País Vasco y Honduras
 
, del Instituto Complutense de Estudios Jurídicos Críticos y de CEPS
31/07/09 · 16:57
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La Constitución española de 1978 y la de Honduras de 1982 tienen parecidos notables. En ambas se establece un procedimiento relativamente sencillo para que los poderes constituidos –en último término, los partidos– puedan modificar sus textos en numerosas aspectos –en Honduras, en más de 20 ocasiones–, pero ambas han tratado de dejar las cosas “atadas y bien atadas” en lo que consideran sus decisiones esenciales, convirtiéndolas, en la práctica, en constituciones inmodificables, en ‘constituciones inmunes a la participación’. Esta concepción de la Constitución como barrera frente a la participación ha tenido que ser superada en casi todos los procesos de transformación social emprendidos en Latinoamérica, empezando por el Movimiento por la Séptima Papeleta en Colombia, en 1990, y concluyendo, sin éxito por el momento, en Honduras. La legalidad formal de normas de escaso calado democrático –elaboradas con más o menos secreto por expertos o cúpulas de partidos, pero, en cualquier caso, dejando fuera al pueblo– se ha levantado como una última barrera de contención frente a la tentación de despertar la potencia democrática de la nación. En Honduras, los partidos, las instituciones del Estado, los medios de comunicación, los ‘intelectuales’, la Iglesia, el Colegio de Abogados y las Fuerzas Armadas han corrido en defensa de la sacrosanta legalidad constitucional. ¿Qué había hecho el presidente Zelaya? Convocar una encuesta –no vinculante– en la que se preguntaba a la población si deseaba ser preguntada. Más allá de las abrumadoras consecuencias que para Honduras y Latinoamérica tiene esta reedición del golpismo militar, toda la historia tiene un lamentable aire de familia. El Parlamento vasco aprobó el 27 de junio de 2007 la Ley de Convocatoria y Regulación de una Consulta Popular en la que se proponía preguntar –sin carácter vinculante– si “¿Está usted de acuerdo en que los partidos vascos, sin exclusiones, inicien un proceso de negociación para alcanzar un Acuerdo Democrático sobre el ejercicio del derecho a decidir del Pueblo Vasco, y que dicho acuerdo sea sometido a referéndum antes de que finalice el año 2010?”. La pretensión era, aquí, mucho más modesta: se preguntaba si la población estaba de acuerdo en que se le preguntara aquello que quisieran preguntarle los partidos vascos. Era evidente que corría peligro el Estado de derecho. También aquí las instituciones cerraron filas y el Gobierno, el Consejo de Estado –Dictamen 1.119/2008, de 3 de julio–, los intelectuales y académicos y, como salvador final, el Tribunal Constitucional, acudieron al rescate de la democracia. La Ley del Parlamento vasco habría sido aprobada con un procedimiento inadecuado, el Parlamento vasco carecería de competencias para preguntarle a alguien si quiere que le pregunten, y las decisiones que se adoptaran –en un perfecto acto de presciencia, puesto que se votaría aquello que acordaran los partidos, cosa que todavía no ha sucedido– violarían, sin duda, el texto constitucional. Durante meses se advirtió al lehendakari de que cometería un delito si convocaba el referéndum. El hoy presidente golpista Roberto Micheletti fue el primero en advertir al presidente Zelaya de que cometería un delito si seguía adelante con su encuesta. Como sucede con frecuencia, el alumno exageró la enseñanza del maestro: para salvar la democracia basta con impedir que se pregunte a la población si quiere que le pregunten, no parece imprescindible secuestrar y expulsar del país a quienes lo intenten.
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Pablo Pino
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