Las reacciones políticas y judiciales ante los
cinco días de resistencia al desalojo del emblemático
gaztetxe de Iruña-Pamplona suponen,
según los movimientos sociales de la ciudad,
un punto de inflexión en la respuesta institucional
ante los conflictos sociales y en los modos
de represión y control sobre la disidencia.
Se enfrentan al reto del asalto a las libertades.
- MANIFESTACIÓN RUIDOSA. El 4 de febrero unas 2.000 personas se manifestaron en un ambiente lúdico y combativo por el
centro de Iruñea, convocadas por la Asamblea de represaliados y represaliadas del Euskal Jai./ Aitor Balbás
El desalojo y demolición
del Euskal Jai, un antiguo
frontón en el centro de la
ciudad, abandonado durante
decenas de años, que se prolongó
durante cinco días a finales
de agosto de 2004, fue acompañado
de 120 detenciones. Como en
otros desalojos en el Estado español,
la mayoría de esas personas
fueron acusadas de delitos de usurpación,
aunque la Policía también
presentó cargos por atentado a la
autoridad, desobediencia y resistencia.
En concreto, estas tres últimas
acusaciones se esgrimieron
contra las personas que se encaramaron
en el tejado del antiguo
frontón para resistir pacíficamente
al desalojo y, ocasionalmente, contra
personas detenidas en las protestas
en la calle.
Dado que se iniciaron un gran
número de procedimientos judiciales,
que recayeron en diferentes
juzgados, las instrucciones han
tenido distintos finales. La gran
mayoría de acusaciones por usurpación
han sido archivadas. Por
ello, sólo 33 personas, de las 120
detenidas, se han sentado o van a
sentarse en el banquillo de las acusadas.
Sin embargo -he aquí un
dato clave-, estas personas acusadas
hacen frente a peticiones fiscales
cuya suma asciende a más
de 44 años de prisión.
Lo cierto es que, por el momento,
la escandalosa voluntad punitiva
de la Fiscalía va acompañada de
sentencias que destacan por su dureza
y por su afán ejemplarizante.
Hasta la fecha, cinco personas han
sido ya condenadas a seis meses
de prisión, una a 12 meses y dos
más a 15 meses. Entre el 6 y el 8 de
febrero fueron juzgadas 12 personas
que se enfrentaban a peticiones
de ocho a 16 meses de cárcel.
Otras cinco personas están a la espera
de la sentencia de un juicio en
el que el fiscal solicitaba 18 meses
de prisión. Y hay otra causa pendiente
contra tres personas con peticiones
de 12 meses.
El desalojo del Euskal Jai evidencia
una actuación judicial cuyo obvio
impulso político pretende desplazar
el centro de gravedad de los
hechos juzgados. Se trata de enmarcar
los acontecimientos sociopolíticos
en categorías de orden público.
Aunque la práctica no es nueva
hay que señalar que se ha reforzado
con un nuevo reglamento municipal
denominado “Pacto Cívico”
que, además de suponer una restricción
de derechos civiles básicos,
equipara actividades políticas con
conductas “antisociales”.
En esta línea, el conflicto ha tenido
también consecuencias sobre la
vida cotidiana de la ciudad, en el
plano del control social. La nueva
centralidad del cuerpo de la Policía
Municipal en el control de los conflictos
de la ciudad (que sólo se entiende
después de su protagonismo
en el desalojo), unida a las características
de Iruña (tamaño medio y
escena política reducida) y a la saturación
de cuerpos represivos, ha
reforzado -más, si cabe- el control
sobre la comunidad militante.
En este contexto cabe interpretar
la más llamativa de las
sentencias judiciales emitidas
hasta ahora, que si bien se dirige
contra una persona detenida en
la calle durante el desalojo, está
relacionada con el mismo. Se trata
de un montaje policial en toda
regla que ha desembocado en
una condena a dos años y cinco
meses de prisión a un joven por,
supuestamente, atropellar con
una bicicleta a una agente de la
Policía municipal.
Al contrario de lo que podría
parecer, la trascendencia informativa
de esta sentencia en los
medios ha sido mínima y se ha
inscrito en los parámetros del
discurso político institucional. La
gravedad de la misma y la actitud
del juez, conocido por obligar a
cumplir hasta penas de un mes
de prisión, sientan un peligroso
precedente en la política de la
ciudad... y ponen de manifiesto
que las actividades transformadoras
tienen que abordar el hecho
de que su actuación consciente
se enfrenta al reto del asalto
a las libertades colectivas.
En estos tiempos que corren, la
voluntad del Poder por redibujar
los límites de la legalidad -lo permisible
y lo perseguible- está siendo
estimulada de modo intenso y
permanente, y los espacios en que
los movimientos sociales pueden
desarrollar una intervención pública
tienden a achicarse. La defensa
popular contra el desalojo del
Euskal Jai rompió con esos límites.
De ahí el alto precio que le quieren
hacer pagar.
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