La necesidad y oportunidad de un acuerdo en Euskadi

RECONFIGURACIÓN DEL ESTADO

El conflicto armado en Euskal Herria, su posible solución negociada y las propuestas de reformas estatutarias son reflejos de la dificultad de sectores de la población para sentirse partícipes de ‘la idea de España’ y de los límites de las autonomías. Siguen sin resolverse cuestiones constituyentes: ¿Se trata de una segunda Transición? ¿Quiénes son los sujetos de decisión? ¿Qué es la soberanía (Europa, lo local...)? ¿Qué actitud debe tomar la izquierda -‘española’ o nacionalista- transformadora?

20/02/06 · 23:34
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Hace tiempo que los analistas
más sensatos consideran
agotadas las posibilidades
de llegar a un
final del llamado conflicto vasco
por la vía militar, o la derrota, de
uno de los bandos en conflicto. Ésta
ha sido la apuesta de unos y otros
a lo largo de cuatro largas décadas
de sufrimiento, sin que el Estado
haya dado síntomas de debilidad,
ni la organización ETA, a punto de
ser derrotada en múltiples ocasiones,
haya terminado de desaparecer,
y a la que esos mismos que la
consideran en su momento más débil
atribuyen la dirección de amplios
movimientos sociales vascos
(véase el sumario 18/98).

Una pacificación justa
En el seno de la sociedad vasca, y
en la práctica totalidad de sus partidos
políticos y organizaciones sociales,
se ha asumido la necesidad
de abordar el final de un conflicto y
el sufrimiento que lo ha acompañado
en estos dilatados años, con la
búsqueda de una pacificación justa
en la que todos los actores sientan
que ganan algo. También se ha
consolidado como patrimonio común
la vía del diálogo sin exclusiones,
imposiciones ni vetos, como
metodología adecuada para alcanzar
el acuerdo necesario y la normalización
de la vida social y política
vasca en términos netamente
democráticos y pacíficos, con la
debida reparación hacia las víctimas
del conflicto. Y parece aceptada
también la realización de una
consulta a la ciudadanía, fuente de
toda legitimidad, que pueda ratificar
con solidez lo que los partidos y
agentes sociales lleguen a acordar.

Junto a estas condiciones subjetivas
favorables al acuerdo, parecen
darse también unas condiciones objetivas,
pues nos encontramos inmersos
en una fase de cierta revisión
del marco jurídico-político que
se aprobó en la Transición de 1978,
con la reforma de casi todos los
estatutos de autonomía, en lo que
algunos han llamado ‘la segunda
transición’. Se trata de un momento
que generalmente sólo se da cada
20-25 años, y sería muy torpe e
irresponsable dejar pasar esta
oportunidad.

En estas circunstancias, el movimiento
social por el diálogo y el
acuerdo Elkarri, tras sus 13 años de
existencia en los que ha desplegado
notables iniciativas de elaboración,
intermediación e impulso del diálogo
entre agentes políticos y sociales,
acepta ilusionado su final con la
llegada de la hora en que son los
partidos políticos los que deben
asumir plenamente su responsabilidad
y constituir una mesa que elabore
las bases para la pacificación.
Elkarri se transformará en una entidad
diferente que modestamente
contribuirá, en otro plano, a que dicho
objetivo se alcance.

Elkarri, como movimiento social
plural, formado por personas de
muy diversa ideología, nunca ha
tratado de definir la fórmula del
acuerdo, pues esta definición corresponde
a los representantes de
la voluntad popular. No obstante,
siempre ha defendido la necesidad
de acabar con las prácticas violentas
(tanto las de ETA como las de
las instituciones), y que se acepte
la capacidad del pueblo vasco de
decidir su futuro.

La importancia de lo simbólico
Hay analistas que, sin faltarles razón,
consideran que el llamado
conflicto vasco está planteado en
términos de finales del siglo XIX,
y que no tienen razón de ser en
pleno siglo XXI. Efectivamente las
competencias asumidas por la Comunidad
Autónoma Vasca desde
1978 por un lado, y la progresiva cesión
de soberanía del Estado español
hacia la Unión Europea desde
1986, hacen que lo que se sustancie
realmente entre las dos posiciones
más enfrentadas (independentistasautonomistas)
sea cada vez menos
en términos de competencias reales,
cobrando mayor protagonismo
los aspectos simbólicos que
vienen a dificultar en gran medida
un acuerdo. Es preciso que los
líderes políticos estén a la altura
de las circunstancias, y no creen
más obstáculos que los que realmente
existen.

Hasta una persona tan poco sospechosa
de izquierdismo como
Miguel Herrero de Miñón (miembro
de la comisión redactora de la
Constitución de 1978 por la Alianza
Popular de Fraga) defiende públicamente
que la unidad del Estado
español sólo tiene futuro si está basada
en la libre decisión de todos
los pueblos que la integran. Ejemplos
como el de Québec, provincia
de Canadá que ha celebrado ya varios
referéndums en los que el pueblo
se ha podido pronunciar libremente
por su independencia o su
vinculación a Canadá, sin que tenga
que pegarse un solo tiro por ello,
ilustra la viabilidad de alternativas
que deben ser exploradas.

A mi entender, es precisamente
este empecinamiento de las derechas
españolistas, herederas del
concepto franquista de la unidad de
la patria, el que está alimentando el
lento pero imparable movimiento
centrífugo territorial del Estado español
en estas casi tres décadas de
post-franquismo. Según encuestas,
hasta los extremeños se consideran
más extremeños que españoles. Éste
es su desalentador balance, que
no quieren reconocer, por muchas
gigantescas banderas rojigualdas
que traten de poner para ocultarlo.
Sólo desde la libertad de cada pueblo
se podrá cimentar la unidad que
los pueblos quieran.

Lo que dice Madrid
Desde un lugar como Madrid no ha
sido fácil defender en estos años la
necesidad del diálogo en Euskadi.
No sólo gentes de derecha, sino también
de izquierda han interpretado
esta propuesta como una concesión
hacia “los asesinos”. Ha costado explicar
que además de preocuparse
por conflictos lejanos (Palestina,
Iraq, Colombia, etc.) era importante
implicarse también en un conflicto
que se da en nuestras propias fronteras,
contribuyendo a su solución,
ya que mirar hacia otro lado era una
manera de abandonarlo a su prolongación
innecesaria. Pero tampoco
Madrid es sólo el símbolo del rancio
nacionalismo españolista que los
medios de comunicación tratan de
hacer ver. A lo largo de muchos actos
hemos podido constatar que la
sociedad madrileña es tolerante y
apoyará, sin duda, los acuerdos democráticos
que contribuyan a la normalización
y pacificación.

Somos muchos también los que
pensamos que además el conflicto
se está usando como laboratorio de
represión de un vasto y rico movimiento
social (de nuevo hay que referirse
al sumario 18/98, en el que
están procesados dirigentes de movimientos
sociales que nada tienen
que ver con ETA), desarrollando
una legislación especial que resulta
aplicable en todo el Estado. No hay
que descartar por ello que haya
grupos de presión que estén interesados
en la prolongación indefinida
del conflicto, que tantos réditos
electorales ha producido y tanta incertidumbre
y desmovilización ha
generado en numerosos movimientos
sociales, destruyendo gran parte
de los vínculos existentes entre
los diversos territorios.

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