La sensación de libertad de practicar nudismo, limitada por los mirones y ligones de playa.
Playa de Azkorri (Bizkaia). Camino con mi pareja por la orilla, miro hacia atrás y veo que nos sigue un hombre; su bañador, por debajo de la rodilla, contrasta con nuestra desnudez. Camina mirándonos fijamente y agita una mano dentro del bañador.
Playa de Sonabia (Cantabria). Me meto despacito al agua para darme el primer chapuzón del año. “¿Estás sola? ¿A qué te dedicas?”, me pregunta un hombre, con tono de ligón de discoteca. Mi desnudez, hasta ese momento placentera, se torna vulnerable; me siento expuesta. Le digo que estoy esperando a unos amigos (era verdad, por otra parte) y me sumerjo en el agua. Cortar una situación que no he elegido me provoca una incomodidad bipolar que rompe mi momento de comunión con el sol y el mar: ¿me he pasado de borde o, al contrario, debería haberle expresado mi malestar de una forma más clara y contundente?
He empezado por lo feo, pero estar en pelotas en la playa es pura gozadera. Creo que el argumento nudista de que esta práctica no tiene nada de sexual busca justificarse ante una sociedad sexofóbica. Sentir cómo el sol acaricia y penetra cada centímetro de piel, especialmente aquellas zonas que debiéramos (nos dicen) cubrir siempre con pudor, es un acto de autoerotismo puro, especialmente vetado para las mujeres (sólo las ‘malas mujeres’, las putas, se desnudan sin reparos).
A las mujeres se nos sigue educando en una desconexión total con nuestro cuerpo. La publicidad y el cine representan nuestros cuerpos fragmentados. Los cánones de belleza normativos nos animan a percibirnos y juzgarnos también a cachitos: tengo las tetas pequeñas pero el culo grande, cuando engordo me rozan los muslos, y cuando adelgazo se me marcan demasiado las clavículas y no relleno el sujetador. Autoras como Naomi Wolf, Pierre Bordieu o Fatema Mernissi nos hablan de la sensación de inseguridad crónica que provoca ser ‘el sexo bello’, impelido a estar siempre deseable para la mirada ajena, a la vez que a sentirse siempre imperfecto.
Cuando te desprendes del bañador te desprendes de muchos mandatos: no te tienes que depilar las ingles porque quede feo tener pelos fuera de la línea del bañador y puedes jugar con las olas sin preocuparte por que te dejen con el culo al aire. En pelotas no hay bikini que te marque lorzas, que imponga que tu cuerpo tiene que ser delgado y proporcionado (eso de que con la M no te cabe el culo y con la L te sobra de tetas, o al revés) o que confirme que tienes una teta más grande que la otra y que eso queda antiestético.
Naturalidad frente al morbo
Y luego están los otros cuerpos. En el nudismo, dicen sus militantes, prima la naturalidad sobre el morbo y la lascivia. Es cierto, porque el desnudo deja de ser sinónimo de pecado. Pero una sí que se deleita contemplando cuerpos de todos los tamaños y de todas las edades. Frente al exceso de silicona y las pollas descomunales que monopolizan el porno mainstream, en el que los labios vaginales menores y los pelos están en peligro de extinción, en la playa vemos tetas turgentes, colgantes, andróginas, aumentadas y mastectomizadas; pubis frondosos, completamente rasurados y de estilismos variados; podemos vislumbrar vulvas de todas las formas y tonalidades; otro tanto con los penes y los testículos. Y sí, hay canas por todo el cuerpo, y arrugas, y celulitis y estrías. Se diluye (un poco) el estándar de normalidad corporal, porque comprobamos que no hay dos cuerpos iguales y que todos lucen bellos cuando están más dedicados a disfrutar que a disimular tripitas, erecciones y transparencias.
También se diluye (un poco) el binarismo de género. No tienes que elegir entre un tipo de bañador que marca una identidad con la que no te reconoces u otro que despertará miradas transfóbicas. El nudismo suele ser atractivo para las maricas y bolleras, porque nos sentimos como peces en el agua con esa práctica que invita a promover la diversidad familiar y la libertad sexoafectiva.
El nudismo suele ser sinónimo de libertad, de placer y de autoaceptación, de resistencia a la dominación masculina, la LGTBfobia y la gordofobia.
De vuelta al objeto sexual
Pero ese oasis se convierte en espejismo cuando el mirón, el pajillero o el ligón de playa nos devuelven al papel de objetos sexuales que nos ha reservado el patriarcado a las mujeres. Cuesta caminar solas de noche pero también ir solas a la playa nudista. La autodefensa feminista se ha centrado a menudo en empoderarnos ante el acoso machista callejero. En Pikara hemos apuntado que, lamentablemente, también hay que desenmascarar el machismo en contextos supuestamente profeministas como los libertarios o los poliamorosos. La playa nudista es otro de esos escenarios cotidianos en los que nos relajamos hasta que comprobamos con impotencia que siguen siendo permeables a actitudes machistas.
Algo que, si sobrellevamos con resignación, implicará quitarse la ropa pero no la mochila de la dominación machista.
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