Si algún interés merece la
cuestión del nuevo Gobierno
de Zapatero y su relación
con los movimientos y luchas
de transformación, no lo debe
fundamentalmente a las virtudes
propias de aquel o a la potencia manifiesta
de las nuevas emergencias
políticas. Se trata más bien de la relación,
que todavía permanece en la
memoria y en el inconsciente públicos,
entre la ‘impureza’ de los orígenes
del actual Gobierno y las características
extraordinarias que presenta
la coyuntura local y global,
Si algún interés merece la
cuestión del nuevo Gobierno
de Zapatero y su relación
con los movimientos y luchas
de transformación, no lo debe
fundamentalmente a las virtudes
propias de aquel o a la potencia manifiesta
de las nuevas emergencias
políticas. Se trata más bien de la relación,
que todavía permanece en la
memoria y en el inconsciente públicos,
entre la ‘impureza’ de los orígenes
del actual Gobierno y las características
extraordinarias que presenta
la coyuntura local y global,
marcada un periodo de transición en
el que se están decidiendo alternativas
fundamentales y duraderas entre
la guerra y la democracia globales.
Orígenes
¿A qué nos referimos cuando hablamos
de impureza de sus orígenes?
Sencillamente, a aquello que la extrema
derecha política y mediática
‘neocon’ ha pretendido exorcizar a
su favor con sus narraciones conspiranoicas:
Zapatero es el primer presidente
constitucional que ha llegado
al Gobierno aprovechando la conjunción
de un movimiento de protesta
de un vigor sin precedentes, y una
sucesión de acontecimientos que en
gran medida escapó a las capacidades
de previsión y gestión de cualquier
agencia gubernamental sistémica:
los atentados del 11 de marzo
de 2004, y la protesta y la desobediencia
sociales que rompieron el
mudo y sumiso “consenso antiterrorista”
que tanto el Gobierno de Aznar
como el resto del sistema de partidos
hubieran impuesto como consigna
en cualquier otra circunstancia.
Por supuesto, no hay Gobierno ni
sistema de partidos en nuestras democracias
dominadas y estructuradas
por el poder del capital que puedan
sentirse a gusto con semejantes
marcas de nacimiento. Y a este respecto,
ni Zapatero ni el PSOE son
una excepción. Cuando la crisis de la
representación política y del sistema
de partidos es tan aguda que ya sólo
cabe hablar de irreversible putrefacción,
semejante irrupción, efímera
pero eficaz, de un poder constituyente
ilegal sólo puede tener efectos duraderos
de inestabilidad. El primero
de ellos ha marcado en gran medida
la primera legislatura de Zapatero: la
cancelación de las convenciones y
procedimientos que regulan las relaciones
entre Gobierno y oposición
dentro de los límites del “sentido del
Estado”. Esto ha configurado un bloque
social, político y mediático de
una derecha nacional-populista dispuesta
a emprender el camino de
una democracia autoritaria basada
en grados altísimos de coerción política,
jurídica y cultural contra las minorías
de todo tipo. El segundo, que
sin embargo se ha visto hasta ahora
subordinado al impacto del primero,
ha sido el vacío paradójico de una representación
política no presentable
o impresentable, que ha obligado
al Gobierno de Zapatero a tratar
de fabricarse –antes que buscar– su
“público” (y por ende su electorado)
mediante actos –o más exacto
sería decir gestos– de gobierno y de
producción de normas legislativas
cuya eficacia pretende medir casi
exclusivamente por sus efectos duraderos
en la ‘opinión pública’. Dentro
de lo que, apologéticamente, José
Vidal Beneyto ha denominado el “reformismo
societal” (‘El destino del
reformismo’, El País, 14 de enero de
2006) de Zapatero.
Desde el 14 de marzo de 2004, el
protagonismo de movimientos y coaliciones
sociales ha sido escaso, e incomparable
respecto a la fase anterior.
Desde luego, no hemos de buscar
la causa en la radicalidad abrumadora
de la actividad reformista del
periodo Zapatero. Que no ha de ser
negada en sus resultados, pero que
es algo más que insuficiente y, al fin
y al cabo, inaceptable si su precio es
la cancelación de la autonomía de las
luchas sociales. Y continuará siéndolo
mientras no reconozca las virtudes
del conflicto social en la producción
de nuevos derechos y en la garantía –es decir, en los nuevos contrapoderes
que garanticen– de su
ejercicio y aplicación. Si aceptáramos –lo cual no es, ni mucho menos,
una condición evidente– que el marco
inspirador de la política reformista
de Zapatero es el “republicanismo
cívico” del consejero y filósofo Philip
Pettit, tendríamos ocasión de comprobar
cómo se traducen las aspiraciones
de “libertad como no dominación”,
de “no estar sujetos al control
de ninguna otra persona, grupo y organización”,
e incluso de la desobediencia
civil frente a las leyes injustas
o ilegítimas, cuando la retórica
tiene que vérselas con la realidad –esperable
y auspiciable– de las luchas
y creaciones políticas de los nuevos
sujetos que han atravesado y se han
formado en el periodo del movimiento
de justicia global y contra la guerra.
Mucho me temo que el fiasco
puede ser sonado, y esperemos que
no se traduzca en una orgía represiva
como la que pudimos conocer con
el PSOE de González.
Las grietas
Pero ello no impide que la orientación
del “republicanismo cívico”
ofrezca, gracias a sus aporías internas,
oportunidades críticas para la
apertura de escenarios inéditos en
el terreno de los derechos sociales,
así como de la afirmación de nuevas
instituciones autónomas adecuadas
a la nueva composición que
ha nutrido y nutre las emergencias
de movimiento de los últimos años.
En el aprovechamiento de tales cortocircuitos
del modo de gobernar
de Zapatero se juega la conquista
de tiempo y espacio autónomos que
permitan que las luchas salgan del
círculo vicioso al que su propia opacidad,
unida a la eficacia del Estado
de excepción de geometría variable
que impera en el espacio global las
viene condenando. Es tiempo de
nuevas creaciones políticas, y por lo
tanto de conflictos afirmativos,
transversales, expansivos en la
composición de sus sujetos y en el
atravesamiento de fronteras, soberanismos
y nacionalismos que en el
endurecimiento del conflicto llegan
a tornarse en fanatismos homicidas
y en réplicas de la barbarie de las
formas de coerción vinculadas al
capitalismo.
Pensemos tan sólo en la potencia
distributiva de nuevos derechos universales
que se anuncia en las luchas
de migrantes por la libertad de
movimiento e instalación y contra el
derecho colonial que informa todas
las leyes de extranjería; o en el derecho
a una vida (añadir laboral sería
un pleonasmo) cuyas condiciones
básicas están garantizadas frente a
la imposición generalizada (y que figura
en el Tratado de Lisboa) de la
flexicurity y otras formas edulcoradas
de workfare neoliberal adoptadas
por las élites europeas (incluidos
sus sindicatos mayoritarios); y
otro tanto cabe esperar de las nuevas
luchas urbanas que conjugan
okupación y centros sociales, reivindicación
del espacio público (y productivo)
no estatal, nuevas formas
de autogestión masiva de las instituciones
sanitarias, de la alimentación,
la vivienda y la creación artística
–dentro de lo que se ha denominado
el commonfare–, indisociables
de una práctica del conflicto social
regulado (y de la inevitable desobediencia).
Ejemplos, entre otros, que
cabe y debemos imaginar, de una
afirmación de la ‘virtud constituyente’
de las luchas contra el formalismo
vacío y la mala conciencia de la
“república cívica” de Zapatero.
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