La cuestión española

El “alto el fuego permanente” declarado por ETA y la posible solución
negociada del conflicto, así como las propuestas de reformas
estatutarias, iluminan un nuevo escenario que puede suponer
la apertura del candado del “atado y bien atado”, dando
paso a profundas transformaciones sociopolíticas. ¿Cómo se
valora este escenario? ¿Se trata de una segunda transición?
¿Hay que apoyar la negociación, y cómo? ¿Qué actitud debe
tomar la izquierda -‘española’ o ‘nacionalista’- transformadora?

29/04/06 · 18:07
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He escrito alguna vez que
Euskadi (o Cataluña) jamás
lograrían la independencia
de España
porque es sencillamente imposible
separarse de un país que no existe; y
que, por lo tanto, para la unidad o
para la separación, el requisito previo
es la existencia, el aterrizaje de
esa nación metafísica y violenta, aire
y sangre al mismo tiempo, en los límites
de sus pueblos, su reconstitución
radical al margen de su historia
y a partir de una soberanía cierta que
decida contemporáneamente su
nombre, su tamaño y su gobierno.

Eso todavía está pendiente y la llamada
Transición no ha hecho otra
cosa que bordear de puntillas la
cuestión, prolongando y agravando
la paradoja: ha creído, sin ingenuidad
alguna, que podía democratizar
España sin refundarla democráticamente
y que se podía decidir libremente
su destino sin haber decidido
antes libremente su existencia.

Amarguras

La verdadera importancia ahora de
la tregua permanente de ETA -cuyas
acciones armadas, cada vez
más indiscriminadas, habían acabado
por despolitizar el conflicto a
la medida de los gobiernos- hay
que juzgarla por las reacciones de
los que no se alegran, por la amargura
de los que lamentan que ETA
deje de matar: el de aquéllos, dentro
y fuera del PP, que comprenden
con desesperación que una España
realmente existente, más pequeña
tal vez y sobre todo más democrática,
amenaza sus intereses de clase
y de partido y que, con tal de mantener
una ilusión ventajosa, están
decididos todavía -y de ahí el peligro
en estas horas- a entorpecer la
paz, despabilar la violencia y rematar
la democracia. Pero las verdaderas
consecuencias de la tregua
de ETA dependerán también a medio
plazo de la actitud de la izquierda
española, a la que la propia existencia
de la organización armada
ha permitido refugiarse durante
años en una cierta ambigüedad a la

hora de abordar la constitución nacional
de España como límite y
condición de toda emancipación
política. El alto el fuego de ETA,
fruto de negociaciones y umbral
de nuevas e imprescindibles negociaciones,
es el resultado del equilibrio
sin vencedores entre dos
fuerzas que no podrán imponer su
programa. Sería ingenuo creer que
abre el camino a una revolución social
o -para los que la buscan- a la
independencia de Euskadi, dos objetivos
inalcanzables en las presentes
condiciones. Pero la izquierda
española debería comprender que
cualquier concesión que el Estado
haga a las justas reivindicaciones
abertzales -desde el acercamiento
de los presos a la aceptación formal
del principio de autodeterminación-
no sólo aliviará la violencia
y normalizará la disidencia sino
que abrirá políticamente el debate
en torno a la decisiva “cuestión española”,
cuya mistificación ha sido
y sigue siendo inseparable de la forma
monarquía, la explotación de
clase y el recorte de libertades.

Un poco de historia

Tras la muerte de Franco no se ha
dejado de insistir, incluso desde la
izquierda, en que la nueva institucionalidad
democrática privaba de
justificación a las acciones que
ETA dirigía contra la dictadura.
Pero, bien pensado, de esa manera
se justificaba más bien su existencia.
ETA, como manifestación
armada de una aspiración política
mayoritariamente extendida dentro
del pueblo vasco, había nacido
para dar respuesta, al mismo tiempo,
a la “cuestión nacional” y a la
“cuestión social”, cuya fusión parecía
más o menos natural en esa
época a la izquierda de todo el
Estado. Cualquiera que sea la relación
entre ambas -que habrá que
pensar con más rigor a partir de
ahora-, lo cierto es que, 35 años
después, la limitada democracia
española no ha conseguido resolver
ni la una ni la otra. Aún más:
diría que si la democracia española
es muy limitada se debe precisamente
a que ha avanzado muy
poco desde el siglo XIX en la resolución
de las cuestiones “nacional”
y “social” que, entrelazadas de un
modo complejo, dieron lugar a distintas
formas de lucha, y diferentes
grados de colaboración, entre
fuerzas ideológicamente dispares.

Las relaciones entre la izquierda
abertzale y la del resto del Estado
se fueron desanudando a lo largo
de la década de los ‘80, con el atentado
de Hipercor en junio de 1987
como punto de ruptura, y el creciente
aislamiento recíproco derivó
en una trágica pérdida para todos.
La “cuestión nacional” y la
“cuestión social” quedaron falsamente
escindidas a partir de fronteras
casi geográficas: mientras
Herri Batasuna se encerraba en
una estrategia cada vez más desnudamente
nacionalista, marginando
o desplazando aquellos discursos
y sectores socialmente más
transversales, la izquierda del resto
del Estado, deshuesada por el
PSOE, se derretía lentamente, se
sumaba dócilmente a las condenas
sumarias de los “nacionalismos”
y se privaba de las enseñanzas
de un modelo militante y organizativo
sin parangón en Europa.

El Estado y ETA, por su parte, explotaban
y alimentaban esta doble
ausencia, legitimándose trágicamente
en el espejo a expensas
no sólo de las víctimas directas de
la guerra -de un lado y de otro- sino
también de todas las fuerzas
laterales, silenciadas y criminalizadas
desde ambos lados. El gobierno
del PP prolongó y llevó a
su extremo esta lógica de frontón
que, como demostraron las mentiras
tras el 11-M, ha estado a punto
de desembocar en una auténtica
quiebra institucional.

Nuevo escenario

La tregua de ETA y el nuevo ‘talante’
de Zapatero abren la posibilidad de
un reencuentro entre la izquierda española
y la izquierda abertzale, en
beneficio de ambos, que no debemos
desperdiciar. En un horizonte inicialmente
modesto, ambas fuerzas
deben converger en la necesidad de
una normalización política que, en
un país de pura e ininterrumpida
anomalía, pueda desprender en el
futuro escenarios nuevos para una
lucha común. Para ello, la izquierda
española tendrá que aceptar de una
vez la relativa autonomía de la “cuestión
nacional”, que tiene también su
propia historia, y aceptar además
que la cuestión nacional no es la
cuestión vasca sino la “cuestión española”.
Después de 500 años, España
está sin hacer. La invasión napoleónica
de 1808 provocó una breve
burbuja de conciencia nacional
española, desmentida inmediatamente
por las guerras carlistas.

Antes y después, todos los esfuerzos
del Estado -y sus propagandistas-
han estado sobre todo orientados a
no pensar en eso. Hubo una oportunidad
en 1898, tras la debacle
imperial en Cuba y Filipinas. Hubo
una segunda oportunidad en 1931.
Ahora tenemos una nueva oportunidad
para plantear la “cuestión española”,
a sabiendas de que la
construcción de un país completo,
incluso si al final resultase más pequeño,
es la condición impostergable
de una verdadera ciudadanía democrática;
y que esa construcción es
inseparable del cuestionamiento de
los límites formales, económicos y
políticos de la Transición. Como izquierdista
“español” me conviene
presionar para que se resuelva de
una vez por todas la “cuestión nacional”
y casi estaría dispuesto a defender
una especie de “nacionalismo
hispano” reductivo o sustractivo: sin
derecho a la autodeterminación nunca
habrá democracia en España,
nunca habrá ni siquiera España, y el
aire y la sangre seguirán aliados por
los siglos de los siglos contra los pueblos,
la democracia y el socialismo.

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