Los votos lo dijeron clarito, el pueblo del 27 de febrero [referencia al Caracazo, levantamiento popular en 1989], el pueblo leal al mensaje libertario y la obra justiciera de Chávez, salvó electoralmente, y al límite, este proceso en el momento en que ha podido desmoronarse por la acumulación de errores y nuevas realidades de poder que vienen conjugándose con los años.

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Los votos lo dijeron clarito, el pueblo del 27 de febrero [referencia al Caracazo, levantamiento popular en 1989], el pueblo leal al mensaje libertario y la obra justiciera de Chávez, salvó electoralmente, y al límite, este proceso en el momento en que ha podido desmoronarse por la acumulación de errores y nuevas realidades de poder que vienen conjugándose con los años. La votación prácticamente 50% a 50% –si la oposición no ‘hackeó’ el sistema por lo asombroso y casi imposible de entender que casi la totalidad de los votos perdidos por el chavismo no fueron a la abstención, sino al enemigo, es decir, a Capriles [el candidato opositor]– tiene sus antecedentes en estos 14 años. Pero en este caso se trató de un ejercicio estrictamente de lealtad hacia el propósito revolucionario. No obstante, más allá de los números y no estando Chávez como candidato, podemos asumir que es inmensa la sombra revolucionaria, regada como hegemonía de los valores transformadores en estos años. Y es la que garantizó la ínfima victoria.
Al día siguiente de la votación, el fascismo arremetió de nuevo con un saldo de ocho muertes, decenas de heridos, instalaciones clínicas y alimentarias quemadas, etc. El Proceso guarda disciplina en la respuestas, gana la institucionalidad y los sectores golpistas se desenmascaran ellos mismos, pero abren de nuevo el proceso conspirativo aunque fallen por ahora y tengan que cambiar de personajes. Ya reiniciarán lo suyo contando de nuevo con una sensibilidad colectiva absolutamente sumisa y movilizada, anuente a la actitud fascista como se ha probado, y con unos medios de comunicación que la respaldan. Esto será así hasta que un pueblo en lucha, realmente autónomo y decidido, lejos de la debilidad de hoy, les dé un “parao” definitivo junto a sus lacayos dentro del Estado. Pero estos hechos terribles no nos pueden desviar del mensaje sustancial respecto al problema de la lealtad.
Tal y como le sucedió en los terribles ‘30 europeos, los dirigentes como Bujarin o Zinoviev y casi toda la dirigencia bolchevique original vivieron la lealtad, en sus últimos días, como una tragedia: aceptaron ser acusados como los más viles conspiradores contra la patria y la revolución obrera solo por salvar la causa final revolucionaria. Aunque el déspota de Stalin fuera quien la liderase. Dieron su vida –fueron fusilados– y su gloria por la causa final del pueblo. Al menos así los ha salvado la historia al interpretarlos de esa manera.
Si tuvo sentido, o no, el gesto degradante de sumisión al déspota de aquellos hombres en el momento histórico que les tocó vivir, todavía podemos discutirlo. Lo que no tiene ningún sentido es que nosotros, esa mitad del pueblo venezolano –en una circunstancia radicalmente distinta, donde no hay déspota de por medio y no son nuestras vidas individuales las que tenemos que medir en valor frente a una gigantesca causa revolucionaria– asumamos esto como una tragedia. Es decir, que la lealtad del voto expuesto este 14 de abril se convierta en un acto donde, a conciencia oculta, sabemos que esto es una causa perdida bajo el esquema de política, mando y comunicaciones que se ha solidificado a través de la costra corporativa-burocrática impuesta. Pero aun así, como último gesto y por odio a la vieja oligarquía tan bien sintetizada políticamente en Capriles, nos tiremos al río sin hacer nada y nos convirtamos en un “voto despido” por sumisión y por silencio.
Esa tragedia, en nuestro caso, es inaceptable porque aquí no hay otro despotismo que el potencial fascismo de la derecha, porque nosotros podemos decirle ¡basta! a toda esa realidad. Una realidad que ha supuesto el quiebre monetario, el asesinato del cacique Sabino –entre tantos–, el desmoronamiento del salario a causa de la inflación, la burocratización del liderazgo popular, el lenguaje moralista en boca de quienes lo niegan todos los días con su corrupción, el cierre del debate y la transparencia de verdades en los sistemas públicos de información, el verticalismo cooptativo de partido, las finanzas para banqueros y jamás para el desarrollo autogestionario de las inmensas fuerzas productivas que podríamos potenciar, la misión social en manos de camarillas burocráticas inútiles y arrogantes, etc. No hay derecho a que nos comportemos como Bujarin o Zinoviev. Aquí, por razones de vida o muerte de la revolución, por el contrario, hay que alzar la palabra.
Lo otro es, por seguro, una guerra que la gran burguesía ya tiene todas las posibilidades de desatar de nuevo. Pero en este caso con un pueblo desmoralizado, porque perdió la guerra inmediata contra los monstruos que nosotros mismos hemos dejado que se creen, que crezcan y terminen hegemonizando el comportamiento real y discursivo del Gobierno. No tenemos derecho a ello. Ni el más beneficiado por el consentimiento monetario del Gobierno a tantos grupos de base tiene derecho a ello. El silencio, la autocensura, la criminalización del disenso y la lucha, el no ejercicio con dignidad y sin descanso de los derechos populares conquistados es la traición originaria. Así nos fusilamos éticamente hasta no valer nada.
La lealtad tenemos que vivirla hoy como nunca, como una esperanza radical. Como una autocrítica profunda frente a la quietud del silencio y la falta de autonomía política del pueblo en lucha, frente a la sumisión que muchos cuadros nobles de gobierno aceptan por lealtad a un ideal genérico que nada tiene que ver con sus jefes. Como una conciencia de que estamos en medio de una nueva ofensiva fascista que puede, sin mayor problema, desatar una conspiración continua. Prácticamente ocho millones, o más, de cuerpos y conciencias que han hecho de la revolución verdadera su deseo y su necesidad vital, son un caudal inmenso para enfrentar lo que venga, un milagro maravilloso de nuestra rebelión. Pero aquí es obligatorio actuar sin compasión con nada, el gesto compasivo no es más que un gesto de miedo y debilidad que nos impide mover las energías internas necesarias para comprender y enfrentar la realidad.
Por ello se trata de una esperanza radical donde asumimos de raíz nuestra condición de revolucionarios pase lo que pase. Lo que pasó el 14 de abril y los días posteriores nos debe, en ese sentido, llenar de alegría porque hacía falta un hecho crucial, al límite de un definitivo abismo, para hacer renacer el alma real de la historia actual venezolana. Desde Nicolás Maduro [el candidato chavista y actual presidente] para abajo, independientemente de juicios y de quien es y ha sido, estamos obligados a entrar en esa lealtad esperanzada que no se somete a nada. No tenemos derecho al sometimiento. A estas alturas no podemos creer en nadie, ese privilegio, con justificación o no, solo, lo tuvo Chávez y ya no está y todo lo dejó... Cada quien tendrá que probarse en los hechos y en su inteligencia, en su capacidad comunicante, organizadora y luchadora, en su capacidad de inventar en su terreno toda esa política. Hoy, más que nunca, es posible crear una patria libre y de autogobierno del pueblo, armas en mano contra el fascismo. De nuevo llegó la hora de la verdad: ¡somos Chávez! Pero en este caso, ya está, no hay un después.
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