Aguirre, Barberá, León de la Riva… Los ciudadanos nos frotábamos los ojos preguntándonos cómo es posible que hubiésemos dejado el país en manos de tales esperpentos.
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Hasta el domingo los constructores de la democracia española nos consideraban a los ciudadanos como niños no muy listos. Podíamos votar, sí, pero eso era todo. Ningún político nos juzgaba capaces de emitir opiniones dignas de ser tenidas en cuenta. De hecho, esa y no otra, es la razón por la que figuras consultivas como el referéndum estén tan penalizadas y sean tan excepcionales en nuestro ordenamiento: ¿para qué consultar a esos bobalicones? No van a decir más que simplezas. No tienen visión de estado, son incapaces de entender los entresijos de la acción de gobierno.
También por esa razón los dirigentes veían legítimo decidir incluso contra la opinión de casi la totalidad de la población (como por ejemplo, cuando entramos en la guerra de Iraq), aduciendo que era “su deber” tomar “decisiones impopulares”. Lo que venía a decir que se consideraban, de facto, más capaces que la ciudadanía en su conjunto. ¿Pero no era de esta de dónde extraían la legitimidad? No. Una vez elegidos ya no nos debían nada, tal era su visión mesiánica de sí mismos. Tampoco pensaban que tuviesen que explicar su acción de gobierno y nos acostumbramos a que nunca diesen explicaciones de nada. Eso sí, con la vergonzosa complicidad de una prensa dócil y domesticada. La que llegó al súmmum de su vergonzoso servilismo cuando compareció al completo en una rueda de prensa que ofrecía una imagen en un plasma. Ninguno se rebeló contra esa pantomima ridícula. Aquellos periodistas mirando una tele en la sala eran la patética imagen de la rendición.
El domingo fracasaron los charlatanes apolillados
venidos a menos. Pero, por primera vez, no fueron sustituidos por nuevos tahúres
Esa era la concepción que toda la clase política tenía de la ciudadanía y, aún peor, que la ciudadanía tenía de sí misma. Los que hasta el domingo nos gobernaban pensaban que tenían que hacer eso mismo, gobernarnos. Con nuestro acuerdo o sin él. No se consideraban un medio para realizar los anhelos de los ciudadanos, pues, al cabo, los ciudadanos son esa turba más bien boba que carece de anhelo alguno. Ellos tenían sus motivos que nosotros no entendíamos.
Con esa concepción todo se explica: los programas electorales no eran un contrato vinculante entre administrador y administrado sino que se convertían en papel mojado con el acuerdo tácito de todos. ¿Alguien los leía? ¿A alguien le importaba su cumplimiento? Incluso en voz alta podían decir que “una cosa es lo que se pone en el programa y otra lo que se puede hacer”. Como si fuese legítimo que ese documento que debería comprometer toda una acción de gobierno pudiese ser solo una sarta de buenas intenciones incumplibles, cuando no, llanamente, puras mentiras.
Las campañas electorales eran un engorroso trámite que llevaba esa relación de infantilismo a su apogeo. Ellos, los políticos, durante algunos días elevaban hasta lo inconcebible el límite de lo pueril. Se disfrazaban de personas normales: uno cogía una manguera, otro se ponía un casco de obrero, otro montaba en un tractor. Acariciar a un niño, montar en bicicleta, eran cosas que ellos hacían solo en campaña. Tal era su distancia sideral de nosotros, que trataban de acercársenos imitando nuestros actos cotidianos. Pero eso ya lo sabíamos y hasta considerábamos que descender durante unos días de sus tronos los hacía más humanos. Los mensajes de los mítines eran simplezas, frases manidas, insultillos sin gracia. Ni siquiera un atisbo de ingenio aquí o allá. No se esforzaban. ¿Para qué? Dijesen lo que dijesen, frente a ellos, miles de personas agitaban sus banderas y coreaban los estribillos insulsos que les ordenaban. Tal cual el público de la Ruleta de la Fortuna cuando jalea el movimiento de la rueda y dice: “comodín, comodín”. Exagero. No quiero ser injusto: incluso esas cancioncillas del concurso tienen más gracia que las muletillas de los mítines.
Así, en esta exhibición de chabacanería los mejores eran precisamente los más chabacanos. De ahí vienen los nombres que nos gobernaron décadas, los que mejor se adaptaron al perfil que se les exigía: no tener sentido del ridículo, mentir con impudicia, carecer de discurso. Fueron las personas que hicieron de la ignorancia y del descaro una virtud. La prensa festejaba su “desparpajo”.
Pero, de repente, aquellos vencedores del mundo del pasado se nos aparecieron como lo que siempre habían sido: espantajos de otro tiempo. Aguirre, Barberá, León de la Riva… Los ciudadanos nos frotábamos los ojos preguntándonos cómo es posible que hubiésemos dejado el país en manos de tales esperpentos. Aguirre y Barberá son, precisamente, de todas las defenestradas del domingo, las figuras que mejor encarnaban ese arquetipo. El mundo había cambiado y ellas seguían con sus viejos chistes, sus disfraces, sus mamarrachadas y sus malas artes de fullero. Aguirre ni se molestó en hacer un programa electoral: ¿Para qué? –pensó–, total les voy a mentir... Ante una presencia de la talla intelectual y ética de Manuela Carmena se comportó como el alumno faltón que interrumpe al profe. Inculta, grosera, ensoberbecida, envalentonada, nunca su insignificancia quedó tan patente.
Pero ya no. Los viejos histriones volvieron a contar sus viejos chistes. Otra vez sus mismos trucos de magia barata: enseñaban un dedo y nos decían: te hemos robado la nariz. Como a los bebés. Pero ya no somos bebés. El domingo emergió una ciudadanía crítica, para la que las ideas son importantes, que no jalea gansadas sin gracia ni se deja embaucar por bribones. El domingo fracasaron los charlatanes apolillados venidos a menos. Pero, por primera vez, no fueron sustituidos por nuevos tahúres, sino por personas educadas que se esforzaron en articular discursos, en ser la voz de su tiempo; por personas con pasados irreprochables construidos desde el compromiso hacia los demás, desde la ética, desde el diálogo. Hasta las celebraciones fueron distintas. Ya no había ganado nuestro equipo de fútbol al que jaleábamos mirando la tele. Ya no disfrutábamos por una noche de un triunfo superficial que no era realmente nuestro sino de otros tipos lejanos que jugaban su propio partido, al parecer, en nuestro nombre. No, esta vez los que ganaron no eran ellos, éramos nosotros. El triunfo, allí en tantos sitios donde lo hubo, se vivió como algo propio, íntimo. Y las Mareas fueron la expresión perfecta, por primera vez en la historia democrática de España, de esa identidad entre representantes y representados. No tenían que disfrazarse para ser como nosotros: los reconocimos como nuestros iguales. No decían sandeces: escuchamos su voz como nuestra voz. Y nuestra voz hacía propuestas sensatas, articulaba razones, expresaba deseos posibles. Éramos, por fin, mayores de edad.
Frente a nosotros, los viejos monigotes, títeres ajados del baúl de los recuerdos aún se preguntan hoy qué pasó sin entender nada. Se dicen: “pero si hasta ayer esto funcionaba”. Pero ya no funciona. El otro día vi una película: Centurión. En ella un personaje decía: “ahora que los dioses nos han abandonado podemos forjar nuestro destino”.
El domingo los ciudadanos decidimos al fin coger las riendas de nuestro destino. Y esto no es más que el comienzo del inicio. Nuestros primeros pasos en el mundo adulto. Todo está por hacer. Ayer éramos otros. Hoy tenemos consciencia de nosotros mismos. Hoy queremos vivir en un mundo nuevo donde, al fin, la política, la construcción de la realidad, sea obra de todos. En la noche electoral, cuando las personas a las que votamos salieron a celebrarlo, ya no eran “ellos”. Ahora éramos nosotros.
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