Fascismo societal: vector de la sociedad de control

TEMA A DEBATE: ¿UNA SOCIEDAD CADA VEZ MÁS RACISTA?
Para numerosos actores sociales muchos de los
recientes discursos electorales han venido a confirmar,
legitimar y naturalizar imaginarios xenófobos y
reaccionarios cada vez más enraizados y extendidos
entre los sectores populares. ¿Cómo contrarrestar la
extensión del racismo? Abrimos el debate.

, Activista y sociólogo
03/04/08 · 0:00
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Es posible que el fascismo
sea un concepto a tomar en
cuenta si queremos conocer
mejor la genealogía de
las sociedades del control en el capitalismo
tardío. Sí, hoy está presente
en nuestras vidas de manera constante
y compartida, pero es un fascismo
con diferencias frente al de
antaño, por lo que lo llamaré ‘fascismo
societal’ para resaltar que su presencia
no pertenece tanto al campo
político como al conjunto del cuerpo
social. No precisa subyugar la legitimidad
democrática hasta anularla
para defender los intereses del capital,
todo lo contrario, es generado,
gestionado y presentado como valor
racional, legítimo, necesario para el
funcionamiento del orden establecido.
En otras palabras, presenciamos
un nuevo régimen de civilización.

Este nuevo fascismo, que a día de
hoy es embrionario, comienza a articularse
acorde con los requisitos necesarios
para garantizar el total control
de las poblaciones a nivel mundial,
genera un seguimiento que no
se preocupa tanto por disciplinar
cuerpos y personas a través de las
clásicas instituciones represivas, como
por intentar establecer un sistema
social totalitario que no aparente
serlo y de esta forma dominar despóticamente
sin tener que hacerlo.
Un dispositivo de control interiorizado
y defendido por el individuo como
fuente de su identidad que comprende
tantas alternativas y modos
de concebir la vida como colores
contiene una misma paleta.

Habitamos tiempos donde los cimientos
que constituían la identidad,
la manera de concebir el trabajo, las
relaciones, la existencia misma, se
diluyen dando paso a la vorágine
postfordista que revitaliza la pobreza
y la multiplicación de zonas entregadas
al ostracismo absoluto desconectadas
de la metrópolis, a la par
que la industria se vuelca en los servicios
avanzados de la economía
global. Los lazos se deshilachan
pues el trabajo ya no cumple una
función socializadora y catalizadora
de la integración en la esfera ciudadana,
al contrario, fragmenta,
precariza y atomiza la vida social, la
clase obrera sufre la desregulación
simbólica, se extingue su unidad al
sufrir la explotación y necesidades
económicas de formas fenoménicamente
distintas y dispares, por lo
que resulta complicado encontrar
un marco adecuado que aporte un
significado compartido para desarrollar
el viaje en común.

Obsesión securitaria

La hegemonía entendida como sometimiento
de la mente global a la
lógica capitalista desborda el campo
verbal-discursivo para bucear
por completo en el conjunto de relaciones
sociales que articulan nuestra
cultura (ahora en parte gramaticalizada
por la imagen), reproduciendo
sociabilidades que
naturalizan una antropología unidimensional
desde que nacemos,
asimilando la realidad mercantilizada
como constituida, lineal y anacrónica,
sin albergar intención cognitiva
y material de cambio. Para
sofocar inquietudes y calmar ansias,
además de la obsesión securitaria,
la sociedad de la abundancia
nos ofrece un elixir a la carta para
cualquier gusto, ideología, tendencia,
moda, sueños o espíritus, todo
se puede comprar, sentir la exclusiva
y desecharlo como una mercancía
cuando nos cansemos de ello.

Se hace uso de la comunicación
como portavoz y creador de nuestro
imaginario que recorre los flujos y
conexiones comunicantes e interpela
y mediatiza nuestras relaciones.
Hoy la publicidad no se limita a vender
un producto, va más allá, se solapa
lo político, lo social y lo cultural
bajo el barniz financiero creando un
estilo de vida, una forma de ser y estar.
Nos comprime en un logo la proyección
de cómo queremos vernos y
que nos vean, nos define y nos sitúa
sin que podamos oponer resistencia.
Nada se puede enfrentar a la imagen,
a la violencia visual, nuestra
propia ontología se rige por la comunicación
sirviéndose de nuestra subjetividad
colectiva como materia prima
de la que alimentarse, colocando
a la vida misma en el epicentro de la
esfera productiva, emergiendo así el
biopoder que regula y administra la
totalidad de las relaciones sociales.

Nueva legitimidad

El Estado reconfigura su legitimidad,
erosionada en otros campos como el
social y económico, para construirla
en torno al securitario, centrándose
en el desamparo personal, abandonando
las protecciones sociales, gestionadas
ahora de manera penal.
Aquellos que no merecen estar, sobran
o se escapen del perímetro establecido
son inmediatamente convertidos
en invitados privilegiados
del sistema punitivo. Éste se encarga
de culpabilizar a los pobres por su
miseria, divorciando por completo a
la sociología del derecho, al individuo
de la sociedad, utilizando dispositivos
de control que condenan a las
clases subalternas del proletariado
urbano (jóvenes, inmigrantes, mendigos,
etc.) a la relegación socioespacial
en verdaderos vertederos sociales
regidos por una jurisdicción
hobbesiana que les separa de los aún
incluidos en la esfera económico-social.
Se sitúan inmersos en una superfluidad
permanente, despojados
de su condición de ejército reserva
del trabajo, hostigados bajo la retención
continua en categorías sociales
percibidas como peligrosas y amenazantes
para el resto de la población.
Población que, aterrada por la
explosión simbólico-mediática en
torno a las violencias urbanas y al terrorismo,
ansía medidas instrumentales
coercitivas contra aquellos que,
tras la construcción de un consenso
social y un rediseñamiento total de
nuestras subjetividades individuales
y colectivas, son designados como
desechables, superfluos.

La disidencia, poco a poco, se traduce
en términos policiales y criminales,
en el sentido de que el margen
que separa lo político de lo securitario
se estrecha cada vez más, se restringe
lo que se puede decir y hacer
y lo que no. En el caso del Estado español,
la desobediencia se criminaliza
por su supuesta relación con ETA
o su “entorno”. Si hacemos un paralelismo
con la teoría criminológica
de “las ventanas rotas”, donde un
grupo de jóvenes sentados en una
escalera por la noche ya significa el
primer paso en la escalada del delito,
colgar una pancarta que trate sobre
un tema socialmente sensible o denunciar
públicamente a un cargo político
por sus acciones e implicaciones
deberían comenzarse a calibrar
como un delito, de hecho en algunos
casos ya está ocurriendo.

Las bandas de nazis surgen como
acumulación de la sociabilidad
capitalista (fascista) en una interpretación
reaccionaria y frustrante
tras el desierto social que provoca
el postfordismo, culpando de la
incertidumbre y del ansia al espejo
perverso que refleja su miedo a ser
desechado, el inmigrante, débil y
vulnerable. A la extrema derecha
hay que ganarle la calle, denunciar
su existencia y lo que promueve,
pero la hostilidad socializada y no
la politizada se genera al cortar sus
raíces y engendrar sociabilidades
alternativas al fascismo societal, a
la lógica individual y mercantil, erosionando
al capital.

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