Entre los grandes debates sin clausurar, brilla con especial intensidad el que gira en torno a las ideas de compromiso, coherencia y ética. Y más si este debate se centra en el intelectual, una de las grandes figuras de referencia pública de la izquierda. Retomamos la polémica entre J.P. Sartre y A.
Camus, encarnaciones, no sólo a nivel europeo, de esta figura en los años ‘50 y ‘60.
Texto de Carlos Fernández Liria, filósofo.
Hace ya cosa de 20 años
que nuestros intelectuales
mediáticos tomaron
públicamente una decisión.
Albert Camus tenía razón contra
Jean Paul Sartre. Éste era, además,
cómplice de la barbarie comunista,
a la cual, tras la caída del muro
de Berlín, ya no había por qué seguir
prestando atención. Por lo tanto, había
llegado el momento de enterrar a
Sartre como a un perro muerto. Pero
no se le enterró con razones, sino con
escombros. Sencillamente se le sepultó
bajo las ruinas que dejó a su
paso el triunfo del capitalismo salvaje.
Y también bajo las paletadas de
mentiras, falsedades y sandeces con
las que tantos y tantos intelectuales
han saludado desde entonces esta
victoria neoliberal. Desde entonces,
¡cuántas veces se ha puesto como
ejemplo a Camus!
Construcción de un prototipo
Pero, ¿como ejemplo de qué? Independientemente
de lo que él fuera en
realidad -que eso sería otra cuestión-,
Camus ha sido el ejemplo de
intelectual independiente, capaz de
comprometerse políticamente sin
abdicar por eso de los principios morales.
Camus, así pues, se negó a dar
a la historia más razón que la que podían
tener los hombres que la habitaban
y la sufrían. Se negó a que el fin
justificara los medios, a que el
Partido dictase la verdad y la justicia,
prefirió, en suma, “equivocarse sin
matar a nadie y dejando hablar a los
demás, que tener razón en medio del
silencio y los cadáveres”. Por lo visto,
ésta habría de ser una buena definición
de la consistencia moral de
nuestra intelectualidad contemporánea,
comenzando por Robert Kagan
y el think tank del Pentágono, hasta -pasando por Arcadi Espada y Rosa
Montero- desembocar en Oriana
Fallaci y Pedro Jota Ramírez. En un
mundo estructuralmente malo, ellos
han decidido ser buenos y equivocarse
sin matar a nadie (como si los
comunistas nos dedicáramos a ir
ametrallando gente a nuestro paso).
En un mundo que consiste en cambiar
sangre por petróleo y cadáveres
por coltán, uno puede repetirse en
vano que no ha matado a nadie.
Sobre todo si no se le hace ascos a
congeniar con los millones de votantes
que aplaudieron la invasión de
Iraq porque tenía armas de destrucción
masiva y que no han variado su
intención de voto al descubrir que no
sólo no las tenía sino que siempre se
supo que no las tenía. Hace tres años
había que defenderse de la acusación
de pretender cambiar sangre por petróleo,
ahora ya no. Ahora nadamos
en sangre y petróleo como quien respira
aire y viento. Así son las cosas,
lo importante es no matar a nadie y
no tener miedo de equivocarse.
Pero el héroe de nuestros intelectuales
anticomunistas no es, en realidad,
Albert Camus. Aunque les cueste
reconocerlo, se parece mucho más
a Eichman. Este genocida nazi gestionó
la muerte de medio millón de
judíos. Enviaba informes felicitándose
por haber acelerado el ritmo de la
cadena de exterminio, apuntando las
cifras con minuciosidad de burócrata,
como si se estuviese tratando de
embalar tomates. Cuando fue juzgado
en Jerusalén, y tras describir en
qué consistía su macabro trabajo, un
testigo le acusó de haber estrangulado
a un adolescente judío con sus
propias manos y entonces Eichman
reaccionó histéricamente gritando
desesperado que era inocente y que
él “nunca había matado a nadie”. Él
tan sólo se había “equivocado un poco”.
Sus dirigentes le habían engañado.
Poco más o menos como los admiradores
de Camus que hoy se
equivocan un poco dejándose convencer
(sólo un poco) por los amos
del planeta, pero que se acuestan todos
los días tranquilos por no haber
matado a nadie ni haber colaborado
con ninguna banda armada, mientras
la OTAN vela su sueño y la valla
de Melilla protege la fortaleza de su
Estado de Derecho.
El mundo ha empeorado bastante,
pero no ha cambiado en lo sustancial
desde los tiempos de Sartre y
Camus. Lo que Sartre defendía no
era el totalitarismo de la historia
frente a los principios morales. Muy
al contrario: lo que Sartre hizo fue
denunciar en todo momento que lo
que pretendía ser la voz de la moral
no era más que la coartada para
aceptar sin rechistar la autoridad de
la historia. Es muy fácil ser moral en
un mundo que no llega más allá de
tus narices. Sartre sabía, sin embargo,
que en un mundo estructuralmente
criminal, no bastaba para ser
inocente con no cometer crímenes
“a tu alrededor” (es decir, por ejemplo,
en el interior de la valla de
Melilla y de la puerta blindada que
protege tu vida del infierno de fuera).
Denunció la pretensión de ser
moral a fuerza de serlo en la parcela
que te ha tocado en suerte en la
Historia. De ahí que denunciara la
pretensión de ser moral más allá del
compromiso político. La tranquilidad
de las conciencias es, hoy día, la
coartada del terrorismo estructural.
Es así como hemos desembocado en
la situación que describe Santiago
Alba: “¿Sangre por petróleo? Esa vileza
mortal, y la fuerza en que se
apoya, es la ley de la gravedad: lo
verdaderamente inmoral, lo que verdaderamente
nos escandaliza, es
que se siga fumando en los lugares
públicos” (prólogo a Crónicas de
Iraq de Imán Ahmad Jamás).
Aunque en versiones cada vez peores,
la historia se repite. La posición
de los actuales intelectuales anticomunistas
sin duda no difiere por sus
consecuencias de las que tuvo la actitud
de Camus frente a la guerra de
Argelia. Mientras que Sartre y un puñado
de intelectuales se jugaban literalmente
la vida con sus denuncias,
Camus se lavaba las manos y Francia
mataba a un millón de personas.
Sartre no defendió la Historia
contra la Moralidad. Defendió que
la elección moral tenía que consistir
en elegir un mundo, un mundo
bueno, y no en elegirse bueno a uno
mismo. Sumidos en el colapso moral
contemporáneo, oímos todavía
estas palabras suyas: “En tanto que
se cree en Dios, es plausible hacer
el Bien PARA ser moral. Y como se
trata de ser moral a los ojos de Dios,
para alabarle, para ayudarle en su
creación, la subordinación del hacer
al ser es legítima. Pues, practicando
la caridad no servimos más
que a los hombres, pero, siendo caritativo,
servimos a Dios. Es legítimo
ser el más bello, el mejor posible.
El egoísmo del Santo está justificado.
Pero que muera Dios, y el
Santo no será más que un egoísta:
¿a quien sirve que tenga el alma bella,
que sea bello, sino a sí mismo?
A partir de este momento, la máxima
“actúa moralmente para ser
moral” está envenenada. Lo mismo
que “actúa moralmente por actuar
moralmente”. Es preciso que la moralidad
se supere hacia un objetivo
que no sea ella misma. Dar de beber
al sediento no por dar de beber,
ni para ser bueno, sino para suprimir
la sed. La moralidad debe ser
elección del mundo, no de sí”.
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