Raimundo Viejo Viñas,
profesor de la Universidad
Pompeu Fabra de
Barcelona, analiza las
tensiones nacionales y en
torno a la configuración
del Estado que han dominado
la legislatura.
- POR EL DERECHO A DECIDIR. Miles de personas a favor de la independencia de
Catalunya el pasado 1 de diciembre en Barcelona. / Edu Bayer
Termina la legislatura del
“¡España se rompe!”; la legislatura
en que las Cortes
liquidaron el Plan Ibarretxe,
progresó la excepción mediante
la aplicación de la ley de partidos y
se precipitó el fin de la tregua de
ETA, cerrándose con ello todas las
posibilidades de resolución negociada
(vale decir ‘política’) al conflicto
vasco. En estos cuatro años, sin embargo,
el epicentro de ese constructor
mediático llamado “crispación”
también se ha desplazado por un
tiempo de Euskal Herria a Catalunya.
Carod Rovira reemplazó así a
Arzalluz y a Ibarretxe en la personificación
del peligro secesionista. La
política del prejuicio xenófobo se ha
llevado al extremo incluso de organizarse
campañas de boicot a los
productos catalanes.
El que ahora termina ha sido también
un período en que se ha dejado
el Estatut de Catalunya a expensas
de un veredicto sobre su constitucionalidad.
La promesa de un proceso
estatutario hecho ‘desde abajo’, de
acuerdo con el que el Gobierno central
aceptaría sin ambages la propuesta
del Parlament, se ha demostrado
tan falaz como dependiente de
la correlación de fuerzas interna del
PSC. El Estatut, por demás, ha terminado
siendo refrendado con un
récord de abstencionismo y una desafección
política sin precedentes.
No muy distintas han sido, por cierto,
las demás reformas estatutarias
que han tenido lugar, marcadas
igualmente por un profundo desinterés
y la falta de participación. Eso
sí, para la ocasión, la crítica al incremento
competencial no ha sido objeto
de la misma insidia que en el caso
del Estatut.
Estos han sido, en fin, los años en
que al PSOE le han surgido algunas
pequeñas y muy mediáticas escisiones
(Ciutadans; Unión, Progreso y
Democracia...) inspiradas por ese
“nacionalismo negativo” español
para el que todo comienza en 1978 y
la nación fuerte se puede presentar
como víctima con el único fin de legitimar
sus abusos. Hemos visto, así,
como Montilla conseguía desbancar
a Maragall y hacerse con la presidencia
de la Generalitat gracias a la mayor
sangría de votos que ha conocido
el PSC (paradojas catalanas: todo
ello no ha impedido un nuevo tripartito).
El reforzamiento de la tensión
centralista también se ha llevado por
delante al líder del PP en Catalunya,
Josep Piqué.
Así las cosas, el balance de la legislatura
apunta claros síntomas de
agotamiento del Estado de las autonomías
y un rearme indudable del
nacionalismo español, bajo sus formas
más dispares, desde el nacionalcatolicismo
hasta el ciudadanismo,
pasando por el populismo. No se han
de confundir, empero, las distintas
retóricas de este españolismo con los
procesos de fondo que lo impulsan.
En rigor, a lo largo de estos años hemos
asistido a un agotamiento de la
constitución formal del régimen
(Constitución de 1978) y al progreso
de importantes reajustes estatales
ante los cambios operados en la
constitución material de la sociedad
por efecto de la globalización.
De hecho, bajo esta óptica, se observa
claramente cómo la tensión nacionalista
española ha preparado,
por una parte, la legitimación de la
suspensión de garantías constitucionales
(ilegalización de candidaturas,
proceso 18/98, etc.) y el cuestionamiento
de toda política del reconocimiento de la diversidad cultural (negación
de calificar a Catalunya como
nación en el Estatut), a la par
que, por la otra, ha facilitado el progreso
de una descentralización administrativa
reuniformizadora (el
“café para todos”). Una única idea
domina la gobernanza del poder soberano:
la excepción. Así, el régimen
político de 1978, la monarquía
constitucional, se ha hecho obsceno
ante la democratización de la sociedad
y por ello mismo se requiere de
la ciudadanía la aquiescencia del
súbdito. La disidencia es perseguida
al punto de que los símbolos del
régimen han de ser defendidos de
la libertad de expresión. La renovación
del poder judicial es obstruida
para asegurar la unidad de quienes
gestionan la excepción.
En el trasfondo de todo ello nos
encontramos con las transferencias
y mutaciones del poder soberano
que acompañan a la tentativa de
instauración de un modo de mando
global. La escisión abierta por la
globalización entre las constituciones
de 1978 (la constitución formal)
y de 2008 (la constitución material)
anuncia así la crisis constitucional
del viejo soberano (el Estado) y prefigura
hoy un escenario antagonista
global de confrontación entre la política
del movimiento y la nueva forma
de la soberanía: el Imperio.
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