer lugar, la expansión hacia el este abandonó el principio de igualdad entre los Estados miembros: los fondos estructurales y regionales que la Comisión puso a disposición de los antiguos países del Comecon eran una miseria comparados con los que se habían donado a España, Grecia, Portugal e Irlanda. Entre los nuevos incorporados, Polonia, blanco principal de la inversión alemana, consiguió un trato mucho más solícito que el resto.
En términos geopolíticos, el final de la Guerra Fría podría haber traído el amanecer de una auténtica autonomía de la UE en la escena mundial, pero lo que trajo fue una subordinación más completa al liderazgo estadounidense en una otan ampliada, de la que Francia se convirtió en miembro a todos los efectos. El inicio de la era de Maastricht se vio acompañado por una desastrosa iniciativa austro-alemana para alentar la secesión de Eslovenia y Croacia, mientras Washington se mantenía ocupado en el golfo Pérsico; pero tales ambiciones fueron inmediatamente bloqueadas por Estados Unidos una vez que percibió lo que estaba sucediendo. Sobre cuestiones de importancia militar y estratégica, la cadena de mando real seguía yendo desde Washington a Londres, París o Berlín, en una estructura clásica de radios desde un centro. La guerra de la OTAN en 1999 contra Yugoslavia fue una operación deliberadamente ejemplar a este respecto: dirigida por Estados Unidos, con fuerzas e ideólogos alemanes, franceses y británicos en papeles secundarios. La diplomacia supranacional de la UE operó a un nivel más bajo, realizando el trabajo de base para la OTAN a través de la intromisión ahora automática de la Comisión en los asuntos políticos y económicos de sus vecinos para extender una periferia segura cada vez más amplia y profunda para la acumulación de capital.
La primacía alemana no ha sido el resultado de una toma unilateral del poder, sino que se forjó paso a paso en una lucha política prolongada desde febrero de 2010
Los desequilibrios políticos de la Unión Europea –aún más que los económicos– fueron cuidadosamente implementados por el bloque de Maastricht. Cuando el final de la Guerra Fría puso sobre la mesa la cuestión de Europa, la mayor preocupación de Estados Unidos –con el apoyo de las élites eurooccidentales– fue evitar el riesgo de un momento democrático-constitucional. Washington reafirmó su primacía como dirigente de la OTAN, primero, en el proceso de unificación alemán y, luego, en cada nueva incorporación. Francia, en lugar de insistir en una refundación constitucional de la nueva Europa, apostó por un ajuste tecnocrático a través de una política monetaria supranacional. La posición de Washington era totalmente racional, ajustada a sus propios intereses; las ilusiones de Mitterrand y de Delors iban, en cambio, a contribuir a pavimentar el camino para el eclipse de Francia.
Una hegemonía encrespada
Maastricht puso en vigor tres asimetrías corrosivas: relaciones interestatales sesgadas, formas de gobierno oligárquicas y subordinación geopolítica. La crisis financiera ha supuesto desde entonces un giro aún más tóxico. El resultado ha sido una ampliación sin precedentes del control autocrático de la Comisión y, tras él y por encima, una centralización sin precedentes del poder extralegal de la oficina de la canciller alemana. En una entidad política que en otro tiempo se enorgullecía del Estado de derecho, la toma de decisiones en la cumbre está ahora a la vez informalizada y personalizada. La primacía alemana no ha sido, empero, el resultado de una toma unilateral del poder, sino que se forjó paso a paso en una lucha política prolongada desde febrero de 2010, cuando las cadenas de deuda que llegaban en último término hasta Wall Street se rompieron por su eslabón más débil, Grecia. Las participaciones bancarias francesas se desplomaron mientras los libros falsificados de Atenas salían a la luz, encolerizando al ministro de Finanzas alemán desde 2009, Wolfgang Schäuble. El secretario del Tesoro de Obama ofreció un resumen característicamente crudo de la posición de Berlín: «Les vamos a dar a los griegos una lección. Nos mintieron, se aprovecharon de nosotros, derrocharon nuestra ayuda y vamos a aplastarlos». La respuesta de Geithner dictaba la pauta de lo que vino después: «Podéis pisar el cuello de esos chicos si eso es lo que queréis hacer», le dijo a Schäuble, pero Berlín debía dar también a los inversores lo que querían: Alemania tenía que suscribir una porción significativa de la deuda pública griega en vez de rescindirla y no condonarla –el «corte de pelo» de los acreedores de Grecia que querían Merkel y Schäuble– y permitir una compra a gran escala de bonos por el Banco Central Europeo, contrariamente a los postulados monetarios alemanes.
La famosa respuesta de Merkel fue: «No habrá garantías sin control». Se le dio a la Troika –los funcionarios del BCE, la Comisión y el FMI– el mando de la economía griega y se acordó un crédito de rescate en términos punitivos; el dinero no iría a «los griegos», por supuesto, sino a los bancos franceses y alemanes. En octubre de 2010 se produjo un intento de rebelión franco-alemán, cuando los bancos irlandeses se balanceaban al borde del abismo. Merkel quería hacer de la reestructuración de la deuda una condición para futuros créditos de emergencia; el apoyo de Sarkozy significaba que Francia quedaría exenta del «control» fiscal alemán. La respuesta estadounidense era predecible: «Estaba jodidamente al borde de la apoplejía», recordaba Geithner, y el rescate irlandés se produjo sin el corte de pelo de los acreedores; se reafirmó el engañoso compromiso del ministro irlandés de Finanzas Brian Joseph Lenihan de suscribir cada penique del préstamo de la City de Londres. Desde finales de 2010 Francia se convirtió en el aliado más estrecho de Washington en la crisis de la Eurozona. El Gobierno de Sarkozy desempeñó un papel agresivo en obligar a Grecia e Italia a asumir el rescate; el primer acto de Hollande como presidente fue recomendar a los griegos que votaran contra Syriza en las elecciones de junio de 2012. Pero la campaña del Tesoro estadounidense tuvo también el respaldo de prácticamente todo el establishment político europeo, incluidos los socialdemócratas alemanes y los medios de comunicación internacionales, que presentaron el rescate de los inversores como una iniciativa progresista, proeuropea y suavemente socialdemócrata, y criticaron la «renuencia» de Alemania a desempeñar el papel hegemónico que le correspondía.
Una vez descartada la reestructuración de la deuda, la carga caería en el «control». Mientras las huelgas y los disturbios se multiplicaban en el continente, cada gesto alemán hacia los mercados financieros –el rescate griego y la compra de bonos por el BCE en 2010; su operación de refinanciación a largo plazo por billones de euros en diciembre de 2011; el programa de transacciones monetarias directas en septiembre de 2012, dos meses después del discurso de Draghi del «cueste lo que cueste»– se vio acompañado, paso a paso, por una ampliación de su poder ejecutivo autocrático. El sistema de semestres europeo (2010) obligaba a los Estados miembros a someter presupuestos anuales a la Comisión para su aprobación antes de que pudieran ser discutidos por los parlamentos nacionales; el Pacto Euro Plus (2011) les obligaba a reducir los costes laborales y elevar la productividad; el Pacto Fiscal (2012), a incluir límites de déficit del estilo Tea Party en sus constituciones nacionales. Bloques de la legislación europea –el Paquete de Seis (2012) y el Paquete de Dos (2013)– endurecieron el régimen económico de «vigilancia y puesta en vigor» de la Comisión.
Mientras sucedía esto, el peso político de Alemania se vio apalancado por su preeminencia política. El acuerdo final –entre Washington y los mercados financieros, por un lado, y Berlín, por el otro– compensaba las garantías alemanas e inyecciones de dinero en efectivo en los bancos por valor de billones de euros con una pérdida decisiva de soberanía económica de los demás Estados de la Eurozona; Zapatero, Berlusconi, Papandreu, Samaras, Coelho y Kenny se vieron obligados a obedecer el dictado alemán sobre política fiscal o tirar la toalla. Pero, hasta la fecha, esa hegemonía alemana ha resultado extrañamente encrespada. Aunque saque una cabeza a las demás potencias europeas, Alemania nunca ha sido lo bastante grande como para ejercer una primacía desenvuelta sobre ellas. Desde la época de la Liga de Delos (siglo V a. C.), el liderazgo estable de una federación de Estados ha requerido una tercera parte al menos del peso demográfico, económico y militar total. Alemania cuenta con alrededor del 17 por 100 de la población y el PIB de la UE, y sigue por detrás de Francia y Gran Bretaña en armamento. Su preponderancia desde 2011 descansa, en primer lugar, en un poder económico coercitivo y, en segundo lugar, en un reconocimiento tácito de los demás Estados de que los inversores y el Tesoro estadounidense consideran a la canciller alemana como jefa ejecutiva de toda Europa. Los demás Estados apenas pueden impugnar su predominio, habiendo respaldado la campaña de Washington y Wall Street para que Berlín asuma ese papel. Alemania está comenzando ya a beneficiarse de la naturaleza acumulativa del poder: Merkel es tratada como emperatriz de Europa en sus raras visitas a los demás Estados y durante el año pasado los gobernantes y fabricantes de opinión europeos han comenzado a dirigirse a Berlín para consultar las decisiones sobre cuestiones puramente políticas –la actitud con respecto a Ucrania, el nombramiento del presidente de la Comisión– que no tienen nada que ver con la deuda.
Pero Berlín tiene como desventaja la oposición interna a las actividades del BCE entre sectores sustanciales de la clase gobernante y los medios alemanes; ha alcanzado el liderazgo de Europa traicionando los postulados históricos nacionales sobre la «financiación monetaria». La política de Merkel con respecto a la Eurozona es también criticada por los trabajadores cuya situación económica se ha visto notablemente deteriorada desde las reformas à la Thatcher del SPD en 2004; la flexibilización cuantitativa debe hacerse de puntillas, de manera que los votantes alemanes apenas la perciban. El ascenso de Alternative für Deutschland es particularmente irritante para Merkel, ya que ese partido anuncia ruidosamente hasta el último detalle de lo que Frankfurt está a punto de hacer. Dentro de la Eurozona, la hegemonía alemana afronta la irritación popular frente a sus instrumentos de dominación, el Directorio Económico de la Comisión y la Troika. La coerción es evidente a ese respecto; el consentimiento, en cambio, se da a regañadientes. Y aunque el poder de Berlín en el siglo XXI es de un carácter muy diferente al de momentos anteriores de expansión imperial –y no solo porque no es una decisión soberana por su parte: Alemania se ha visto impulsada a él y la determinación soberana reside en último término al otro lado del Atlántico–, sus emisarios están, sin embargo, siguiendo los pasos de sus antepasados en muchos lugares de Europa, incluida Grecia, donde el gran «no» de 2011 era un eco directo de la Resistencia. ¿Hasta qué punto ha afectado esa preponderancia a las asimetrías de la UE?
En términos de las relaciones interestatales, el equilibrio básico franco-alemán ha quedado destruido. ¿Por qué ha ofrecido Francia tan escasa oposición a lo que Ulrich Beck ha denominado «Euroalemania»? La respuesta habitual es que la economía francesa está demasiado lastrada por sus legados estatistas para que la voz del Elíseo tenga mucha autoridad; pero las cifras no lo corroboran. En muchos aspectos –deuda pública, renta familiar, infraestructura, industria– Francia está en mejor situación que el Reino Unido. El liderazgo francés en Europa dependía de su ventaja diplomática y militar, no de la producción económica; es esta la que se ha visto socavada ahora, tanto ideológicamente, con el aumento del atlantismo francés, como geopolíticamente: el final de la Guerra Fría colapsó gran parte del margen de maniobra para una diplomacia francesa independiente y de equilibrio entre las dos superpotencias. La alineación con Estados Unidos durante la crisis de la Eurozona ha sellado el destino de Francia. Un momento significativo se produjo en la cumbre de 2010 en Deauville, con el fracasado intento franco-alemán de trazar una línea independiente de Washington. Sarkozy, en palabras del secretario del Tesoro, esperaba «conseguir que Merkel retirara su propuesta de “unión fiscal”, muy dura para él políticamente, al significar que Francia aceptaba caer bajo el predominio de Alemania en lo que atañe a la política fiscal». París está actualmente a la espera de saber si su presupuesto para 2015 satisfará o no a los hombres de Schäuble en Bruselas.
En el frente geopolítico, Berlín se ha hecho cargo de la política europea con respecto a Ucrania de un modo que habría sido impensable hace tan solo tres años. París y Londres han sido marginados y la canciller se ha postulado como coordinadora de las sanciones occidentales contra Putin mientras Obama permanece ocupado en otras regiones del mundo. Desde Maastricht, la simbiosis OTAN-UE ha mantenido una lógica expansionista; la crisis de la Eurozona no ha hecho nada para disminuir sus ambiciones. La política de la Comisión ha dado rienda suelta a los Estados miembros con políticas más agresivas hacia el este –Suecia, Polonia, los países bálticos–, que vienen agitando desde hace tiempo por un reforzamiento de la OTAN en la frontera con Rusia. Cuando la brutalidad de la política de Yanukovich facilitó una protesta masiva contra su Gobierno a finales de 2013, el Departamento de Estado trató automáticamente de dirigirla, dejando a la Unión Europea la tarea de darle consistencia sobre el terreno. El orden jerárquico se evidenció en la promoción de sus candidatos: el favorito estadounidense, Yatsenyuk, se convirtió en primer ministro, mientras que Klitschko, el hombre de Alemania, ha quedado únicamente como alcalde de Kiev. Fue la negativa del Gobierno de Yatsenyuk a negociar un acuerdo regional en marzo de 2014 la que dio lugar a la movilización en el este, con el respaldo de Rusia, que oscilaba entre la actitud defensiva y el aventurerismo. La estrategia occidental ha sido igualmente contradictoria. Rusia no es la URSS, sino un Estado capitalista, que Estados Unidos quiere atraer a su órbita, al tiempo que bloquea una alianza chino-rusa; pero ha impulsado incansablemente la expansión OTAN-UE; tras pisotear los acuerdos de 1990 con Moscú, ha avanzado en la mayor parte del glacis exsoviético y solo se le ha puesto freno en la cuenca de Dombás.
En términos cívico-democráticos, la dura política de clase del régimen de rescate/austeridad ha depositado un pesado lastre sobre la democracia representativa en los Estados miembros. Partidos de gobierno históricos han quedado prácticamente desmantelados en Irlanda y Grecia. Coaliciones nacionales de centroizquierda y centroderecha –«el gobierno mediante cártel», como lo llamó Peter Mair– se están convirtiendo en la nueva norma de la Europa en crisis. En Grecia, la coalición entre Nueva Democracia y el PASOK recibió en 2012 el apoyo de solo el 30 por 100 del electorado total, principalmente pensionistas, amas de casa y votantes rurales; las ciudades y la población en edad de trabajar votaron por Syriza. En Francia, el rechazo popular ha impulsado un ascenso sin precedentes del apoyo al Frente Nacional, que barrió la escena en las elecciones al Parlamento Europeo de 2014 y es probable que lleve a Marine Le Pen a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en 2017. Casi dos terceras partes de los alemanes, austriacos y holandeses expresaron su «desconfianza» en la UE en las encuestas del Eurobarómetro de los últimos años. En todo el continente la modificación de la actitud hacia la UE desde la década de 1980 ha sido espectacular. Un resultado de esa desafección generalizada es el bloqueo institucional. Los líderes europeos no se atreven a arriesgarse a una consulta popular en ningún nuevo tratado.
¿El remedio?
Los defensores de la Unión después de Maastricht tienen una respuesta muy simple para esos desequilibrios: el Parlamento europeo. Cada ampliación del control de la Comisión se ha visto acompañado por gestos de asentimiento a una compensación que ampliaría los poderes de «codecisión» del Parlamento. ¿Qué significa eso en la práctica? Su objetivo, como sugiere el propio término, es el consenso: el acuerdo a tres entre la Comisión, que es la única que puede poner en marcha directivas y regulaciones europeas, el Parlamento, que puede enmendarlas, y el Consejo, cuerpo interestatal que tiene el poder de decisión último. El Parlamento tendría así la opción entre participar en el consenso –ofreciendo enmiendas aceptables– o ser ignorado.
El meollo de la codecisión radica en que es gestionada por los dirigentes de los grupos políticos. Los dos mayores –el Partido Popular Europeo, de centroderecha, y el de los Socialistas y Demócratas, de centroizquierda– quedaron establecidos desde las primeras décadas del Parlamento. Con la llegada de las elecciones directas en 1979, llevaron de la mano a los parlamentarios neófitos. Durante la década de 1980 Egon Klepsch, máximo dirigente del Partido Popular Europeo, y Rudi Arndt, líder de los socialdemócratas, eran ambos políticos veteranos de la República de Bonn –el primero, asociado a Erhard y el segundo, alcalde de Frankfurt– que encabezaron una Große Koalition, lubricada por la familiaridad durante mucho tiempo con las minucias de los procedimientos europarlamentarios y los puestos de mando que las delegaciones alemanas mantenían en cada grupo. Dada la magnitud de su mayoría conjunta, cualquier cosa que los dos líderes acordaran era automáticamente aprobada. La conferencia de los dirigentes de grupo, junto con su personal y el del Secretariado, se convirtió así en el centro neurálgico del Parlamento, decidiendo los nombramientos para las dos docenas de comités –pesca, agricultura, competencias, finanzas, economía, etcétera– que realizan el trabajo real de redactar enmiendas para las directivas de la Comisión, bajo el cabildeo a gran escala de las corporaciones y (en mucha menor medida) los sindicatos y las ONG. Una vez que los comités han acordado la redacción de una enmienda, está prácticamente asegurado que será adoptada por el Parlamento. Los jefes de partido presentan entonces la enmienda a los representantes de la Comisión y el Consejo, con el propósito de alcanzar un acuerdo final. La dinámica consensual de la codecisión se ve reforzada por la cortesía: el entorpecimiento de las reuniones –la única táctica de oposición disponible– se considera poco educada.
Cuando comenzaron a resultar elegidas fuerzas «externas» marginales –la izquierda y los verdes en la década de 1980, los euroescépticos en la de 1990–, se les ofrecieron fondos, oficinas y personal de apoyo para unirse al sistema de los grupos parlamentarios en los niveles más bajos, proporcionales a su tamaño. Los rebeldes fueron suavemente absorbidos en los mecanismos del Parlamento para su neutralización y despolitización. Gramsci habría sonreído. Los límites a la actividad no consensuada quedaron ilustrados en la década de 1990 cuando el centroizquierda disfrutó temporalmente de una ventaja de sesenta escaños sobre el Partido Popular Europeo. El dirigente de aquel grupo, Jean-Pierre Cot (Parti Socialiste), seguido desde 1994 por Pauline Green (laborista), trató de movilizar la «mayoría progresista» del Parlamento en favor de la Europa social y los derechos de los trabajadores. No avanzaron mucho en términos tangibles contra la tendencia antiobrera prevaleciente de los criterios de convergencia de Maastricht, y las delegaciones del Partido Laborista y el SPD se echaron atrás en cuanto sus partidos entraron en el Gobierno en sus propios países, abandonando las agendas de la «Europa social». Los intentos de los verdes de defender comisarios de centroizquierda corruptos resultaron contraproducentes, contribuyendo a la dimisión en masa de la desgraciada Comisión Santer. En las elecciones de 1999 el PPE mejoró sus posiciones y en 2004 se restauró la Große Koalition como la mejor forma de asegurar que la asamblea fuera «gobernable», según la reveladora frase del funcionario en jefe del Parlamento.
En toda Europa los Parlamentos nacionales se han hecho cada vez más insensibles a la presión desde abajo, mientras que los programas de los principales partidos se iban haciendo casi indistinguibles. Pero el Europarlamento está más avanzado que ninguno de ellos en términos de falta de rendición de cuentas y de absorción en el poder ejecutivo-administrativo. La rendición de cuentas solo opera aquí hacia arriba –la necesidad de alcanzar un consenso con la Comisión y el Consejo para que cualquier enmienda sea integrada– y nunca hacia abajo. Los líderes de los grupos políticos nunca tienen que responder frente a los miembros de los partidos en conferencias anuales; no son revocables, sus escaños están eficazmente garantizados. El modelo es el de los partidos de notables del siglo XIX, más que el de los partidos de masas del siglo XX. El papel del Parlamento durante la crisis de la Eurozona fue ejemplar a este respecto: los líderes de la Große Koalition, Joseph Daul y Martin Schulz, orquestaron el asentimiento del Parlamento a cada ampliación del poder autocrático, acelerando algunas de sus medidas más flagrantes. Una vez que el resultado quedaba asegurado, se exhibían como paladines del pueblo corrigiendo una o dos de las lagunas de la directiva de la Comisión para limitar las bonificaciones de los banqueros, siendo recompensados con la cobertura admirativa de la prensa europea.
Toma del poder
El Europarlamento es ahora una institución sustancial, que ocupa más de un millón de metros cuadrados en Bruselas y emplea a unos 10.000 funcionarios, ayudantes y traductores, además de los 751 miembros elegidos. Ha acumulado un significativo peso burocrático y, siguiendo la lógica de la construcción de instituciones, se esfuerza por obtener más territorio, mejores posiciones y un papel más destacado entre las estructuras dominantes de la UE; su Comité de Asuntos Constitucionales, con un amplio personal de funcionarios de gran experiencia, está volcado en ese propósito, aunque cabe decir que nunca ha habido una campaña extraparlamentaria de masas para respaldarlo. El vuelco autocrático de Europa desde la crisis se ha convertido en una oportunidad de oro para el Parlamento y sus partidarios, que proclaman que es la única institución que puede ofrecer una legitimación compensatoria del comportamiento de la Troika, el endurecimiento del poder de la Comisión y el papel totalmente extraconstitucional de la canciller alemana.
La lógica política de esa apuesta por la influencia quedó clara en la campaña de 2014 para conseguir que Jean-Claude Juncker, el desacreditado ex primer ministro de Luxemburgo, fuera nombrado presidente de la Comisión. Esto suponía pasar por encima de la ley europea, ya que los tratados dicen claramente que el Consejo debe elegir al presidente para que el Parlamento lo respalde o lo vete. Como parte de su afán de influencia, los líderes de los partidos del Parlamento insistían en elegir los Spitzenkandidaten [primeros candidatos de la lista] para la presidencia; el candidato del grupo que obtuviera más votos en las elecciones de 2014 sería considerado el jefe idóneo de la Comisión. Aunque los líderes del centroizquierda (Schultz), liberales (Guy Verhofstadt) y verdes (Dany Cohn-Bendit) se pronunciaron ruidosamente contra el sistema de los Spitzenkandidaten, era obvio que el PPE obtendría el porcentaje más alto del voto popular, alrededor del 12 por 100 del total del electorado europeo, como así sucedió.
En su elección de candidato, los dirigentes del PPE pretendían, presumiblemente, recompensar a un viejo amigo, Jean-Claude Juncker, presidente del grupo de la Eurozona durante la crisis y practicante arquetípico de la política de compinches de la UE, quien ha sido durante dos décadas primer ministro del Gran Ducado de Luxemburgo, notorio por la laxa regulación de su sector financiero y las «cartas de patrocinio» que prácticamente eximían del impuesto de sociedades a las multinacionales. Juncker fue finalmente obligado a dimitir en julio de 2013 por haber encubierto el escándalo del Srel, el servicio secreto del ducado (vigilancia ilegal, filtración de información confidencial para obtener ventajas comerciales, corrupción sistemática y encubrimiento de una red golpista similar a Gladio que llegó a poner una serie de bombas en edificios públicos a mediados de la década de 1980 para elevar la tensión política y fomentar el «miedo a los rojos»). La responsabilidad por las explosiones conducía aparentemente hasta la familia real, el corazón podrido de ese pintoresco mini-Estado. La Srel guardaba, al parecer, grabada desde principios de la década de 2000 una conversación de Juncker con el gran duque Henri, en la que hablaban de la participación del hermano del gran duque, el príncipe Jean, en la campaña de bombas. A principios de 2013 una investigación parlamentaria, en paralelo con un juicio muy demorado de oficiales de policía relacionados con las bombas, sacó a la luz gran parte del escándalo. En marzo de 2014 la asamblea electoral del PPE reunida en Dublín no vaciló, sin embargo, en nominar a Juncker para la Presidencia de la Comisión.
Después de las elecciones de mayo de 2014 había todavía cierta incertidumbre sobre si el Parlamento conseguiría imponer su candidato, desafiando la letra del Tratado; pero de lo que no había ninguna duda era de quién decidiría la cuestión. En la nueva entidad informal que constituye Europa desde 2011, solo había una persona –la canciller alemana– que pudiera decidir si el decrépito Spitzer Kandidat del PPE sería nombrado para el puesto máximo de Bruselas. En los medios europeos no se oía ni un susurro al respecto; se daba por hecho que la palabra de Merkel equivalía a la ley en Europa. Por otra parte, su decisión no se debía únicamente a los intereses nacionales alemanes –Alemania quiere mantener a Gran Bretaña en la UE, como fuerza conservadora aneja, y el nombramiento de Juncker era un regalo a los euroescépticos británicos–, sino a la situación doméstica de la CDU. En Alemania la Große Koalition de cerebros formada por la prensa Springer, el SPD y el último representante de la escuela de Frankfurt, Jürgen Habermas, declaró que sería escandaloso que Juncker no obtuviera el puesto, llegando a exclamar Habermas que sería como «una bala en el corazón del proyecto europeo» si ese maloliente albañalero no se convertía en presidente. Después de martillear a la opinión pública, Merkel se dispuso a cosechar los beneficios de la campaña de Springer; Juncker fue debidamente ungido. Poco después se hicieron públicos un montón de documentos detallando las reducciones de impuestos «especiales» por valor de miles de millones de dólares que Luxemburgo había concedido, bajo la supervisión de Juncker, a compañías transnacionales que operaban en la Unión Europea. Sin ninguna sorpresa, la mayoría del Parlamento aprobó una moción de confianza en su favor. Como había dicho poco antes Martin Schulz, a la cabeza del Parlamento desde 2012: «Es nuestro presidente».
Sugerir que esa anexión extralegal de poderes por el Parlamento equivale a una democratización supone un desafío a la lógica política. Juncker no es responsable frente al electorado europeo, ni siquiera frente al 12 por 100 que votó por los candidatos de centroderecha. En realidad solo tiene que rendir cuentas a la figura que realmente lo nombró, la canciller alemana. La distribución de puestos en su nueva Comisión y la creación unilateral de vicepresidentes especiales, todos ellos figuras de la línea dura proausteridad, como el ministro de Finanzas alemán, llevan esa marca. Ese era el resultado previsible del proceso de los Spitzenkandidaten. El Grupo de Izquierda del Parlamento debería haber evitado concederle legitimación compitiendo con él con la «lista Alexis Tsipras». Una cosa es participar en el proceso electoral y potenciar la mayor cantidad de posibilidades para la solidaridad y el debate transnacional, y otra muy distinta otorgar credenciales a la idea de que las pretensiones egoístas del Parlamento y las disputas por el territorio hacen a la UE más democrática. El Europarlamento, basando su actuación en la codecisión, no puede, estructuralmente, ofrecer el único componente esencial que requiere una auténtica democracia en funcionamiento: la oposición.
Wolfgang Streeck argumenta en la conclusión de Buying Time que una democratización genuina de Europa estaría obligada a tener en cuenta las múltiples diferencias históricamente arraigadas entre sus pueblos:
Ninguna democracia europea puede desarrollarse sin una subdivisión federal y amplios derechos de autonomía local, sin derechos de los grupos que protejan las muchas identidades de Europa y las comunidades territoriales […]. Una Constitución europea tendría que hallar formas de dar cauce a los intereses tan diferentes de países como Bulgaria y los Países Bajos, así como afrontar los problemas no resueltos de Estados-nación incompletos como España o Italia, cuya diversidad interna de identidades e intereses habría que afrontar [...]. Una Europa democrática solo puede configurarse si esas diferencias son reconocidas en forma de derechos autonómicos.
Streeck prosigue afirmando que para cualquier entidad política heterogénea son decisivas las reglas constitucionales que gobiernan sus finanzas. Se necesitarían amplias subdivisiones federales para equilibrar la autonomía regional con la solidaridad colectiva y habría que determinar qué derechos fiscales debería tener cada parte en el conjunto. Esta perspectiva es diametralmente opuesta a la que trata de derivar de las arcaicas instituciones políticas europeas un gobierno continental unitario y autocrático, con una asamblea codecisoria que no rinde cuentas como fachada democrática.
Perspectivas
¿Cuáles serán las consecuencias de las torsiones europeas –interestatales, geopolíticas, democráticas– durante los próximos años? Tendrán que coexistir con el sombrío trasfondo social y político de la crisis de la Eurozona: elevado desempleo y sistemas de bienestar mermados; electorados resentidos; punto muerto institucional; Estados paralizados por la deuda, cuyos pagos de intereses se tragan gran parte de su presupuesto. La frágil naturaleza de la hegemonía alemana será puesta a prueba en múltiples ocasiones.
En términos de las relaciones interestatales, es más probable que los límites del liderazgo alemán se manifiesten más mediante intrigas y renuencias que como una rebelión abierta, aunque el intento de Merkel de obligar a todos los Gobiernos de la Eurozona a firmar un «contrato» explicitando sus objetivos económicos, el último paso hacia la unión fiscal, fue derrotado en primavera (al igual que «reforma», que en otro tiempo significaba mejoras para la mayoría y ahora significa reducir los costes laborales, «unión» ya no significa en el contexto europeo una asociación voluntaria para la solidaridad mutua, sino la imposición de controles ordoliberales de línea dura sobre el gasto social de cada país). Francia e Italia insisten en salvar sus propios presupuestos pero no parecen dispuestos a encabezar una alianza antialemana. El único riesgo potencial sería una rebelión de masas... o Le Pen.
En términos cívico-democráticos, aunque los Gobiernos de toda la Eurozona dejaron atrás una primera ronda de movilizaciones de masas contra el nuevo orden, hay buenas razones para esperar que se reproduzcan, de lo que quizá pueda ser un anuncio la oleada de protestas en toda Irlanda contra el impuesto sobre el agua. Para las generaciones desheredadas, a la vez instruidas y subempleadas, la crisis social y económica ha acelerado el vaciamiento de la democracia representativa en Europa y la homogeneización programática de los partidos gobernantes. En ese vacío han aparecido nuevas organizaciones políticas con distintos matices. Las batallas electorales pueden dar lugar a un resquebrajamiento desde abajo del consenso de Berlín. En España, el silencio cómplice que ha gobernado durante mucho tiempo las componendas políticas y de negocios se ha roto bajo la presión financiera. Las filtraciones sobre fraudes y corrupción han tocado a muchas figuras de primera fila, empezando por Rajoy y la familia real, a una escala que recuerda los escándalos de Tangentopoli en Italia en la década de 1990. Podemos, el partido recién fundado de los indignados, aparece en las encuestas con una expectativa de voto superior al 20 por 100, por delante del PSOE, y ha construido «círculos» locales en todo el país. Se habla de que en las próximas elecciones se puede dar una Große Koalition entre el PP y el PSOE para hacerle frente. La tensión es también muy alta en Grecia, donde podría haber elecciones en febrero de 2015 si el Gobierno de coalición no es capaz de reunir los 180 votos que necesita para instalar un nuevo presidente. Las encuestas más recientes dan a Syriza una clara ventaja del 33 por 100, mientras que Nueva Democracia se mantiene en torno al 26 por 100 y el PASOK, en el 5 por 100. La política de Syriza no se ha formulado todavía plenamente en público, pero sus líneas generales suponen negociaciones con el liderazgo de la Eurozona –esto es, Berlín– sobre la reestructuración de la deuda y un plan de desarrollo sostenible, al tiempo que se descartan quiebras unilaterales o una ampliación del déficit. Concretamente, como sugirió Tsipras en un discurso en Tesalónica en septiembre, eso podría incluir repartos de emergencia de alimentos y programas sanitarios, restaurando el salario mínimo anterior a 2010 y los niveles de las pensiones y anulando los nuevos impuestos regresivos. Desde el día de su toma de posesión, un gobierno de Syriza tendría que afrontar huelgas en los mercados financieros y un frente de hierro desde Berlín, Frankfurt y Bruselas y, sin duda, también París. Corre el riesgo de tener que optar entre movilizarse para defender sus reivindicaciones o rendirse y retirarse en beneficio de Amanecer Dorado.
En términos geopolíticos, la primacía alemana ha supuesto de momento pocas diferencias sustantivas con la política de la UE-OTAN; pero puede estar cambiando la propia Alemania. La prensa atlantista alienta desde hace tiempo a la República Federal a convertirse en un país «normal», esto es, capaz de infligir el castigo apropiado a los supuestos oponentes del orden dominante. La suposición general en Occidente es que Alemania es una fuerza de moderación frente a Rusia; sin embargo, Merkel, en línea con Washington, se ha ido decantando cada vez más hacia el bando de los halcones. Uno de sus portavoces en política exterior ha dicho que las buenas relaciones con Rusia podrían no restaurarse «sin cambios políticos espectaculares en Moscú». Aunque Francia y Alemania habían pedido en 2008 que se retrasara la entrada de Ucrania y Georgia en la OTAN, la canciller proclama ahora que la ue «no se rendirá ante Moscú», y que «eso no se aplica únicamente a Ucrania, sino también a Moldavia y a Georgia. Si la situación se prolonga, tendremos que preguntarnos por Serbia, tendremos que preguntarnos por los países balcánicos occidentales». Esa es la nueva Euroalemania, el resultado que la integración pretendía evitar.
Este artículo pertenece al número 90 de la versión en castellano de la New Left Review, editada por Traficantes de Sueños en colaboración con la Secretaria de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación de Ecuador.
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