Velocidad de hundimiento

"¡Mariano, no llegas al verano!". El clamor. En las calles no hace mucho que rugía con todas sus fuerzas la consigna destituyente. La aceleración del proyecto neoliberal, la subordinación creciente a los dictados de la troika, el nacionalcatolicismo exacerbado de las peinetas y la españolización de los escolares catalanes, etc.

, Editor en Artefakte, profesor en la Universitat de Girona
09/01/13 · 14:00
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Isa

"¡Mariano, no llegas al verano!". El clamor. En las calles no hace mucho que rugía con todas sus fuerzas la consigna destituyente. La aceleración del proyecto neoliberal, la subordinación creciente a los dictados de la troika, el nacionalcatolicismo exacerbado de las peinetas y la españolización de los escolares catalanes, etc. Numerosos factores han hecho pensar a muchos y muchas –con la misma ingenuidad con que se creyó poder “tomar el Congreso” u obligar a cambiar de rumbo a Zapatero– que la mayoría del PP apenas duraría unos meses –ni que fuese figuradamente–. Pero al despertar, el dinosaurio ha seguido ahí. Continúan Rajoy, el PP y sobre todo perdura el régimen: el monarca apurando su campechanía, el PSOE y sus subalternos de izquierda aprobando recortes como en Andalucía, la policía torturando impune e indultada, los militares opinando sobre la independencia catalana, la judicatura rampante y Alfon encarcelado sin que sepamos por qué. La razón es que la gran mayoría de quienes creían posible destituir a Rajoy antes del verano todavía operan en los términos del régimen de 1978. Siguen convencidos, de un modo u otro, de una idea falaz: vivimos en una democracia de una calidad tal, que la sola mención de la ruptura contractual del gobernante para con quien es gobernado resulta suficiente para provocar una dimisión. Hasta tal punto ha sido interiorizado el mito de la democracia liberal.

Acaso las cosas hubiesen podido ser de otra forma si, en lugar de obcecarse con la ley electoral, el 15M se hubiese planteado conseguir mecanismos de rendimiento de cuentas como el recall estadounidense –una suerte de moción de censura ciudadana–. O si más allá del carácter expresivo y narcisista de las asambleas, se hubiese aprovechado mejor el impulso para instaurar instituciones autónomas. O si en lugar de asistir a las huelgas generales para salvar la nula credibilidad sindical, se hiciesen para redefinir una estrategia pensada desde una lectura antagonista de la precariedad. Pero para que esto hubiese sido así, tendría que haberse completado una ruptura previa con el universo mental del régimen, con la llamada “cultura de la transición” o “CT”.

Y es que el grito destituyente se sigue confundiendo hoy con la táctica de la ruptura constituyente. Quie­nes lo gritan no resultan creíbles, ya que ni ellos mismos se lo acaban de creer. Y ello porque, en rigor, tienen miedo a pensar fuera de la comodidad que ofrece la CT, a asumir los efectos de una ruptura constituyente, incluso cuando se propone –así, la farsa pseudoindependentista de CiU y ERC o algunas voces a favor de lo “constituyente” en IU–. Reali­zan aún los cálculos del apego a su posición hegemónica en el trabajo, miran con preocupación sus menguantes márgenes de poder, se aferran al lenguaje que inhabilita para la desobediencia necesaria. Este es, precisamente, el principal balón de oxígeno que respira Rajoy a cuenta de la cuota decreciente de que disponemos el resto. Y es un balón de oxígeno por ahora suficiente: tres años de mayoría absoluta, si nada cambia, dan para mucho.

Así las cosas, la cuestión es saber: ¿a qué velocidad se hunde un régimen? Y más en concreto: ¿a qué velocidad se está hundiendo el régimen en que vivimos? ¿es posible acelerar ese hundimiento? ¿interesa hacerlo? ¿qué papel deben jugar en este tránsito las organizaciones de izquierda críticas con el régimen, pero que llevan décadas integradas en el mismo? ¿hasta qué punto el mantenimiento del PP y sus políticas facilita o dificulta? ¿es posible regenerar una alternativa desde la izquierda parlamentaria realmente existente? ¿ofrecen ejemplos municipalistas como las CUP en Catalu­ña una alternativa?

Las preguntas se suceden y responderlas debidamente excede nuestro cometido. Nos aventuramos, con todo, a lanzar un par de líneas finales en respuesta a la resistencia de la derecha y el régimen. La primera parte de algo más insospechado de lo que parece: Rajoy no es el presidente de un régimen consolidado con un respaldo mayoritario y la tarea de gestionar una crisis económica. Tal lectura es falaz: no estamos viviendo una crisis, sino una estafa; el respaldo no es mayoritario ya que la mayoría absoluta se basa en la exclusión de una mayoría social; el régimen se tambalea e implosiona; y cabe dudar, en fin, de que Rajoy esté presidiendo nada.

En rigor, estamos transitando hacia una cleptocracia; hacia un régimen basado en la privatización de los recursos públicos, en el gobierno por medio de la deuda, en la política de los proyectiles de goma por todo diálogo social. A eso, y sin el menor tapujo, han venido, de hecho, Rajoy y los suyos; no a gobernar la democracia de 1978. Se engaña quien piense que su rendimiento de cuentas va a obedecer a los principios que se han empezado a conculcar con la reforma de agosto de 2011. Se engaña quien piense que interesa negociar con los sindicatos, quien crea que se considerará a la oposición. Han venido por cuatro años y confían en seguir, incluso, cuatro más gracias a la inestimable ayuda de una oposición que se aferra a los exiguos márgenes del régimen moribundo.

La transición a la cleptocracia no se opera, empero, por medio de un proceso constituyente. Resulta posible por la deconstitución del régimen, por su “corrupción” en el sentido republicano, por el distanciamiento intencional de la acción de gobierno que aboca a un horizonte de desesperación, pasividad y nihilismo. Sui­cidas, bonzos y otras figuras semejantes componen la sociología de los perdedores en esta transición que se efectúa sin nombrarse. Po­líticos, banksters y estrellas televisivas ofrecen la cara del éxito.

El laboratorio catalán

Entre tanto, el movimiento también avanza, aunque no siempre todo lo rápido ni todo lo visible que sería necesario. Urge para ello el salto mental que rompa para siempre con la CT. Necesitamos catalizadores institucionales autónomos para pasar de la actual fase resistencialista y expresiva a una fase institucional que haga posible la instauración de la república del 99%.

En este sentido, el laboratorio catalán, adelantado en un año al resto, nos ofrece una doble lección: 1) la derecha pierde si convoca elecciones, pero el neoliberalismo aún articula consensos suficientes con la complicidad de la izquierda subalterna; 2) aunque hayan logrado un éxito decisivo, queda por ver que las CUP estén a la altura de articular el interfaz del movimiento en el gobierno representativo. Más allá de la brillantez gestual de sus diputados en la denuncia de la injusticia, rápidamente detectada –¡y elogiada!– por la derecha, las soluciones institucionales apuntadas por ahora distan mucho de ser satisfactorias. Con todo, se ha abierto una grieta en la democracia liberal que emplaza la izquierda parlamentaria a asumir realineamientos más allá del 25N.
No es mala ni trivial noticia.

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