El Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas examina hoy el comportamiento de España en materia de derechos humanos. Ignacio Mendiola, autor de 'Habitar lo inhabitable', analiza la practica de la tortura en nuestro país.
El rechazo de la tortura quizás pudiera ser percibido como una de esas pocas cosas que suscitan un acuerdo casi unánime: colocar a las personas en situaciones de radical indefensión, exponerlas a violencias que dañan profundamente la subjetividad, sustraerlas de toda ligazón con el mundo social que habitaban, arrojarlas, en fin, a un espacio de duración variable que está absolutamente construido a contracorriente de lo que es poder habitar el mundo, sea de la forma en que sea, viene a concitar, lógicamente, toda una serie de rechazos en los que reconocemos un mínimo de humanidad que no puede ser transgredido.
La tortura horroriza; y está bien que sea así. La conciencia del horror nos recuerda lo inasumible, lo que no se puede (dejar) hacer. El rechazo a la tortura debe ser por ello incondicionado (no está limitado a ninguna circunstancia específica) y la exigencia de salvaguardar ese rechazo incondicional queda igualmente proyectado no sólo hacia el espacio concreto en el que habitamos sino también a lo que se hace en otros lugares y a lo que se ha hecho en otros tiempos. La tortura no merece ningún resquicio, ninguna oportunidad.
Rechazar la tortura, en consecuencia, es una tarea amplia, intensa y extensa. Rechazar la tortura exigiría entonces toda una serie de medidas, formas de funcionamiento, de asunción de discursos sobre la dignidad y el reconocimiento de los otros (de cualquier otro), que van sin duda más allá del acto puntual del rechazo. Y es ahí, en el momento en el que todo lo que exige ese rechazo tiene que ponerse en marcha, cuando comienzan a aparecer las grietas, las permisividades y los silencios.
En el rechazo institucional a la tortura no es raro ver lagunas que habilitan resquicios para su eventual propagación. Los ejemplos se suceden: todo el amplio abanico de torturas desplegado en la llamada guerra contra el terror y en el que Guantánamo tan sólo es un espacio más de una geografía siniestra que no ha recibido condena alguna desde el derecho internacional; la negativa a investigar torturas bajo el franquismo y a colaborar con procedimientos judiciales en marcha como los que se están llevando a cabo en Argentina; el rechazo a suprimir el régimen de incomunicación en detenciones ligadas a acusaciones de terrorismo cuando numerosos informes internacionales acreditan que es mayormente en ese espacio en donde se acometen las torturas a personas detenidas por una supuesta relación con bandas armadas; los indultos y promociones de funcionarios de los cuerpos de seguridad envueltos en casos de torturas; las condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos al estado español por no investigar torturas; la asunción en el espacio penitenciario de un régimen de aislamiento que cuando se dilata es él mismo constitutivo de tortura; las violencias físicas y simbólicas que los migrantes tienen que sufrir en la frontera, en los centros de internamiento de extranjeros, en las deportaciones; o, por último (o, por no seguir), las torturas relacionadas con la represión de las protestas públicas que contestan todo el proceso de precarización de la vida que las medidas neoliberales han impuesto como modo de gestionar la crisis económica, muestran, a modo de fogonazos que exigirían sin duda un desarrollo pormenorizado, que la tortura tiene lugar, que sigue teniendo lugar detrás (invisibilizada, silenciada) del contundente dictamen que anuncia su rechazo.
Y solamente una mirada ingenua y autocomplaciente podría ver en todos estos casos una anomalía subsanable; espacios y tiempos a los que el rechazo de la tortura todavía no ha llegado. Más bien, habría que pensar que estos casos aluden a un determinado modo de funcionamiento del poder estatal, que las carencias que, informe tras informe, evidencian el Comité Europeo para la Prevención de la Tortura, el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas o, en otro orden, informes de la Coordinadora Estatal para la Prevención y Denuncia de la Tortura, de Amnistía Internacional o de Human Rights Watch, no dejan de poner de manifiesto que la tortura designa una práctica político-punitiva que el estado no acaba de erradicar y que, por ello mismo, la asume. La cuestión es, precisamente, el espacio que se abre entre el rechazo (que ya no dice nada en sí mismo) y la permisividad, una permisividad que se da tanto en lo que se hace como en lo que se deja hacer (por otros, en otros lugares).
Y ese espacio que se abre, la práctica misma de la tortura, se da entre el desprecio y la impunidad. El desprecio nos habla de unos sujetos que apenas llegamos a reconocer como humanos. Sujetos negados, cuyo sufrimiento no perturba porque no nos reconocemos en ellos; desprecio absoluto que anuncia su torturabilidad. La impunidad, por su parte, nos habla de la ausencia de medidas efectivas que habrían de venir a imposibilitar o al menos a dificultar la práctica de la tortura. Contrarrestar las narrativas de desprecio nos concierne a todos con el fin de articular otro tipo de relatos en donde se asuma que nadie merece el sufrimiento que la tortura infringe; contrarrestar la impunidad concierne en mayor medida al entramado jurídico-político por las medidas que habría que establecer e implementar. Ambas tareas deben ir juntas para articular un rechazo incondicional. Pero es la negativa del poder estatal para transitar con todo rigor y profundidad por esas dos vías lo que evidencia que, tras su supuesto rechazo, anida una lógica de la crueldad que es necesario visibilizar.
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