El Gobierno español asumirá en 2010 la presidencia
de la UE. Si las élites dirigentes piensan a nivel europeo
y mundial, no está tan claro que los movimientos
sociales sigan apostando fuerte por estrategias a
nivel continental. Aportamos dos respuestas al texto
de Toni Negri publicado en el nº 85 de DIAGONAL .
Toni Negri vuelve a la carga
sobre la ‘cuestión europea’
y lo hace un par de años
después de que su posición,
explícita y heréticamente favorable
al TCE –la mal llamada ‘Constitución
europea’–, causara gran revuelo en
las filas ‘bienpensantes’ de la extrema
izquierda. Por aquel entonces,
sus palabras sorprendieron a propios
y extraños, pero la comprensión de
sus argumentos fue sin duda un aliciente
para pensar más allá de ciertos
esquemas preconcebidos. En esta
ocasión, sin embargo, llueve sobre
mojado y los argumentos del filósofo
nos llegan precedidos de su actuación
al servicio de socialistas y verdes
franceses en la contienda electoral
del referéndum francés de 2005.
Su posición parte de un diagnóstico
en buena medida acertado, pero
fracasa en su diseño estratégico al
confrontarse con la política del movimiento
europeo –sus redes, repertorios,
argumentos, etc. La razón seguramente
radique en una praxis alejada
de las redes de activistas a las que
se acusa de europeísmo insuficiente,
pero a las que, paradójicamente, no
se deja de apelar para que se sumen
al proyecto constitucional de las elites.
A estas alturas no parece, empero,
que la táctica del “a dios rogando
y con el mazo dando” sea precisamente
la más afortunada. Entre otras
cosas porque los errores tácticos de
Negri están haciendo el agosto de la
extrema izquierda conservadora a la
que acusa, con razón, con palabras
como éstas: “Estos partidos y partidillos
[el Nuevo Partido Anticapitalista
(NPA) de Besancenot y Die Linke de
Lafontaine] no han dejado de ser republicanos,
corporativos y, cuando
no lo son, consideran que sólo pueden
reproducirse sobre una base nacional
y que sólo dentro de esas dimensiones
pueden construir un programa”.
Vayamos por partes, pues la complejidad
del debate requiere un esfuerzo
importante para ir más allá
del maniqueísmo. En primer lugar,
Negri tiene toda la razón cuando critica
al Partido (Die Linke) y al partidillo
(la LCR y su apéndice, el NPA)
de aspirar a reproducirse únicamente
a partir de una ‘base nacional’. Este
argumento, rebatido con ardor
desde las filas del ‘internacionalismo
proletario’, olvida, por una parte, lo
que ha sido la transformación de la
composición de clase de las últimas
décadas –en dos palabras: el reemplazo
del proletariado por el precariado–
y, por otra, la obsolescencia
del Estado nacional. Después de todo,
el ‘internacionalismo’ de uno u
otro cuño no deja de ser lo que su
nombre indica: un ‘nacionalismo entre
nacionalismos’, esto es, la voluntad
de articularse organizativamente
desde el Estado nacional como referente
–incluso cuando sólo es un referente
negativo.
En el ‘no’ de esta extrema izquierda
al TCE puede leerse sin problemas
una doble voluntad de mantener,
por una parte, la hegemonía para
las figuras del trabajo fordista sobre
la política del movimiento y, por
otra, la inequívoca intención de articular
Europa desde el Partido –operativo
a nivel del Estado nacional–.
Las estructuras organizativas de la
Conferencia de la Izquierda Anticapitalista
Europea o del Partido de la
Izquierda Europea constituyen buenos
ejemplos de esto último. El análisis
de la composición social de las organizaciones
mencionadas despejaría
dudas acerca de lo primero.
El principal problema de Negri es
que desde la tribuna de socialistas y
verdes no puede contraponer una alternativa
mínimamente convincente.
Huelga decir que aparecer en la esfera
pública de la mano de quienes han
contribuido, por activa y por pasiva,
a la precarización de Europa no es
precisamente la mejor tarjeta de presentación
ante las redes de activistas
a las que se quiere ganar para la propia
causa. Más aún cuando se trata
de un proyecto de la UE, agencia
donde las haya responsable de las
políticas neoliberales y el cercenamiento
tecnocrático de la política.
En segundo lugar, Negri falla
igualmente al contraponer el liberalismo
de las elites europeas al republicanismo
de la extrema izquierda
conservadora. Proponer aceptar al
primero y su tentativa constitucional
como mal menor de forma beligerante
y sin una maduración suficiente
del debate, dejándose cuando no
arrastrar por la lógica deliberativa
diádica y simplista del referéndum,
no parece que sea la mejor manera
de contribuir a la articulación de una
esfera pública europea movimentista
y, por ende, autónoma del entramado
institucional de Bruselas. Por el
contrario, la crítica del republicanismo
del Partido-Estado que se encuentra
en la genealogía ideológica
jacobina, blanquista, leninista y trotskista
requiere de la comprensión del
complejo y dinámico entramado del
antagonismo europeo. En las actuales
circunstancias, cuando desde el
movimiento se sabe que se pueden
ganar referéndums y se recombinan
ya las estrategias, Negri haría mejor
en aplicarse a concretar una alternativa
constituyente que no a defender
la constitución formal de la UE. Sobran
defensores de la Europa del capital
y falta inteligencia en la articulación
de una res publica para la Europa
global. El poder constituyente o
surge desde abajo o no surge. Como
Negri dijo en su día: “Nos toca acelerar
esta potencia y, en el amor del
tiempo, interpretar su necesidad”.
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