Un germen en expansión: el turismo

Prestigiosos analistas afirman que una de las reacciones
ante la crisis puede ser la vuelta al proteccionismo
económico. Y aprovechan para recordar las bondades
de la mundialización. ¿Fin de la globalización? Como
si fuera tan sencillo revertir lógicas que nos constituyen.
Aportamos una reflexión para alimentar el debate.

05/03/09 · 0:00
Edición impresa



Bangkok, febrero de 2005. El
barrio de Banglamphu acoge
una de las mayores concentraciones
de viajeros del
sudeste asiático, siendo posiblemente
el mayor lugar de tráfico de turismo
independiente en esta región. Tal
es el volumen, que en los últimos
años, Chaos San Road, su centro
neurálgico, se ha convertido por sí
mismo en una atracción turística tanto
para los grupos de jóvenes tailandeses
de clase media –que se desplazan
allí para observar de cerca el
colorido que ofrece el mundo farang
(extranjero)–, como para grupos de
turistas enrolados en la categoría de
ese turismo de masa canalizado por
grandes touroperadores.

Estos últimos forman parte de la
clase de turista acomodado presto a
ser conducido en forma de rebaño
rodeado de lujos supuestamente exóticos,
cuyo contacto con la población
local se reduce al servicio de habitaciones
y restauración de los hoteles,
a los guías, a los conductores de los
autocares que les trasladan y a los
vendedores de recuerdos. La distancia
que podría parecer que existe entre
estos viajeros y aquellos que viajan
por cuenta propia se está reduciendo
rápidamente debido a las exigencias
y gustos que las nuevas legiones
de mochileros –un término
que deberá revisarse ante la tendencia
a aparcar la legendaria mochila y
sustituirla por maletas rodantes de
media capacidad que acarrean desde
el aparente mundo de las maravillas
occidental. A aquel viajero-pionero
(que aún existe en forma residual)
dispuesto a adaptarse al medio
que le rodea, y a alejarse en lo posible
del medio de donde procede, le
sigue una gran masa de turismo con
elevado sentido del confort y capacidad
adquisitiva. La exigencia de toda
una serie de elementos, habituales
en los países occidentales, en un contexto
en que el PIB per cápita es de
6.502 dólares anuales –en Camboya,
1.446 dólares; en Myanmar, 1.027
dólares o en Vietnam, 1996 dólares–
y un 48,8% de la población activa está
encuadrada en el sector primario,
no hace sino deteriorar el sentido
moral de la población local, alienándola
de su modus vivendi, para transportarla
a un mundo virtual de objetos
de consumo y a un modelo de
desarrollo personal basado en el gasto
continuo y en la ambición de
reproducir modelos y comportamientos
que llegan del mundo ‘civilizado’.
Los valores con los que el turista
‘independiente’ viaja –un tipo
de turismo que al contrario que el de
gran poder adquisitivo, penetra en
cualquier rincón de la geografía por
sus ansias de buscar lo más remoto y
menos transitado– tiene un impacto
mayor de lo que podríamos creer.
Excepto una primera oleada de pioneros
que se adaptan al medio –comidas
modestas, dificultad en el
transporte, etc.– y buscan en general
la inmersión en el entorno, el segundo
nivel de turismo/viajero independiente
llega con un despliegue de
gustos y exigencias: duchas en vez
de mandis, baños incorporados al
alojamiento en vez de servicios comunales,
tazas de lavabo en lugar
de turcos… Habitáculos cerrados
para impedir la entrada de insectos
u otros animales, con lo que se pasa
de las cabañas de madera de palmera
y tejado de hojas de palma a los
bungalows cerrados… Posteriormente
se exige el aire acondicionado,
que sustituye al ventilador de
techo, y finalmente el agua caliente
y la televisión. El siguiente paso, como
reproducción a pequeña escala
del modelo de los grandes centros
turísticos, cerrados y bien protegidos,
son las piscinas.

Por supuesto, la población local se
deja seducir con facilidad por estos
‘avances’ civilizatorios e incorporan
(o sueñan con hacerlo) toda esta serie
de ‘lujos’. El precio para el medio
ambiente no es poco. El que se sustituya
la tradicional cabaña por el bungalow
cerrado tiene un impacto importante:
el cemento, que rompe las
pautas tradicionales de construcción
de vivienda. Todos los países de la
región tienen una tradición arquitectónica
propia de valor reconocido,
basado en la utilización de madera y
derivados –el precio de la madera es
superior al cemento, en una región
que hasta hace unos decenios estaba
cubierta por una masa forestal densa
y poco explotada. Como si fuera poco,
el cemento, además de exigir la
apertura de canteras, necesita un elemento
básico: el agua.

Tailandia concentra la mayor parte
del turismo en sus zonas costeras,
islas sobre todo, en donde los recursos
hidrográficos dependen en su
mayoría de las lluvias, que abastecen
también a las capas freáticas. Si unimos
la cantidad de agua necesaria
para construir 3.000 bungalows y para
duchar y asear a las personas que
los llenan, más los miles de litros necesarios
para llenar las piscinas, y
añadimos el consumo normal de la
población local, nos encontramos
que fuera de época de monzones hay
carestía de agua potable, y los pozos
se salinizan. Pero el turista vuelve a
su país de origen tarde o temprano,
mientras que el problema permanece.
El desarrollo y la construcción de
nuevos resorts, exige a continuación
desarrollo en infraestructuras que
penetran en la selva, y favorecen la
urbanización. La existencia de carreteras
favorece la multiplicación de
los vehículos y la contaminación.
Añadamos a ello otros elementos:
desde la demanda de tours, ya sea en
barcas, para visitar arrecifes o zonas
de coral, cuya actividad destruye el
fondo marino, o en montaña, aculturización
salvaje por la visita a tribus
selváticas e intromisión cultural de
alta intensidad, hasta actitudes basadas
en valores de desprecio hacia el
territorio foráneo, tan rutinarias como
lanzar colillas –se encuentran por
cientos en las playas– o envoltorios
plásticos... La gran lacra sin duda en
el sudeste asiático es la superextensión
de un derivado de la industria
químico/petrolera, llámese bolsa de
plástico. Cada año se lanzan miles
de toneladas de derivados plásticos
al mar (que éste devuelve a la costa
después de las tormentas). En Kuta,
Bali, este es uno de los principales
problemas. Los mares cada vez están
más contaminados: el conjunto
de islas formados por Koh Samui,
Koh Pha Ngan y Koh Tao (golfo de
Tailandia), ha visto aparecer en los
últimos años grandes manchas de
contaminación: plásticos a la deriva,
residuos fecales, orgánicos o derivados
de producto de limpieza... Todo
ello en un medio en que no existen
depuradoras de residuos urbanos, y
en donde las legislaciones y la educación
en torno a la preservación de
medio ambiente todavía tienen que
construir sus propios cimientos. Pero
hay más: los residuos sólidos, es decir,
las basuras. Se sabe qué hacer
con ellas, y por lo tanto se acumulan
en montones.

Todo viajero, desde el pionero y su
modelo de ‘adaptación’ o su voluntad
de interferir lo menos posible,
hasta el gran turismo superdepredador,
pasando por toda una masa de
viajeros aculturadores, es portador
de un germen de influencia que ocasiona
toda una gama de cambios en
los hábitos de las poblaciones locales.
Y el turismo no está llamado a
desaparecer ni a decrecer en volumen.
Habría que analizar qué puede,
si es que puede, aportar a las poblaciones
visitadas. Las microprácticas
basadas en valores y actitudes que
rechacen consideraciones aculturizadoras/
globalizadoras, y comportamientos
que combatan la degradación
del medio natural en toda una
serie de gestos diarios, podrían ser
puntales para establecer otros mecanismos
de influencia que no reproduzcan
modelos destructores.

Si no estamos dispuestos a realizar
ciertos sacrificios cuando
viajamos, mejor quedémonos disfrutando
de los ‘logros alcanzados’
en el primer mundo.

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