Política penitenciaria
Escuchen el tic-tac: cifras y metáforas carcelarias

Las cifras de hacinamiento en las prisiones del Estado alcanzan niveles alarmantes mientras la clase política mira hacia otro lado.

, profesor de Historia Contemporánea en la UCLM y coordinador del Grupo de Estudio sobre la Historia de la Prisión y las Instituciones Punitivas.
09/09/14 · 14:20

En nuestra época se usan dos imágenes carcelarias que dicen más que mil palabras: las prisiones son “ollas a presión” que incluso pueden convertirse en “bombas de relojería”. La cosa viene de lejos: “La irrupción masiva del consumo de drogas y el aumento imparable del número de encarcelados que ésta provocó –con la inestimable ayuda del discurso de inseguridad ciudadana alentado por determinados medios–, convirtieron las prisiones de los años ochenta en auténticas ollas a presión(Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la transición, de César Lorenzo. Virus editorial, 2013). Y los peores temores se han vuelto a hacer presentes en los últimos años: el sociólogo César Manzanos, portavoz de Salhaketa (veterana asociación de apoyo a las personas encarceladas), denunciaba en abril de 2011 que la macrocárcel construida en Zaballa (Álava) podría convertirse en una auténtica “bomba de relojería” si las autoridades españolas se decidían a hacinar en ella a “más de dos mil presos”.

¿Qué podemos añadir a día de hoy, en 2014? Desde 2010, año en el que se superó el pico de los 76.000 presos, se viene produciendo un paulatino descenso en las cifras totales de personas internadas en centros penitenciarios, por causas que fundamentalmente están en relación con las políticas de hostilidad desarrolladas por el PSOE y el PP contra los “sin papeles”. Ahora hay algo más de 67.000 personas encarceladas, según la Dirección General de Instituciones Penitenciarias. Sin embargo, estas últimas cifras penitenciarias todavía son descomunales y hasta disparatadas, entre otras cosas, porque chirrían ostensiblemente con los bajos índices de delincuencia. Sus prisiones retratan a España como un país bastante chungo. En relación con otros de nuestro entorno, el sistema carcelario español bate records: somos el país de Europa occidental con mayor número de presos por habitante, según ha confirmado el informe anual del Consejo de Europa sobre la situación penitenciaria en el continente. España tiene 143,7 personas encarceladas por cada 100.000 habitantes, la cifra más elevada entre los países europeos occidentales, lo que contrasta con los 84,6 de Alemania o los 111,6 de Italia.

Aunque el sistema en su conjunto aún podría hacinarse más, cuando lo observamos en detalle, centro a centro, con los últimos datos oficiales publicados por la DGIP, la congestión puede llegar a ser alarmante. Los muy modernos centros-tipo se diseñaron para albergar a 1.008 presos, pero han llegado a acoger a más de 1.700 en los peores años y aún siguen estando peligrosamente masificados (a la cabeza, el centro penitenciario aragonés de Zuera, con 1.590 presos, y después, el madrileño de Soto del Real, con 1.586 presos; el de Córdoba, con 1.516; el de Albolote, en Granada, con 1.476; el de Topas, en Salamanca, con 1.244; y el de Huelva, con 1.313, por destacar a los más hacinados). Además, en las prisiones antiguas algunas cifras siguen dando miedo, por ejemplo, las de Ceuta, con 80 plazas en las que se apretujan dos centenares de internos, y las de Picassent, con 1.647 plazas y algo más de 2.200 presos.

La imagen de la olla a presión describe el día a día de las prisiones españolas mejor aún que los datos sobre su mantenimiento material y regimental, de cuyas carencias, por otra parte, no dejan de quejarse tanto los usuarios como los operarios, a veces por motivos encontrados y en ocasiones por razones complementarias y de sentido común, como el hacinamiento. No puede verse el interior pero se acepta que ahí “se cuecen” los cuerpos y las almas de los procesados y los condenados, lo que genera creencias supersticiosas que, como todas, basan su fe en la ignorancia y la dejación. La mayoría espera tácitamente que los gestores no pierdan de vista el buen funcionamiento de la válvula de escape y sean capaces de bajar la presión si se detectara un calentón explosivo. Nadie cree que sea posible un reventón. España, que tan feamente queda en Europa, no admitiría parecerse a Venezuela, Brasil, o Argentina. No se consuela quien no quiere.

Los políticos, en general, también alientan esta confianza en el sistema penitenciario, casi siempre por omisión. Cifras tan calientes como las que se acaban de comentar no ocupan ni una línea de los discursos electorales. Durante el largo período de ambientillo electoral que abrieron las elecciones europeas, el mal rollito carcelario no aguará el jolgorio de los líderes y las militancias. Como los caracoles con la lluvia, al amor del calorcillo electoral, todas las formaciones electorales se ponen cachondas, hasta el punto de que es imposible hacerles ver que, precisamente, en esa atmósfera de fiesta institucional que tanto les pone, el afligido, al que animan a votar, aún sufre más.

Quienes a las alegrías demoscópicas añaden un supuesto festín de avances y recuperaciones, obvian que la Marca España, tan celebrada por las élites financieras y empresariales, sigue brindando hacia el exterior muchas muestras de superación por su lado más sombrío, hasta alcanzar algunos primeros puestos del ranking de actividades non gratas. Más allá de nuestras fronteras ya se sabe que cada vez tenemos más presos y más pobres (valga la redundancia), y que no se están aplicando remedios que minimicen el punitivismo del sistema sancionador. Al contrario, los recortes sociales, dolorosos en sí mismos para los sectores más empobrecidos, anuncian una nueva forma política de gestión de la exclusión y la pobreza que en gran medida se apoya en el sistema penal y en la cada vez más agigantada sanción administrativa.

Algo se dice desde la izquierda, pero de una manera muy confusa y a la defensiva. Para la mayoría de los partidos políticos las personas presas no son importantes. La problemática carcelaria ni siquiera queda relegada al batiburrillo de los asuntos menores. Tiene aristas muy hirientes y siempre aparece envuelta de una cultura punitiva cada vez más asustada, lo que obligaría al político a mostrar sus colmillos más retorcidos, arriesgándose a ser acusado de favorecer a los peores criminales. La cárcel se obvia porque disgusta. La prisión como respuesta institucional al delito teje una estructura de consensos punitivos a base de acatamientos y olvidos.

Sólo la desgracia sobrevenida –lo digo con mucho pesar, no se me malinterprete- podría sacar a unos y a otros de tan insoportable consenso. No quiero ser pájaro de mal agüero porque tampoco soy capaz de vislumbrar amotinamientos. Esas cosas, cuando pasan, cuando se van de las manos, suelen ser caóticas e imprevisibles. Además, sé muy bien que la revuelta violenta dentro de las prisiones siempre deja un reguero de desgracias que a la postre aquilata el entramado legal de la violencia institucional. Pero no deja de sorprenderme la respuesta indolente de quienes rechazan la metáfora de la “bomba de relojería” por alarmista, sin admitir que lo que se está denunciando es una conflictividad larvada que, en aras de la justicia y de la causa de los derechos humanos, nos conviene desactivar cuanto antes. ¿Acaso no escuchan el tic-tac?

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comentarios

1

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    Reformistas Sin Fronteras
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    10/09/2014 - 8:44am
    Tranquilas, que Podemos seguro que tiene entre sus prioridades acabar con los muros de las prisiones... ¡Ah, no!
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