En los últimos meses, un
fantasma recorre Europa:
la protesta social contra
las políticas de austeridad
y de recortes de derechos sociales.
Miles de personas se han echado a
la calle exigen que la crisis la paguen
los responsables y no las víctimas.
Y aunque el apoyo a las manifestaciones
ha sido irregular, la
indignación social no ha dejado
de extenderse por todo el continente.
No han faltado, no obstante,
las voces que, desde diferentes espacios
En los últimos meses, un
fantasma recorre Europa:
la protesta social contra
las políticas de austeridad
y de recortes de derechos sociales.
Miles de personas se han echado a
la calle exigen que la crisis la paguen
los responsables y no las víctimas.
Y aunque el apoyo a las manifestaciones
ha sido irregular, la
indignación social no ha dejado
de extenderse por todo el continente.
No han faltado, no obstante,
las voces que, desde diferentes espacios
políticos, económicos y mediáticos,
han pretendido decretar la
inutilidad de la resistencia y exigir
un ejemplar golpe de autoridad.
Primero fue Grecia. El Gobierno
no ha dado el brazo a torcer y ha intensificado
la represión, que cuenta
en su haber con tres muertos y centenares
de heridos y detenidos.
Hace poco llegó el turno de Francia].
Sarkozy ha anunciado un severo
plan de austeridad franco-alemán
y ha lanzado a los gendarmes
a las calles. En un abrir y cerrar de
ojos, la cifra de arrestados se ha disparado
hasta alcanzar casi las 2.000
personas. En un país cuyo régimen
de detención en las comisarías ha
sido recientemente condenado
(STEDH, 14/10/2010) por el Tribunal
de Estrasburgo y se encuentra
bajo el escrutinio del propio Tribunal
de Casación francés.
En el caso español, las protestas
no fueron ni la mitad de intensas
que en Grecia o Francia. Pero ha
bastado que una huelga general –la
del 29-S– tenga más éxito del esperado,,
para que la patronal, la derecha
política y ciertos grupos mediáticos
hayan pretendido reducirla a
un simple ejercicio de vandalismo
protagonizado por sindicalistas y
antisistemas que amenazan gravemente
el Estado de derecho.
Equiparar violencias
El despropósito de esta operación
parece fuera de duda. Como derechos
de conflicto, la huelga, la manifestación
o la protesta en general
bien puedan afectar a derechos de
terceros e incluso derivar en ejercicios
innecesarios de violencia. Pero
ello no autoriza a colocar un contenedor
quemado, o el cristal roto de
una tienda, en el centro del debate
público, como si la violencia aislada
sobre las cosas pudiera equipararse
con la enorme violencia rutinaria
que las políticas de despidos, de
desalojos y de rescate incondicionado
de bancos y entidades financieras
suponen para la mayoría de
la población. Por gratuita, en efecto,
que pueda parecer, la violencia
de los más vulnerables en defensa
de derechos generalizables no puede
colocarse a la altura de la que los
más fuertes ejercen para apuntalar
privilegios excluyentes.
Reducir la protesta social a salvajismo,
cuando no a un acto de peligrosa
delincuencia, no sólo es una
maniobra eficaz para despojarla de
legitimidad. Al mismo tiempo permite
ocultar la violencia pública y
privada que hay detrás de las políticas
en curso. Y allanar el camino
para una reacción punitiva que exija
la contundencia policial, el eventual
endurecimiento de códigos penales
ya suficientemente rigurosos
e incluso, como se ha visto estos días
en Barcelona, el cierre de medios
de comunicación acusados de antisistema.
Lo cierto, sin embargo, es
que cuando los mercados se encuentran
sobrerrepresentados en el
ámbito institucional, cuando las
medidas antisociales se aprueban
por vías jurídicas de excepción, sin
prácticamente debate alguno, o
cuando los medios para expresar
las disidencias son escasos, la protesta,
incluso la ejercida con ruido,
debería verse como uno de los pocos
instrumentos capaces de dar a
los más vulnerables una voz audible
en el espacio público.
Proyectos antagónicos
En el conflictivo escenario que como
un reguero se expande en estos
días, dos proyectos de Europa están
en liza. Uno, el del despotismo
financiero y el ajuste neoliberal, lleva
la semilla de un futuro lúgubre y
represivo, acaso antieuropeo. El
otro, el de la Europa movilizada en
defensa de los derechos sociales y
los bienes públicos, contiene en
cambio la promesa de una alternativa
igualitaria y democrática al
desorden actual, dentro y más allá
de las fronteras estatales. El imperativo
ético político de los tiempos
por venir no puede ser otro que
preservar esta Europa indómita de
la fragmentación social y la criminalización.
Y hacerle espacio. Y
conseguir que dure.
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