Garzón a debate

La posible inhabilitación del juez Garzón ha generado un movimiento de apoyo al polémico magistrado de la Audiencia Nacional. El espectáculo y los intereses de sectores políticos alimentan la figura del juez estrella, actor político de primer orden y supuesto referente jurídico y moral. Una figura que convendría analizar.

26/04/10 · 16:27
 
Los ataques dirigidos al juez Garzón por su intento de investigar los crímenes del franquismo han colocado a parte de la izquierda y de los movimientos sociales ante un dilema no siempre fácil de resolver. Para algunos, la defensa del juez constituye un instrumento central para contrarrestar el golpe judicial de la derecha y defender los derechos de las víctimas de la dictadura. Para otros, en cambio, la centralidad otorgada a Garzón en todos estos hechos forma parte del problema. Porque coloca en un segundo plano la lucha de los colectivos memorialistas, pero sobre todo porque transmite una imagen idealizada de un juez cuyas actuaciones, más allá de este caso, han venido marcadas por la ligereza jurídica, cuando no por la lisa y llana arbitrariedad.

Es indudable que lo que está en juego en todo este debate es algo más que el posible final de carrera de uno de los magistrados más famosos de Europa. Los procesos impulsados por Falange y Manos Limpias deben verse, ante todo, como un importante obstáculo en la dilatada y dura lucha contra la impunidad de los crímenes franquistas. De triunfar sus pretensiones, en efecto, las víctimas continuarían sin poder levantar el cierre de las vías judiciales ordenado el 17 de julio de 1936. Y continuaría irresuelta, por ejemplo, la situación de centenares de niños que fueron secuestrados y a los que se les impusieron, como desaparecidos en vida, identidades falsas.

Por otro lado, estos procesos han puesto en evidencia, una vez más, que la justicia aun está en manos de una casta conservadora que reacciona de forma corporativa ante los que se atreven a tocar los puntos sensibles del entramado del poder más tradicional. El uso espurio del derecho penal contra Garzón ha hecho recordar a muchos que los magistrados del Tribunal Supremo juraron al acceder a la carrera judicial el "acatamiento a los Principios Fundamentales del Movimiento y demás leyes fundamentales del Reino". Hoy, incluso, alguno de ellos declara su simpatía y comprensión hacia el golpe militar. Ello redunda en la creciente percepción de que la transición todavía no ha concluido hasta el punto de que algunos, acaso exageradamente, han calificado la actual situación como el “peor golpe sucedido en democracia desde el 14-F”.

En tercer lugar, las actuaciones contra Garzón suponen un duro golpe a la legalidad vigente basado en la errónea contraposición entre el derecho interno y un derecho internacional que, al cabo, ha sido ratificado por el propio Estado. Es admisible discutir jurídicamente si las actuaciones realizadas por Garzón han sido las más adecuadas. De hecho, no faltan magistrados, incluso dentro de la Audiencia Nacional, que consideran que había vías judiciales más idóneas para investigar los crímenes franquistas. Lo que no es de recibo es colocar principios como el de imprescriptibilidad y prohibición de amnistía fuera del ámbito de lo jurídico, calificando como prevaricadora su aplicación judicial. Es esta última pretensión, en realidad, la que podría considerarse prevaricadora, además de un grave ataque a la independencia y a la discrepancia judicial que apuntala una cultura jurisdiccional jerarquizada y autoritaria. De aceptarse, en efecto, este tipo de tesis, el resultado sería el moldeo paulatino de jueces conformistas o sumisos al poder y el amedrentamiento de los más garantistas con una consigna clara: evitar la persecución de los desmanes de los poderosos, tanto del pasado como del presente, y reducir la propia función al castigo de los más débiles. En el caso de los crímenes del franquismo, el mensaje se ha entendido. La mayoría de los 46 juzgados territoriales que recibieron la causa de Garzón han aplicado la “doctrina Varela”, dándoles carpetazo sin tan siquiera citar a los familiares de las víctimas.

La gravedad de estas actuaciones explica en buena medida los numerosos actos de solidaridad con Garzón de sindicatos, intelectuales y organizaciones de derechos humanos tanto en el Estado español como fuera de él. El problema, sin embargo, es que estas movilizaciones, al centrarse en la defensa del juez, han generado dos inconvenientes difíciles de dirigir para algunos sectores críticos. Por un lado, no han dado suficiente entidad –al menos en un primer momento- a los derechos de los víctimas, minimizando el papel de decenas de asociaciones y colectivos que, de manera anónima, llevan años luchando contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad. Pero lo más grave, quizás, es que han contribuido a difundir una imagen elegíaca del juez que oscurece un currículo en el que abundan no pocas sombras. Garzón, en efecto, es el juez que ha impulsado valientes causas contra las dictaduras de Chile o Argentina. Pero también es el juez que, movido por su megalomanía y su hiperactivismo, ha labrado un modus operandi caracterizado por la ligereza y por actuaciones procesales claramente vulneradoras de derechos humanos fundamentales.

Algunas de las actuaciones más cuestionables de Garzón, aunque no las únicas, son las vinculadas a la lucha contra supuestos “terroristas” anarquistas, islamistas o independentistas. Sintomáticamente, estas actuaciones suelen ser ignoradas o consideradas una cuestión menor por buena parte del progresismo español y de algunos colectivos de lucha contra la impunidad de otros países (sobre todo de América Latina). Sin embargo, constituyen un elemento insoslayable en la construcción del “mito” Garzón. No es un secreto, por ejemplo, el empleo abusivo por parte del juez de extensos secretos sumariales y períodos de incomunicación para personas acusadas de terrorismo, una práctica fuertemente cuestionada por los organismos internacionales. Tampoco es desconocida su impasibilidad frente a las denuncias por torturas de detenidos puestos a su disposición. Esta desidia, de hecho, llevó al Tribunal de Estrasburgo, en el 2004, a condenar por primera vez al Estado por la violación de derechos humanos que la falta de actuación de Garzón había causado a la trentena de independentistas catalanes detenidos a propósito de una operación policial en vísperas de los Juegos Olímpicos de 1992.

En estos y otros casos, junto al Jekyll impulsor de los procesos contra los GAL, a favor de la justicia universal o contra la trama Gürtel, convive el Hyde que, con el mismo desenfado, estrecha lazos con grandes empresarios, no tiene reparo en procesar a decenas de personas manejando pruebas de tan dudosa legalidad como las autoinculpaciones arrancadas a la fuerza en Guantánamo, o emprende procesos inquisitoriales contra supuestos “extremistas”, a partir de apriorismos, analogías y teorías conspirativas o extravagantes. Una de ellas fue la que le llevó a acusar a Batasuna de “genocidio” y “limpieza étnica” sobre la población no nacionalista, valiéndose de estrambóticas estadísticas poblacionales y asimilando su proyecto político al del Partido Nacional Socialista Alemán durante la República de Weimar. Fue precisamente en el contexto de la lucha contra el llamado “entorno de ETA” cuando Garzón acabó de consolidar su perfil de juez poco riguroso y garantista, contribuyendo como pocos a la erosión de la presunción de inocencia o a la utilización desquiciada, en fase de instrucción, de medidas cautelares como la prisión preventiva, las entradas y registros de despachos profesionales, la interceptación de las comunicaciones, la clausura de entidades y medios de comunicación, o los embargos sobre sus patrimonios. El propio calvario atravesado por los periodistas y responsables de Egunkaria o Ekin no podría entenderse sin una serie de prejuicios judiciales que el propio Garzón ha contribuido a cultivar en sumarios como el 18/98 y que hoy, por otras razones, se vuelven en su contra.

Muchas de estas actuaciones granjearon a Garzón el reconocimiento de la derecha y del sector más españolista de la izquierda. El Gobierno Aznar, de hecho, llegó a otorgarle el máximo galardón al Mérito Policial, con pensión incluida. Sin embargo, este hiperactivismo no encontró el mismo eco favorable entre sus compañeros de carrera, que ya entonces comenzaron a ver con suspicacia la ligereza con que despechaba sus investigaciones y el poco control que ejercía sobre la labor policial. Por ese entonces, el magistrado de la Audiencia de Madrid, Joaquín Navarro, llegó a declarar que “Garzón es un juez que se inventa casi todo” y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) le expedientó por ello. Pero donde encontró un importante escollo a sus tesis fue en la propia Audiencia Nacional, que reiteradamente desautorizó la desproporcionada aplicación por parte de Garzón de la prisión provisional y el uso extensivo del concepto de terrorismo. Tal situación duró hasta que el CGPJ, con mayoría conservadora, decidió separar a todos los magistrados de la Sección Quinta de sus funciones jurisdiccionales.

Estos antecedentes contribuyen a explicar por qué una parte no desdeñable de jueces, muchos de ellos perteneciente a organizaciones nada cercanas a los planteamientos de la derecha, como Jueces para la Democracia, han visto con buenos ojos la actuación de Varela contra Garzón o, al menos, han mantenido un conspicuo silencio. Incluso explica que no falten quienes apoyan las intervención judicial en materia de memoria histórica o contra la trama Gürtel, pero consideran una catástrofe que estos casos hayan caído en manos de un juez cuya falta de diligencia y de solidez jurídica puede poner en peligro la viabilidad de los procesos.

Lo cierto, en todo caso, es que lejos de probar la independencia de un juez que “va contra todos”, el impulsivo y desnortado modus operandi de Garzón responde más bien a una especie de “populismo justiciero” en el que los aciertos y las aberraciones se alternan de manera caprichosa. Así, por cada actuación dirigida a quebrar el cerco de impunidad de poderosos de distinta laya, es posible señalar otras que han conducido a la detención y al encarcelamiento de centenares de personas luego declaradas inocentes, a cierres cautelares de periodicos luego declarados ilegales, así como severas restricciones a la libertad ideológica y de expresión.

Otorgar a todos estos elementos su peso justo en el actual debate social no es sencillo, sobre todo porque las batallas no siempre se presentan en condiciones que se han podido escoger. Colocar en primer plano las críticas a Garzón, subestimando la estrategia de una poderosa derecha judicial y política reacia aún a condenar al régimen anterior sería seguramente un error que, a la larga, acabaría por debilitar el enérgico movimiento contra la impunidad de los crímenes franquistas surgido recientemente. Sin embargo, aceptar sin más la versión elegíaca del juez que ha pretendido proyectar parte de este movimiento también sería una manera de esterilizarlo de cara una discurso de los derechos humanos que, si quiere ser coherente y eficaz, ha de ser capaz de erradicar los dobles raseros y de llamar las cosas por su nombre.

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