Por extraño que parezca,
me alegra en gran manera
la alta abstención que ha
habido en las últimas elecciones
europeas. Y me alegra especialmente
poderlo decir en este periódico,
porque en cualquier otro
debería callarme. Tendría que seguir
la corriente de los comentaristas
y aducir que la baja participación
se debe a desmotivación de los
electores, que no entienden la importancia
Por extraño que parezca,
me alegra en gran manera
la alta abstención que ha
habido en las últimas elecciones
europeas. Y me alegra especialmente
poderlo decir en este periódico,
porque en cualquier otro
debería callarme. Tendría que seguir
la corriente de los comentaristas
y aducir que la baja participación
se debe a desmotivación de los
electores, que no entienden la importancia
de Europa; o a su repulsa
de la política del PSOE, según arguyen
los medios cercanos al PP; o
al escaso interés de la campaña
electoral –yo tuve que apagar el televisor
a los diez minutos en el debate
entre López Aguilar y Mayor
Oreja ante cosa tan insulsa–; o vaya
usted a saber a qué otros recónditos
motivos de esa abstracción
llamada el “ciudadano común”.
Por mi parte, voy a explorar otro
camino: ¿por qué no pensar que la
alta abstención en esa parodia de
elecciones se debe a un ejercicio de
honradez ciudadana?
Veamos: según dicen nuestros
medios de comunicación, el 70%
de las leyes que promulga el ejecutivo
español consisten, simplemente,
en la transposición de directivas
emanadas de Bruselas, ya
sea directamente de la Comisión
o del Parlamento. En cualquiera
de los dos casos, no tenemos
constancia de ningún debate público
sobre ellas. Tomemos dos
ejemplos: el proceso de reconversión
de la enseñanza universitaria,
también llamado proyecto Bolonia,
y la Ley de Extranjería. El
primero consiste en un paquete
de recomendaciones, normas e informes
que aunque no tienen carácter
preceptivo, pues la educación
superior sigue siendo materia
reservada a los Estados miembros
y no es competencia de la
Unión, traza las líneas maestras
para crear un auténtico mercado
de la formación superior y de la
investigación, supeditándolas a
los dictados de tal mercado y estrechando
los lazos con aquellas
empresas que estén interesadas
en dichos negocios.
El otro ejemplo, la Ley de Extranjería,
condena a varios miles de
personas, que por distintos medios
han llegado hasta los territorios de
la Unión, a no poder ser ciudadanos
de pleno derecho, introduciendo
limitaciones a sus desplazamientos,
creándoles problemas para acceder
al trabajo y a los servicios sociales,
hostigándoles de mil maneras
y alimentando soterradamente
una profunda xenofobia, al penalizar
la ayuda desinteresada que ciudadanos
europeos pudieran proporcionar
a los recién llegados.
¿Quién quiere legitimar a la UE?
¿Querría alguien en su sano juicio
identificarse, aunque sólo fuera por
un momento, con personajes tan
inicuos como dichos legisladores?,
¿querría alguien acarrear la responsabilidad
por tales desmanes,
aunque fuera la responsabilidad infinitesimal
de un voto entre 500 millones,
que legitimara esas formas
de proceder? Creo que más bien al
contrario, el rechazo de unas dinámicas
de gobierno que no son en
absoluto controlables por las poblaciones
y que tienen todo el aura
de legitimidad que les confiere el
que quienes toman las decisiones
hayan sido elegidos, es una muestra
de buen sentido ciudadano y en
ningún caso de lo contrario.
El problema, a mi modo de ver,
está en encontrar las formas de
traducir ese buen sentido en dispositivos
de acción común a escala
europea, pues sólo así conseguiremos
que la deslegitimación de las
actuaciones elitistas de las altas capas
de negocios y Gobiernos, llamadas
la “clase política europea”,
no sólo se vea desposeída de toda
legitimidad sino que deba enfrentarse
a un contrapoder real de las
poblaciones. Si Europa es algo, es
el territorio de las luchas futuras,
que debemos aprender a cartografiar,
y no sólo la sala de esgrima de
las oligarquías europeas.
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