Para el abogado Endika Zulueta, ligado a los movimientos sociales, la llamada ‘guerra contra el terrorismo’ se ha convertido también en la guerra contra las garantías que deben regir el derecho penal.
Tras el 11 de septiembre la
Administración estadounidense
declaró la llamada
“guerra contra el terrorismo”,
una guerra sin precedentes,
sin límite espacial o temporal, y
ante un enemigo difuso que va
siendo señalado en función de oscuros
intereses políticos y/o comerciales.
Esto aceleró el establecimiento
de legislaciones destinadas
a limitar o suprimir derechos fundamentales,
así como a ampliar
competencias policiales y dar carta
de impunidad a los servicios secretos.
La mayor parte de los Estados
del mundo aprovecharon la oportunidad
para unirse a esta guerra y
utilizarla para reprimir las disidencias
políticas interiores con mayor
impunidad. Así se han venido justificando
múltiples actos de terror
con la excusa de tildarlos de antiterroristas,
desde cárceles secretas a
‘Guantánamos’, desde la tortura a
la guerra preventiva. La estudiadamente
ambigua definición de terrorismo
que recogen la mayoría de
las legislaciones mundiales, junto
con el reconocimiento del enemigo
en el ámbito penal, ha conllevado
la aplicación del derecho penal de
autor: se tiende a enjuiciar, y condenar,
a las personas no por lo que
hacen sino por lo que son. Desde
esta perspectiva, la ‘guerra contra
el terrorismo’ se ha convertido también
en la guerra contra las garantías
que deben regir el derecho penal.
No es un simple retorno al pasado,
es una fase evolutiva nueva
en la que el delincuente no es un
ciudadano sino un enemigo y el fin
de la pena no es la reinserción social
sino el castigo y la venganza; lo
que era típico de Estados autoritarios
se aplica ahora en Estados formalmente
democráticos.
En efecto, el derecho penal conoce
dos polos en sus regulaciones;
por un lado el trato con el ciudadano,
en el cual la maquinaria penal
espera que cometa un hecho para
reaccionar, y por otro el trato con el
enemigo, al que se combate por su
peligrosidad, reaccionando la maquinaria
penal antes de que éste actúe,
justificándose así condenas preventivas
(con el mismo razonamiento
que las guerras preventivas). Se
identifica al acusado como terrorista
y al terrorista como enemigo en
un contexto de guerra al terrorismo,
trasladándose al ámbito jurídico
un lenguaje de guerra en el que
las garantías jurídicas brillan por su
ausencia. La pena ya no se aplica a
los terroristas sino al terrorismo,
transformándose su imposición en
un arma más dentro de dicha confrontación.
El Estado español no ha sido ajeno
a toda esta dinámica. Además de
amplias modificaciones penales (en
2003 se impuso de facto la cadena
perpetua), añadidas a la legislación
antiterrorista existente dentro de la
legislación común (penalidad desproporcionada
a los llamados delitos
terroristas, limitación de los derechos
de los detenidos, enjuiciamiento
por tribunales especiales, incomunicaciones
permanentes en
las prisiones), se están dando importantes
pasos en la aplicación del
derecho penal de autor tras la Ley
de Partidos y la calificación de algunos
adversarios políticos como terroristas,
y por ende enemigos, enjuiciándoles
por el mero hecho de
ser calificados como tales, recordando
en alguna medida lo que sucedía
en este país en un período no
tan lejano (nuestros abuelos estuvieron
encarcelados por ser rojos,
sin necesidad de realizar hecho alguno).
A nadie se le escapa que actualmente
se están criminalizando conductas
que eran consideradas impunes
hace muy poco tiempo. Se
cierran radios y periódicos, se criminalizan
y disuelven organizaciones
juveniles, asociaciones de ayuda
a presos y partidos políticos; por
último se enjuicia, y condena, por
delitos de pertenencia a banda armada
a personas que realizan actividades
ajenas a dicha actividad o
que incluso repudian el uso de la
violencia como método político.
Las últimas modificaciones penales
vienen a eliminar de facto
las diferencias entre participación
y autoría, incluso entre fines políticos
y colaboración con organización
terrorista, hasta que, como
señala el profesor Cancio Meliá,
“se ha alcanzado el punto en el que
‘estar ahí’ de algún modo, ‘formar
parte’ de alguna manera”, aunque
sea sólo con ausencia de crítica,
“es suficiente para ser considerado
autor”. Así, a la mayoría de acusados
en estos juicios no se les imputa
un acto criminal concreto, sino
tan sólo su participación laboral,
política o social en alguna entidad
tildada de terrorista, y no es
casualidad que en estos juicios los
peritos policiales no sean expertos
en armas sino en documentos (que
sólo recogen expresiones de un
pensamiento, y el pensamiento, lamentablemente
hay que recordarlo,
no delinque), lo que antes se
denominaba “propaganda subversiva”,
y se presentan como pruebas
de cargo comportamientos individualmente
no delictivos que
finalmente lo son en base a la alineación
del autor en un colectivo
que se tilda aleatoriamente de terrorista,
calificándose así de criminales
actividades que hasta
ahora eran símbolo del pluralismo
político. Como señala Raúl
Zaffaroni, miembro de la Corte
Suprema argentina, “lo que verdaderamente
se está discutiendo es
si se pueden disminuir los derechos
ciudadanos para individualizar
a los enemigos. Si se legitima
esa lesión, el Estado de derecho
habría sido abolido”. Evitarlo, depende
en parte de nosotros.
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