El papel de los tribunales después de 2011
La climatología y el recurso a la Justicia

Del recurso a la herramienta de la Justicia en tiempos de represión.

, Periodista
12/12/13 · 8:00
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La revolución cultural que supuso el 15M –un movimiento que, por lo que veo, es precísamente eso, una revolución cultural, un cambio de paradigma; ahí es nada; últimamente empiezo a pensar que, quizás, otros posibles cambios en la realidad se deben buscar, snif, en otras ventanillas–, está suponiendo una oleada de denuncias judiciales sin precedentes. La pregunta es, por tanto: ¿se puede confiar en la Justicia? La Justicia es un continente, sometido a su propia climatología, por lo que quizás esa pregunta sería similar a esta otra: ¿se puede confiar en la climatología? Y aquí la respuesta sería: sí. Pero, como diría nuestra mamá, llévate un jersey, no vaya a ser que etc.

De hecho, la Justicia está siendo más fiable conforme se aleja del terruño/de una cultura del monocultivo, cuyo único cultivo es la estabilidad y la cohesión a toda costa, incluidas las costas judiciales. La victoria de la PAH en Estrasburgo alienta esa posibilidad del uso de la Justicia para garantizar cierta justicia. En ese sentido, es previsible y deseable que la nueva cultura utilice esas instancias internacionales para detener la apisonadora de la cultura local, llamativa. Si uno lo piensa detenidamente, desde 2011, todo ha cambiado. Verbigracia, ha cambiado la Constitución, un texto abandonado, como siempre, a sus hooligans, sin funciones sociales ni democráticas llamativas, y cuyo primer artículo –tal vez el más llamativo el que podía hacer soportar al texto otras lecturas que, snif, jamás se realizaron–, aquel que fijaba que lo de aquí era un Estado Social, Democrático y de Derecho, ha quedado reducido, por la vía de los hechos –y los desechos–, a fijar al Estado como de Derecho. Por los pelos y en su forma más básica. Si se fijan, la única legitimidad –o, incluso, función; o, menos aún, atributo– del Estado, esta mañana a primera hora es, precisamente, su capacidad de emitir leyes, y no democracia o bienestar. Lo que es un indicativo de que combatir con derecho todo ese abuso de derecho, puede tener su cosa efectiva. Y, todo lo contrario, su punto de justicia poética, esa cosa que no sirve de mucho, que en la historia de la Humanidad nunca ha funcionado, pero que siempre ha sido la justicia de los pobres. Quizás, en la ausencia de Justicia local, son las instancias internacionales las que nos pueden defender del nuevo Código Penal, o de la Ley de Seguridad Ciudadana, o de la Ley Wert, o de puntuales, bien dirigidos y defendidos casos de atropello financiero.

Las instancias locales, en ese sentido, animan muy poco. En estos momentos de hundimiento del Régimen –el Régimen, técnicamente, está hundido desde su reforma exprés, una reforma que eliminó cualquier opción cultural para eludir la percepción de la brutalidad del cambio formal de democracia a post­demo­cracia–, sí, existe cierto desorden, en ocasiones maravilloso, que posibilita que algunos individuos se desmarquen de sus funciones culturales. Ése, por ejemplo, es el caso del juez Castro, un juez conservador, a punto de jubilarse y que, no obstante, está protagonizando una batalla por la justicia independiente a través de su gestión del caso Nóos, frente a un sistema de dependencia del Régimen, ejemplificado en el fiscal del mismo caso.

Pero esas puntas épicas no evitan observar que el ‘pack Justicia’, por aquí abajo, tiene un recorrido pequeño. El Tribunal Constitucional, por ejemplo, está presidido por un personaje que en otra cultura democrática ya tendría su propia serie de dibujos animados. El Consejo Ge­neral del Poder Judicial, una institución de la que estamos provistos de serie todos los Estados europeos con pasado fascista, y que tenía como función evitar que una judicatura fascista perviviera en los nuevos regímenes, aquí, ha servido, precisamente, para dotar de cargo y prolongación intelectual a tipos que, en Alemania, Austria o Italia trabajarían, y sin duda bien y con profesionalidad, como porteros de discoteca. El diferente sesgo de las condenas por aquí abajo, un país divertido, con sus bares repletos de jamones, pero en el que sale más a cuenta expoliar la Diputación de Castellón –Fabra, por cierto, no ha sido condenado por malversación, sino por fraude fiscal–, que tirar una tarta a la cara de alguien a quien, por cierto, las instancias judiciales exoneraron del cobro mensual de comisiones por parte de un banco.

Sí. La Justicia está para lo que está. Foucault decía que estaba para meter en la cárcel a los pobres. Para realizar funciones de contención, y no de justicia. De hecho, cuando entras en una cárcel, ese contenedor de funcionarios pobres y ciudadanos pobres, que arrojaron o robaron tartas a la persona equivocada, tienes esa inpresión. En estos momentos de contradicción, en los que un Estado ha abandonado su discurso democrático y está aplicando todas sus energías legales para eludir sus responsabilidades, y para evitar cualquier cambio –con éxito; desde 2011 no se ha producido nngún cambio, salvo aquellos legales encaminados a reprimir a quienes lo exigen–, la Justicia debe ser una herramienta más. Será efectiva, al menos, para visualizar su contradicción.

Tags relacionados: Corrupción Justicia Número 211
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