En los últimos tiempos, rara es la semana en la que no se recoge la presentación de un nuevo partido político, el avance de propuestas o procesos llamados “constituyentes” o la apelación de sindicatos y partidos 'de siempre' a encabezar el protagonismo social que viene emergiendo de las mareas de protesta y los 15M –sus asambleas y sus coletazos–. ¿Son éstas apuestas que van en la línea de la radicalización o realización de la democracia que está en las calles? ¿Hasta qué punto podemos afirmar que atravesamos una 'transición inaplazable'?
En los últimos tiempos, rara es la semana en la que no se recoge la presentación de un nuevo partido político, el avance de propuestas o procesos llamados “constituyentes” o la apelación de sindicatos y partidos 'de siempre' a encabezar el protagonismo social que viene emergiendo de las mareas de protesta y los 15M –sus asambleas y sus coletazos–. ¿Son éstas apuestas que van en la línea de la radicalización o realización de la democracia que está en las calles? ¿Hasta qué punto podemos afirmar que atravesamos una 'transición inaplazable'?
Desde mediados de los '90 están floreciendo nuevas formas y nuevas herramientas de movilización social. En ellas se revisita la política –lo común o lo público, el poder estructurado, las agendas e imaginarios sociales– a través de lo político –lo próximo, las herramientas y el poder más cotidiano–. El 15M ha sido aquí el exponente más atronador, pero no conviene olvidar el reguero de protestas que, desde hace un par de décadas y en múltiples rincones del planeta, viene impugnando las democracias autoritarias desde una hipersensibilidad frente al poder. "El 15M
ha sido aquí el exponente más atronador, pero no conviene olvidar el
reguero de protestas que viene impugnando las democracias autoritarias "Recientemente, y desde contextos que obligan a lecturas particulares, la rebeldía entendida como autonomía y sed de protagonismos sociales atravesó pueblos, asambleas y plazas en la primavera
árabe-africana, en los territorios del Cauca colombiano, en las
concentraciones de Y en marre en Senegal, en las propuestas de una democracia radical en India, en el fenómeno de protestas que se ilusionó con Occupy Wall Street y los “indignados” del mundo en octubre de 2011, entre otros. No tan lejos, en 1994, el alzamiento de los y las zapatistas en Chiapas, los ecos europeos de la campaña 50 años Bastan frente al Banco Mundial o las acampadas 0,7% en el Estado español. También tenemos muestra de esa nueva cultura política, con sus múltiples variantes, y con algunos ciclos de protesta compartidos alrededor del cambio de siglo: el llamado “movimiento antiglobalización” o las protestas contra la invasión de Irak. Son nuevos movimientos globales que centran, organizan y filtran gran parte de su crítica y de su forma de hacer a través de democracias de alta intensidad. Toda una nueva cultura de movilización a la que internet y otras nuevas tecnologías acuden como energía retroalimentadora.
Pues bien, las nuevas formas de protesta se han anclado fuertemente en necesidades y experiencias muy sentidas y compartibles, muy ancladas en lo político. Y han empujado socialmente, y se han retroalimentado, mediante la puesta en marcha de otras economías, más sustentables, participativas, arraigadas en proximidades, nutriéndose de poca mercantilización y mucha cooperación. 15M y economías de los bienes comunes representan dos patas de una cultura de transformación social que prende en nuevas generaciones y atrae a desencantadas con fórmulas ejecutivistas. Y sucede, en estos instantes, que están moviendo el piso a otras dos patas del hacer político, particularmente en países del centro. Es el caso de los partidos y la entrada en juegos de poder institucional. Alcanza también a la institucionalización del movimiento obrero, promoviendo en sectores críticos, y en entornos laborales en general, debates en entornos laborales de cómo será un sindicalismo social –y ecopolítico– que detenga fábricas sociales y cadenas de consumismo.
Reinventar los partidos
En este contexto, saltan a la arena propuestas de 'reinventar' los partidos políticos. Es el caso de lo que denomino partidos-ciudadanía: los Partido Pirata, los gérmenes organizativos de “asambleas constituyentes”, el Movimiento 5 Estrellas en Italia, las agrupaciones locales independientes de carácter crítico en este país, incluso diría los bloques de izquierda más movimentistas –Syriza en Grecia–, o de carácter territorial-asambleario –caso de las CUP en Catalunya–. No practican la “anti-política”. Hacen política desde bases que afianzan lo político, desde una hipersensibilidad frente al poder a través de asambleas y redes horizontales, todo ello en diverso grado, pero sí apuntando hacia estrategias –dentro y fuera del partido– de protagonismo social y fuerte crítica de la agenda neoliberal y del poder de los mercados.
¿Son los partidos del futuro? No lo sé, pero sí resuenan en ellos las propuestas de radicalizar la democracia, de facilitar el protagonismo social y de ahí que puedan ser mimbres de cambios más importantes en la arena institucional. Eso no impide reconocer a primera vista que hereden viejas –y limitadoras– fórmulas o que caminen desde apuestas de alta intensidad –democrática, de crítica del capitalismo y del patriarcado, de superación de la vieja política– que vean difícil llegar a ser compartidas, o visibilizadas siquiera, para el grueso de la ciudadanía. Así, los partidos Pirata o iniciativas novedosas como el Partido X se escoran hacia el método –liberal– de entender, al menos de enfatizar, la política como acceso, y no como contenido social incluyente, ejercicio de deliberación y (auto)gobierno. En Italia, las asambleas se disputan la referencia social con el liderazgo de Beppe Grillo, algo similar a lo que sucedió con algunas candidaturas protagónicas en Islandia como el Mejor Partido dinamizado por un escritor que se sitúa en tradiciones libertarias. Agrupaciones locales o las CUP enfrentan retos de 'escala': cómo operar en territorios institucionales alejados de prácticas y lógicas asamblearias y cómo no desgastarse en ese esfuerzo que exigen democracias y procesos de alta intensidad –transformadora y deliberativa–. Y, finalmente, los procesos constituyentes vuelven a presentarnos los partidos como la solución para un nuevo gran pacto social, sin valorar que se necesitan nuevos instrumentos –políticos, sindicales– y nuevos empujes sociales –mareas y economías propias– para hacer real cualquier pacto y no basta una mera declaración de intenciones.
Pero lo que es seguro es que los partidos-ciudadanía vienen para quedarse, en el sentido de que el protagonismo social y la reclamación de derechos frente a la depredación de deudocracia se situarán en el centro de la política. Lo saben partidos de lógicas más clásicas y que se sitúan a la izquierda en el espectro ideológico. Pero, salvo excepciones, la gestión mejorada de lo que hay es más el referente de actuación en grupos como Izquierda Unida, incluso en Bildu. Y la izquierda más radicalizada fuera del parlamento se radicaliza en términos de programa político, no de deliberación, diversidad y democratizaciones internas. Las viejas formas que no se adapten, podrán sobrevivir desde el marketing político, posiblemente. Pero sólo como apéndices de las maquinarias hegemónicas que sostienen la agenda neoliberal.
¿Vivimos una transición? Los límites ambientales y energéticos darán una vuelta de tuerca a la deslegitimación de tanta depredación de recursos, de derechos y de protagonismo social.
Puede que asistamos a una transición humana, de radicalización de la democracia. O puede que se apueste, por parte de las élites, por forzar los cierres autoritarios desde arriba. Difícil mantenerse en medio, equidistante, ante la subida del desempleo, las rupturas de lazos sociales, las dificultades para encontrar una vida digna, un poco de apoyo social. Creo que sí, que el sistema asiste a una “bifurcación”: vivimos una transición civilizatoria, en muchos frentes, y ésta es inaplazable.
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