A lo largo de la historia ha habido momentos de crisis que han dado paso a procesos revolucionarios en los que no sólo se ha avanzado en derechos existentes sino donde incluso se han instituido nuevos. Pero también ha habido muchas otras épocas de crisis donde se han borrado de un plumazo derechos y libertades que se creían consolidados y profundamente arraigados en la sociedad.
A lo largo de la historia ha
habido momentos de crisis
que han dado paso a
procesos revolucionarios
en los que no sólo se ha avanzado en
derechos existentes sino donde incluso
se han instituido nuevos. Pero
también ha habido muchas otras
épocas de crisis donde se han borrado
de un plumazo derechos y libertades
que se creían consolidados y
profundamente arraigados en la
sociedad.
La reciente aprobación de la directiva europea que recorta aún más derechos de los inmigrantes y los episodios de agresiones racistas impulsadas por el Gobierno italiano contra personas y comunidades, por citar sólo dos ejemplos, parecen más bien una señal de la segunda alternativa y no de la primera.
Modelo suicida
Hubo un tiempo donde creímos que
el problema era que la gente ‘no sabía’
–no sabía, por ejemplo, que las
multinacionales violaban derechos
humanos y gobernaban más que los
Estados. Pero con los movimientos
antiglobalización, y con internet, el
planeta entero ‘supo’: ¿queda alguien
en el Estado español que no sepa que
los inmigrantes no sólo son seres humanos,
sino que además realizan los
trabajos más duros y peor pagados,
a la vez que, mientras aumenta la
precariedad general, los directivos
de multinacionales cobran cada vez
más? Sin embargo, ninguna masa
social ataca a los directivos y en una
reciente encuesta de El País –por citar
sólo una–, el 80% de los encuestados
opinaba que el Estado español
debe sumarse a la directiva europea.
Parece que la conciencia freudiana
es insuficiente, conocer las causas
del trauma no cambia casi nada, así
que habrá que plantearse seriamente
cómo intervenir, más allá de la denuncia,
en la inercia de un modelo
que se sabe suicida y agotado. De hecho,
ya son varios los colectivos que
se están planteando que no podemos
limitarnos a repetir “ninguna persona
es ilegal” hasta quedarnos solos,
sino que hay que fijar metas y pasos
concretos a dar.
Eso lleva a plantearnos, como movimientos,
que ya no se trata de insistir
en que el sistema es insostenible – eso ya se dice hasta en las tertulias
de los principales medios de comunicación–,
sino de empezar a
orientar nuestros análisis y prácticas
a cómo hay que organizarse ante la
crisis. Porque más que en cualquier
otra cosa, donde el capitalismo ha
triunfado es en la propagación del virus
de la peor versión jerarquizada
del individualismo y un cierto nihilismo
soterrado: “Puede que el planeta
acabe reventando y precisamente
por eso lo primero somos mi familia
y yo”. En este mundo en el que
múltiples dominaciones invisibilizadas
nos atraviesan, la arbitrariedad
campa a sus anchas. Cuando las
personas se sienten inseguras y tienen
miedo son capaces de los actos
más heroicos pero también de los
comportamientos más infames. Ydemasiados ejemplos tenemos de lo
segundo como para ignorarlo.
Si estalla la peor cara de la crisis
y empezamos a ver cómo nuestros
vecinos señalan al más débil a modo
de chivo expiatorio de sus males –y eso ya está sucediendo con los
inmigrantes–, como movimientos,
¿qué vamos a hacer?
Malestar social
Sabemos pues que en el contexto de
crisis (paro, hipotecas impagadas,
subida de los alquileres, los alimentos,
del combustible, etc.) las versiones
más incómodas del malestar social
tienen muchas probabilidades
de darse. Y tenemos también “rutinas
movimentistas” (Estebaranz) a
las que les cuesta conectar con el malestar
social, a la vez que somos conscientes
de que esa conexión es imprescindible
para generar la masa
crítica necesaria que decante la crisis
hacia un escenario de ampliación de
derechos y no lo contrario. Ante este
panorama, las propuestas de mis
compañeros precedentes en el debate,
como la “institucionalización autónoma”
(Rota) o la “territorialización
del conflicto” (Bonet), me parecen
interesantes pero insuficientes.
Hay que apostar, esta vez en serio,
por romper con las fronteras del gueto
movimentista, sin que esto suponga
renunciar a los grupos de afinidad.
O empezamos a mezclarnos con
la complejidad y la impureza del
mundo en el que vivimos –asumiendo
que también somos ese mundo
impuro–; o nos quedaremos fuera del
tablero de juego, asistiendo impotentes
a la adopción de políticas cada
vez más autoritarias que contarán
con un amplio consenso social.
Todo el mundo coincide en destacar
el movimiento por el derecho a
una vivienda digna como uno de los
fenómenos de politización del malestar
más interesantes de los dos últimos
años. Desde el ámbito activista
se destacan los límites de ese movimiento,
básicamente el no saber superar
la fase de movilización fijando
nuevos objetivos. Y esos límites son
ciertos, pero ¿qué papel han jugado
los movimientos sociales en ese proceso?
Yo diría que han contribuido a
esos límites no sabiendo mezclarse,
situándose en un afuera: cuando surgió
la primera convocatoria a través
de un mail anónimo, casi nadie del
ámbito movimentista le dio crédito;
tras las primeras convocatorias en el
mejor de los casos hubo una actitud
de indiferencia y, en muchos otros,
un desprecio vanguardista. Y cuando
algunos movimientos se acercaron,
sobre todo a partir del momento
de crecimiento de las movilizaciones,
fue casi siempre para condicionar,
cooptar y aleccionar, en lugar de
respetar, mezclarse y fortalecer. De
estos errores habría que aprender,
superar de una vez por todas la autorreferencialidad
y, sin buscar protagonismos
identitarios, potenciar y
mimar todos aquellos espacios, sean
viejos o nuevos, propios o ajenos,
donde recomponer las relaciones sociales
frente a la atomización y el sálvese
quien pueda.
Eso no quiere decir que no tengamos
que seguir fortaleciendo nuestras
teorías críticas ni dejar de apostar
por construir alternativas que demuestren
que se pueden hacer las
cosas de otra manera. Todo el trabajo
realizado hasta ahora de reflexión,
elaboración y experimentación
no sólo será útil sino necesario.
Pero todo ese bien común acumulado
servirá si se acompaña de una acción
política cada vez más inclusiva,
permeable, interactiva y compleja…
o fracasará, sobre todo en tiempos
de crisis. Sirva de ejemplo el debate
entre supervivencia y sostenibilidad
al que hace referencia Estebaranz,
un debate incómodo y difícil, pero
inevitable. Si nos limitamos a repetir
la necesidad de un modelo energético
más sostenible y renunciamos, no
sólo a comprender, sino a mezclarnos
con los temores de amplias capas
sociales ante las incertidumbres
que genera el cambio de modelo, estaremos
renunciando a incidir en la
realidad. En otras palabras, ¿qué es
más estratégico?: ¿manifestarnos
unos pocos centenares frente a la
cumbre del petróleo, o entrar a debatir
con la reciente huelga de transportistas
la falsa tensión entre cambio
de modelo energético y pérdida
de derechos? Si la próxima vez se lograra
una alianza –concreta, no abstracta–
de movimientos ecologistas
con transportistas, con la reivindicación
de un cambio de modelo energético
que incluya los derechos de
salario y vida digna, no sólo descolocamos
al poder, sino que podría desencadenarse
algo imparable. Y esta
vez en sentido positivo.
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