Movimientos sociales y elecciones



El debate que acertadamente
se ha abierto en las páginas
de DIAGONAL no es nuevo,
ni se va cerrar próximamente
con un gran acuerdo entre las distintas
visiones existentes en el disperso
mundo de eso que se ha dado
en llamar la izquierda alternativa.
Después de cada cita electoral,

29/05/08 · 0:00
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El debate que acertadamente
se ha abierto en las páginas
de DIAGONAL no es nuevo,
ni se va cerrar próximamente
con un gran acuerdo entre las distintas
visiones existentes en el disperso
mundo de eso que se ha dado
en llamar la izquierda alternativa.
Después de cada cita electoral,
donde la izquierda –lo que está más
allá de la socialdemocracia, para entendernos,
al menos de entrada– no
sólo sufre un retroceso en los resultados,
sino que se ve inmersa en una
nueva crisis que le va restando argumentos
y credibilidad, suelen producirse
los habituales llamamientos a
la reflexión y a la refundición de esa
alternativa que, uniendo a todos los
sectores extraparlamentarios, sea
capaz de ofrecer un programa
transformador a la sociedad.

Voluntariosas

Mal comienzo, por tanto, que las iniciativas
por una izquierda plural y
alternativa surjan como desesperada
estrategia para entrar en unas
instituciones –parlamentos, diputaciones,
gobiernos autonómicos,
ayuntamientos, etc.– cuando ya se
ha visto reiteradamente que el electorado
no suele contar con esas candidaturas
tan voluntariosas como
condenadas al fracaso.

Y digo mal comienzo por dos razones.
La primera porque dichas iniciativas
no son consecuencia de la
reflexión y el debate, sino de la necesidad
de sumar ideas y proyectos que
seguramente no han acercado lo necesario
sus posiciones ni vencido las
típicas y tópicas ansias de poder,
aunque el poder que repartir sea tan
raquítico como lograr alguna alcaldía
o ser fuerza bisagra en un par de
autonomías. Por eso seguramente
han fracaso todas las izquierdas unidas,
las coaliciones de verdes, rojas y
violetas o esas candidaturas la mar
de autónomas.

La otra razón es mucho más ideológica
y hasta lógica. Por muchas
ganas que la mayoría de grupos de
la izquierda extraparlamentaria y
algunos militantes de los movimientos
sociales tengan de fundar
algo grande y novedoso, que ilusione
a la gente activa y luchadora y la
arrastre hasta las urnas, es evidente
que no todo lo que se mueve al
margen de la política institucional
es susceptible de ser encuadrado
en un partido o movimiento cuyo
objetivo más real no es otro que entrar
a formar parte de los diferentes
órganos de poder –sí, ya sé que
de forma crítica y participativa, pero
esas mismas fueron las promesas
de los Verdes en Alemania, y
¡hay que ver en lo que han acabado!–.
En este país tenemos dos
ejemplos claros de movilizaciones
en las que algunos han visto un
enorme vivero de votos: las de los
‘80 contra la OTAN y el rechazo generalizado
a la invasión de Iraq.

Manipulaciones

Si nos vamos un poco más atrás en
las páginas no escritas –pero ilustrativas–,
de nuestra memoria histórica
reciente, veremos multitud de
ocasiones en que cuando un movimiento
espontáneo y participativo
alcanzaba fuerza y protagonismo
en la sociedad, siempre había algún
partido que intentaba sacar su tajada.

A partir de ahí las manipulaciones,
desmovilizaciones y desencantos
estaban servidos. Así sucedió y
así lo podemos explicar los que ya
peinamos venerables canas con las
originales Comisiones Obreras, con
el movimiento vecinal de los años
‘70, con parte del ecologismo y con
cualquier iniciativa popular en la
que los políticos –parlamentarios o
no– han visto la posibilidad de erigirse
como guías y portavoces.
Personalmente me parece legítimo
que quienes creen en la política
parlamentaria intenten salvar sus
históricas y, en algunos casos, mezquinas
diferencias, de tal forma que
todos estos grupos e individualidades
puedan concurrir en listas unitarias
a las elecciones que deseen.
Seguramente ese acuerdo supondría
una bocanada de aire fresco
para el apolillado panorama político
nacional, y una oportunidad de
que miles de electores pudieran
dejar de tener el corazón ‘partío’
entre dos candidaturas –PP y
PSOE– cada día más parecidas.

En lo que no puedo estar de acuerdo,
como veterano y resabiado militante
del mundillo libertario, es en
que cada vez que se propone esa
aplazada refundición de la izquierda
más roja y más de todo, se esté pensando
en incluir en ella no sólo a los
partidos y grupos políticos, sino muy
especialmente a los movimientos sociales,
que –digámoslo claro– son los
que tienen la militancia más activa,
las ideas más frescas y la simpatía de
amplios sectores de la población.

Refractarios

Y es que, desde siempre, existe la
falsa creencia de que los movimientos,
las luchas autónomas y autogestionarias,
son unas manifestaciones
originales e incluso positivas, pero
tienen el defecto de que suelen carecer
de una dirección, de un núcleo
dirigente que los guíe. Esta visión es
de un marxismo de lo más ortodoxo,
pero lamentablemente suele afectar
también a grupos que dicen haber
superado ya esa etapa del materialismo
histórico, y hasta critican al
viejo PCUS. De ahí a creerse los elegidos
para conducir a esos movimientos
tan simpáticos por el buen
camino sólo hay un paso… y me da
la impresión de que alguna gente ya
lo ha dado. Lo peor que le puede ocurrir
a una experiencia tan plural,
tan dinámica, tan cambiante como
los movimientos sociales es que se
intente encorsetarlos y conducirlos a
una aventura tan arriesgada y de tan
dudoso éxito como la vía del parlamentarismo.
Sobre todo cuando una
parte significativa de la gente que trabaja
y sostiene todas esas luchas y
movimientos es bastante refractaria
a todo tipo de políticas electoralistas.
Si de verdad se quiere potenciar
toda la riqueza que encierran los movimientos
sociales, lo mejor que se
puede hacer es apoyarlos; participar
de sus proyectos y luchas, convivir y
experimentar sus ideas y nuevas formas
de vida, dejando cada cual su
militancia política para cuando se
reúne con sus camaradas de célula
o como quiera que se llamen ahora
esos círculos políticos.

Si la izquierda alternativa quiere
conseguir votantes, los tiene que buscar
entre la gente que vota; que vota,
pero que está cansada de tener que
votar siempre a los mismos que ya le
han traicionado varias veces.
Pero hay un amplio sector de gentes
que sentimos un cierto recelo hacia
las urnas, porque en lo que creemos
es en la acción directa, en la lucha
de cada día, en la capacidad revolucionaria
de los pequeños cambios,
de las pequeñas victorias; en la
autogestión de los espacios. Desde la
óptica libertaria no se comparte esa
ilusión por el voto, pero respetamos
que haya gente que todavía cree en
su discutible utilidad. Podemos trabajar
en las luchas en las que coincidimos.
Lo que ya no compartimos ni
nos parece ético es que se quiera
aprovechar el potencial de lo alternativo
con fines partidistas.

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