¿De quién y de qué hay que proteger a la infancia?

MENORES, PORNOGRAFÍA Y CONTROL SOCIAL (III)
“Es un problema político el usar la repugnancia moral colectiva
para justificar el control de la vida privada en la red”, se afirmaba
en un texto publicado en el nº 88 de DIAGONAL, analizando una
reciente redada policial contra la pornografía infantil. El abordaje
del problema desde el binomio privado/público generó polémica.
Aportamos una profundización de las reflexiones iniciales.

07/01/09 · 17:01
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A veces uno ha de comenzar
justificándose para evitar
que se lea entre líneas lo
que no ha escrito en ninguna
parte. Es algo que procuro no
hacer, ya que provoca fácilmente un
efecto somnífero sobre la lectura.
La respuesta del colectivo Kontracorriente
al artículo firmado por
mí y titulado originalmente Pornografía
infantil y net-inquisición (publicado
en el nº 88 de DIAGONAL y
respondido en el nº 89), me obliga a
justificarme, pero no a rectificar. En
el artículo en ningún caso existía
una defensa velada de las “relaciones
sexuales de consentimiento” entre
niños y adultos, ni, desde luego,
trataba de considerar las relaciones
de abuso o explotación como algo
privado. Ni lo decía ni lo insinuaba
en ninguna parte.

Dicho esto, vuelvo a preguntarme
si cuando la Policía o la institución
judicial detienen y procesan a decenas
de consumidores de pornografía
infantil en internet, se está protegiendo
a quienes sufren algún tipo de violencia.
Al respecto, es necesario señalar
dos realidades distintas pero
ambas igual de preocupantes y macabras
en las que aquéllos padecen
una situación de desprotección.

Casa y vacaciones

Dice la Red de Ayuda a Niños Abusados
(RANA) que el 80% de las
agresiones sexuales a menores se
producen en el seno de la familia (La
Opinión de Málaga, 21/10/2008).
Casi todo el mundo conoce de cerca
a algún adulto que ha sufrido abusos
sexuales de niño y nos consta que,
además de producirse en el entorno
familiar, parientes o allegados que
tienen una sexualidad a priori ‘normal’
aprovechan el poder adulto y la
ambigüedad de las ‘relaciones de
confianza’ para cometer agresiones
que luego tendrán efectos profundos
y alargados en el tiempo. Es algo que
generalmente pasa desapercibido en
las sucesivas reformas de la Ley del
Menor, más preocupadas por endurecer
el trato de los ‘menores delincuentes’
que por proteger a los niños
allí donde son vulnerables.

A otra escala, sin que existan cifras
oficiales sobre cuántos turistas
españoles han cometido violaciones
y abusos de menores en destinos como
Latinoamérica o Asia en el marco
del denominado turismo sexual,
la Asociación Catalana de Apoyo a la
Infancia Maltratada calcula que serían
alrededor de 30.000. La misma
asociación indica que el motivo no
tiene por qué ser una particular
atracción sexual, “sino que muchos
utilizan los servicios de menores de
manera esporádica, escudados en estereotipos
falsos como que ‘en estos
países los niños maduran antes’ o
que ‘a estos niños y adolescentes les
haces un favor porque no tienen qué
comer”, (Levante-EMV, 10/11/2008).

Para proteger a quienes sufren
ese relativismo geográfico-moral
de una parte de nuestro ciudadano
medio, seguramente sería necesario
investigar qué rutas turísticas
facilitan el acceso al turismo
sexual con niños, de qué manera
quienes viajan contactan con ellos
y qué redes y agentes permiten
que funcionen de manera impune.
Eso requeriría una labor diplomática
seguramente conflictiva con
los países de destino, dedicar una
buena porción presupuestaria a
personal judicial y policial y, a la
larga, implicaría el descrédito moral
y social de ciertos itinerarios
turísticos. Algo que por ahora no
forma parte de las prioridades ni
del Ministerio del Interior ni del
de Exteriores o el de Turismo y
Comercio.

Proteger

Más cómodo, barato y menos conflictivo
que cuestionar lo que ocurre
en el seno de la familia o que
investigar y perseguir determinado
tipo de turismo es elaborar el
perfil de un enemigo: el pederasta
de la red. Basta con acumular las
direcciones informáticas de un
centenar de personas desde cualquier
despacho para ejecutar una
operación de efectos mediáticos
inmediatos y en la que se genere
ese clima tan querido por las doctrinas
neoconservadoras, donde la
‘seguridad’ (gracias a la Policía) y
el ‘pánico’ (a un ‘enemigo’ abstracto)
son casi lo mismo.

En realidad, estamos ante un uso
torticero de la ‘protección de los
menores’ para unos fines que nada
tienen que ver con evitar las violencias
a las que está sometida la infancia.
Se manipula la sensibilidad
social hacia esta cuestión para aumentar
la potestad de Policía y jueces
para intervenir en la red.
“Proteger a nuestros niños” es un
argumento tan efectivo o infalible
para justificar la arbitrariedad policial
y judicial como “defendernos
de los terroristas” o “liberar a las
mujeres iraquíes” para justificar
una invasión militar. Nadie puede
estar en contra de ninguno de estos
fines, pero tienen que demostrarnos
que realmente están haciendo
eso y no otra cosa.

Parafernalia

En esa figuración del nuevo monstruo
que es el pederasta de internet,
se abre camino, además, una
percepción y una conciencia equivocadas
sobre el asunto, que recuerdan
algunos tópicos que pensábamos
superados. Durante un
tiempo fue un lugar común considerar
que el maltrato y el abuso de
menores era algo propio de las ‘clases
bajas’, un fruto de la ‘incultura’.
Igualmente, para el imaginario popular,
homosexualidad y pederastia
también fueron conceptos emparentados
hasta no hace tanto, ya
que se consideraba que la homosexualidad
conllevaba una sexualidad
compulsiva e incontrolada.

Hoy, la persecución del pedófilo
en internet y toda su parafernalia
mediático-espectacular va camino
de socializar la idea de que el peligro
para los menores no está en
las relaciones sociales o de género,
sino que reside en aquellos ‘seres
anómalos’ que tienen ‘deseos
anormales’.

Es el poder

El feminismo nos ha enseñado que
la violación de una mujer no es fruto
del deseo, y, de la misma manera,
quien abusa de un menor no lo
hace por atracción sexual. El padre,
el vecino, el marido, el turista…,
cualquiera de ellos comete una
agresión, entre otras cosas, porque
su posición y el contexto que lo rodea
lo permiten. Y da igual cuáles
son sus fantasías, qué tipo de literatura
o cine consumen ni qué descargan
o distribuyen desde su disco duro.
Es el ‘poder’, en su más amplio
sentido, y no los deseos.

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