Prisiones y Código Penal
La civilización era eso: de la cadena perpetua a la prisión perpetua

Un repaso histórico a la aplicación de la cadena perpetua en España deja como conclusión que la 'prisión permanente revisable' que trajo la última reforma del Código Penal supone la privación de libertad más larga impuesta a un preso.

, profesor de Hª Contemporánea en la UCLM. Ha coordinado el libro 'La cadena perpetua en España: fuentes para la investigación histórica (junio de 2016, acceso libre en Internet).
13/06/16 · 12:39
Fachada de la prisión La Modelo, en Barcelona. / Victor Serri

La cadena perpetua nació legalmente en España con los inicios del Estado liberal y ya no sería abolida hasta la reforma penal de la Dictadura de Primo de Rivera. Los dos grandes hitos de la codificación penal del siglo XIX –1848 y 1870– obligaban a los condenados a cadena perpetua a llevar una cadena de hierro en el pie colgada desde la cintura o atada al pie de otro reo. De ahí le viene el nombre a la famosa pena.

Si no contamos con los precedentes de las penas a trabajos forzados que fijaron los liberales del Trienio en el Código de 1822, fueron ocho las décadas de completa vigencia de la máxima pena privativa de libertad: de 1848 a 1928. Con todo, lo más relevante para un lector del siglo XXI quizás sea su posteridad fáctica, el hecho de que después de desaparecer formalmente, la cadena perpetua tuviera una inquietante manera informal de perdurar, ocultada, innombrada, con la creación en la práctica de penas largas y muy largas.

Si vamos más allá de los códigos y sus reformas, las que la Historia del derecho archivó en su acervo documental, y más allá del gesto de Victoria Kent en 1931 cuando ordenó fundir todas las cadenas que habían aherrojado a los presos, nos interesa saber qué ha quedado en nuestra historia de aquella larga experiencia punitiva. A pesar de que sigue siendo más llamativo acudir a la historia para destacar la violencia de los crímenes y desordenes que podían ser sancionados con cadena perpetua (parricidios, asesinatos alevosos, insurgencias contra el Estado, atentados terroristas, etcétera), no nos conviene obviar los efectos humanos que provoca una violencia institucional tan extrema, o mejor dicho, la amenaza de un castigo tan inasumible por la naturaleza humana: encerrar a un ser humano de por vida.

No es un ejercicio insubstancial de “buenismo”. ¿Por qué practicar la compasión hacia un pasado que ya pasó, del que no queda memoria viva? Porque quien no logre empatizar con sus antepasados penados tampoco querrá ver las consecuencias dañosas de la penalidad del presente. Porque, para ser más precisos con este tema, hoy no existe la cadena perpetua pero existe “la prisión perpetua”.

El dolor quedó y al tiempo se disipó. En realidad, la amenaza de la perpetuidad era una amenaza atenuada. La cadena perpetua, formalmente limitada desde 1870 hasta un límite máximo de 30 años, no era tan exagerada en la práctica. ¿Qué tipo de ser humano hubiera podido sobrevivir tanto tiempo y en aquellos establecimientos penales? Desde finales del siglo XIX se observa claramente que el sistema penal fue sustituyendo la cadena perpetua formal por sentencias a penas largas que no eran cadenas ni reclusiones perpetuas. Y la cadena perpetua que formalmente se dictaba, al igual que la pena de muerte, casi siempre estuvo pautada por la arbitrariedad de los intereses políticos de la Corona y los gobiernos de turno, una economía del castigo que solía expresarse a través de indultos y otras medidas de gracia (de la misma manera que se implementaba como herramienta de castigo político en períodos convulsos, desde los tiempos finiseculares del republicanismo insurgente de Ruiz Zorrilla y la agitación anarquista hasta la Semana Trágica de 1909 y la ola de conflictividad obrera de 1917).

Hay algunas noticias que hablan de experiencias larguísimas, pero son excepcionales. Todo indica que la mayor parte de las cadenas perpetuas no pasaron en la práctica de los 15 o los 20 años (a efectos de comparación, considérese que hoy en día convenimos en que las penas muy largas son aquellas que sobrepasan los 10 años). La dictadura de Primo de Rivera fijaría el límite máximo de las penas privativas de libertad en los 30 años, la Segunda República en el intervalo de entre 20 y 30 años y el franquismo la volvería a dejar en los 30 años. Ninguno de esos tiempos de condena era entonces fácilmente soportable. Al igual que ahora.

¿Y qué otras cosas quedaron tras la abolición? De los ochenta años de vigencia de la cadena perpetua quedaron muchas huellas (informaciones estadísticas y periodísticas) que podemos cuantificar y leer hoy como si se tratara de una lección –una más– sobre las paradojas de la civilización y el sentido que queremos (o podemos) darle al proceso de civilización. Paradojas respecto de aquel tiempo, porque la misma noción de civilización que ya en el siglo XVIII defendía la prisión como sustituto de las atrocidades penales del Antiguo Régimen, unas décadas más tarde y sobre todo a principios del XX iba a ser utilizada para oponerse a la cadena perpetua (y, por supuesto, a la pena de muerte), argumentando que una penalidad tan dura no debía estar vigente en un país que se definiera a sí mismo como avanzado, moderno y civilizado.

Y paradojas también respecto de nuestro tiempo presente, porque, aunque entonces existiera la cadena perpetua y muchos más tipos de penas largas o muy largas, hoy tenemos en España sanciones penales que rompen el “techo histórico” de la duración máxima de las penas de prisión y pulverizan una de las señales civilizatorias de nuestro tiempo presente: la reinserción social como fin de la pena.

Descontando desde 2013 de nuestra práctica punitiva la célebre 'doctrina Parot', cuyo obligado final tuvo que ser impuesto vergonzantemente a España por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la recién estrenada “prisión permanente revisable” (revisable sólo a partir de los 25-30 años con posibilidad de aplazar la primera revisión hasta los 35) se une a la vigencia de aquella otra medida excepcional que dictó en 2003 otro gobierno del PP, con el apoyo del PSOE, para elevar el límite máximo de la pena a 40 años. Treinta años, y más aún 40, es lo que en términos penológicos se traduce como una anulación del horizonte vital del penado, porque proyecta el cumplimiento de la pena “al límite de la muerte del reo”.

Hay que admitir que la prisión permanente revisable existe en otros muchos países de nuestro entorno. Lo repetía sin cesar desde 2012 el ministro Ruíz Gallardón sin querer aceptar que estaba haciendo un ejercicio de populismo punitivo de libro y que soslayaba un componente inquietante de la reforma penal que finalmente fue aprobada en solitario por el PP: la prisión permanente revisable que está vigente en España desde julio de 2015 es una de las más severas de todo el continente.

Dos siglos más tarde, la prisión (con su vertiente más extrema, la prisión perpetua) sigue viviendo su edad de oro. El tiempo histórico ha corrido a favor de un tipo de pena, la privativa de libertad, que Beccaria y los primeros ilustrados propusieron como alternativa a los castigos más inhumanos del Antiguo Régimen. Pero las Luces no ayudaron a imaginar que la prisión acabaría siendo reina y señora del universo penal, hasta abarcar casi por completo un nuevo catálogo de inhumanidades. La civilización era eso. La razón civilizatoria así lo exigía, aunque de su sueño se escaparan los monstruos más horrendos, las violencias carcelarias, las venganzas del ius puniendi moderno y del ultramoderno. La civilización tenía que ser en gran media civilización penal.

Cuando parecía que en las sociedades de la globalización capitalista el viejo aparato disciplinario se licuaba en políticas de vigilancia, gestión policial del big data y control-sanción administrativa, la prisión perpetua iba renovando su razón de ser para reafirmarse a escala planetaria. Hasta el papa Francisco ha tomado una decisión que, por simbólica, ilustra bien la naturalización cultural y global del punitivismo: la vieja cadena perpetua que perduraba en el ordenamiento penal del Vaticano ha sido abolida a cambio de fijar en 30 a 35 años el límite máximo del encarcelamiento. La civilización penal del nuevo milenio se ha asumido a sí misma con desparpajo como eminentemente punitiva.

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