El autor cuestiona el papel del exdirigente comunista en la Guerra Civil y en la Transición.
El título no lleva el menor asomo de ironía. Es literal.
Con el tiempo, esta piel de toro se ha ido llenando de
demócratas-de-toda-la-vida, cuyo ejemplo más egregio es el del propio
rey al que el dictador nombró su sucesor. No es el caso de Carrillo.
Tras su muerte, un curioso consenso universal ya le ha fabricado el lema
con que le conocerá la Historia: “el hombre que supo convertirse de revolucionario radical en demócrata convencido, pero siempre defendiendo a los trabajadores”.
Para la derechona, lo de revolucionario radical se leerá como un estigma; para la izquierdona, como un honroso título. Se interprete como se interprete, a ninguna de ambas le cabe duda alguna: revolucionario radical.
Es bueno, en ciertas ocasiones, hacer memoria. El 18 de julio de 1936 se
produce el “glorioso Alzamiento Nacional” contra la República. Al día
siguiente, la gente se lanza a ocupar todo lo que puede y, en pocos
meses las colectivizaciones obreras y campesinas abarcan buena parte del país con prácticas radicalmente revolucionarias:
las milicias populares toman las decisiones en asamblea y se niegan a
integrarse en el ejército jerárquico y militarista de la República,
fábricas y servicios se autogobiernan por los propios trabajadores, en
el campo se proclama el comunismo libertario y en muchos pueblos se
quema el dinero en la plaza del pueblo.
¿Cuál es la posición de Carrillo
ante esta efervescencia revolucionaria? En un discurso de enero de 1937
proclama: “Luchamos por la República democrática; no nos da ninguna
vergüenza decirlo. Nosotros, frente al fascismo y frente a los
invasores, no luchamos ahora por la revolución socialista. (…) Y no lo
decimos como táctica, ni como maniobra para engañar a la opinión pública
española, ni para engañar a las democracias universales. Luchamos
sinceramente por la República democrática porque sabemos que si
cometiéramos el error de de luchar en estos momentos por la revolución
socialista en nuestro país…”.
Carrillo era entonces era Secretario de las Juventudes
Socialistas Unificadas. F. Melchor, compañero suyo en el Comité
Ejecutivo, lo argumenta: la revolución que en campos y ciudades se está
llevando a cabo “se trata de la deformación ideológica de un amplio
sector del movimiento obrero, que pretende realizar el desenvolvimiento
económico del país sin atemperarse a las etapas que ese desenvolvimiento
requiere” (Frente Rojo, marzo de 1937). De todos es sabido que, según
el socialismo ‘científico’, no puede realizarse una revolución
socialista sin haberse dado previamente una revolución burguesa. Y como en España ésta no se había producido… el Partido Comunista se ve obligado a combatir a los ‘utópicos’ que estaban de hecho poniendo en marcha una revolución,
para ofrecerse como defensor de la burguesía y de su democracia
republicana que se sentían amenazadas por un pueblo en armas y en plena
pasión autoorganizativa. Ya lo había dejado bien sentado esa otra
revolucionaria radical que fue Dolores Ibarruri: “Es la revolución
democrática burguesa, que en otros países, como Francia, se desarrolló
hace más de un siglo, lo que se está realizando en nuestro país, y
nosotros, comunistas, somos los luchadores de vanguardia en esa lucha”
(Mundo Obrero, 30.7.1936).
La gente no se había enterado y se había puesto a hacer una revolución sin saber que aún no tocaba. Menos mal que ahí estaba el PCE para recordarlo, aunque tuviera que acabar bombardeando las colectivizaciones, como tuvo que hacer Enrique Líster. ¿Revolucionarios? No, demócratas de toda la vida. Literalmente.
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