Los autores, Juristas y autores de ‘No hay derecho: la ilegalidad del poder en tiempo de crisis’, reflexionan sobre el obcecamiento represivo del Gobierno en tras la llamada de atención del Tribunal de Estrasburgo sobre la llamada ’doctrina Parot’.
inforelacionada
El Tribunal de Derechos
Humanos de Estrasburgo
ha condenado al Estado
español por aplicar la
“doctrina Parot” a Inés del Río,
encarcelada durante 25 años por la
comisión de varios atentados organizados
por ETA. La decisión excede
el caso de la presa de Tafalla.
Constituye una severa censura a una
política antiterrorista que, bajo la vieja
impronta de la retribución, ha acabado
por degradar en un sentido liberticida
la vida social e institucional
dentro y fuera de Euskadi.
En realidad, el proceso de regresión
en la utilización de los castigos
penales lleva ya varias décadas. El
Código Penal y el Reglamento Penitenciario,
aprobados por el Gobierno
del PSOE en 1995, dibujaron un nuevo
escenario punitivo. No por casualidad,
el anterior ministro de Interior,
Alfredo Pérez Rubalcaba, reconoció
en su día que “el sistema penitenciario
español es el más duro de Europa”.
Este afán punitivo se dirigió con
especial saña contra los condenados
por delitos de terrorismo, objeto de
una auténtica legislación de excepción
propia del Derecho penal del
enemigo. Las políticas de dispersión,
la limitación del acceso a permisos,
o el aumento del límite máximo de
las penas de 30 a 40 años fueron algunos
de los hitos principales de esta
deriva concebida tan solo para un
colectivo específico de presos.
La
propia “doctrina Parot” –ahora reprobada
por Estrasburgo– fue la
respuesta del Tribunal Supremo
(TS) a una intensa campaña mediática
que exigía encerrar de manera
irrevocable a un tipo de delincuentes
que prácticamente eran considerados
“no personas”. Dirigentes del PP
como María Dolores de Cospedal insistieron
en que no bastaba con que
los presos cumplieran sus condenas.
Era necesario ir más allá y evitar por
cualquier medio que pudieran salir a
la calle. Para conseguirlo, el
Supremo forzó la lógica jurídica y
aprovechó el caso del preso de ETA
Henri Parot para establecer que los
beneficios penitenciarios a los que
podía acceder un recluso debían
aplicarse sobre cada una de las penas
a las que hubiera sido condenado,
y no sobre el límite máximo de
estancia en prisión, de 30 años.
Como en otras ocasiones, una parte
considerable de la ciudadanía, sobre
todo fuera de Euskadi, reaccionó con
indiferencia frente a la decisión. Sin
embargo, en otros sectores de la sociedad
civil y del propio ámbito jurídico
las alarmas no tardaron en activarse.
Tres magistrados del llamado sector progresista del propio TS no
dudaron en calificar la nueva doctrina
como un “insólito e insostenible
giro interpretativo” de la ley, fruto de
un caso particular que iba en contra
de la posición mantenida y aplicada
hasta entonces por todos los tribunales
españoles, incluido el TS.
Ya
entonces, estos magistrados señalaron
que la doctrina constituía una
grave quiebra de los parámetros ordinarios
de aplicación del derecho y
una peligrosa utilización retroactiva
de castigos agravados. Es este espíritu
retributivo, contrario a la finalidad
que la propia Constitución Wspañola
atribuye a las penas, el que ha generado
la condena unánime de
Estrasburgo.
Según el Tribunal, la
aplicación de la doctrina Parot en el
caso de Irene del Río ha comportado
una clara vulneración del Convenio
Europeo de Derechos Humanos, por
varias razones. Introduce una pena
sin ley que la avale y porque autoriza
una inadmisible interpretación extensiva
del derecho penal en detrimento
de la acusada. “Las jurisdicciones
internas –sostiene el
Tribunal– no deberían aplicar retroactivamente
y en detrimento del penado
los cambios legislativos realizados
después de la comisión de la
infracción. La aplicación retroactiva
de las leyes penales posteriores sólo
se puede admitir cuando el cambio
legislativo sea favorable al acusado”.
A la luz de estos razonamientos, se
insta al Estado español a poner en libertad
a la reclusa y a indemnizarla.
Aunque esta decisión sólo afecta a
un caso concreto, todo apunta a que
los más de 30 pendientes de resolver
por el Tribunal europeo van a correr
igual suerte: la exigencia inmediata
de libertad para los presos condenados
por atentados anteriores a 1995
a los que se les ha aplicado la doctrina Parot
y la correspondiente indemnización.
Un gobierno razonable y
respetuoso de su propia legalidad
debería saber leer estas señales, que
se suman a las emitidas con la absolución
de los encausados en
procesos como Egunkaria, Udalbitza,
D3Mo Askatasuna o con la reciente
legalización de Sortu por parte
del Tribunal Constitucional. Ello
exigiría no solo finiquitar de una vez
la doctrina Parot. Reclamaría, también,
cumplir con las reiteradas exigencias
de la ONU para que se respeten
los derechos humanos en la
materia. Entre ellas, acabar con una
política de dispersión de presos que,
además de ser discriminatoria, ha
acabado por criminalizar a los propios
familiares. Así se avanzaría en
la progresiva supresión de un sistema
punitivo que todavía hoy dispensa
un trato discriminatorio a los presos
‘políticos’, con reclusiones “especiales
y extraordinarias” opuestas al
sistema “general y ordinario” del que
gozan los presos ‘comunes’.
La reacción del Gobierno del PP no
invita al optimismo. La descalificación
de la sentencia, tachada por el
ministro del Interior Jorge Fernández
Díaz de “absolutamente lamentable”,
es un exabrupto irresponsable
y peligroso. Tanto como considerarla
un “caso aislado” e ignorar las
advertencias de reforma estipuladas
por el propio Tribunal. Las sentencias
del Tribunal de Estrasburgo son
todo menos una simple recomendación.
Su cumplimiento es obligatorio
y la actitud insumisa de un Estado
puede dar lugar a diferentes formas
de responsabilidad internacional.
De persistir en el tiempo, podría acarrear
sanciones financieras por parte
del Comité de Ministros del
Consejo Europeo e incluso medidas
más persuasivas como la exclusión
temporal del Estado español, algo
que ya ocurrió en su momento con
Grecia tras el golpe de los coroneles.
El Gobierno parece no aceptar que
con el alto al fuego permanente de
ETA, y con la apertura de un horizonte
de pacificación y de reparación
de todas las víctimas, quedan pocas
excusas para no desmantelar las restricciones
de derechos y libertades
que se han puesto en pie con la excusa
de la lucha antiterrorista. En un
contexto de crisis económica, no cabe
duda de que esa cerrazón punitiva
puede prestarle buenos servicios
en otros ámbitos, como el de la criminalización
de la protesta. Pero se
trata de una actitud necia y cortoplacista.
Además de suponer un acto de
desprecio por la legalidad internacional
y de obstaculizar la erradicación
definitiva de la violencia, la
reacción del Gobierno solo puede
contribuir a arraigar unas prácticas
que nacieron como excepcionales y
que corren el riesgo de difuminarse
por el conjunto del entramado institucional,
generando poderes y resistencias
que ni sus impulsores podrán
controlar. Quien se habitúa a echar
mano de medios ilegítimos para salvaguardar
sus intereses inmediatos
corre el riesgo de engendrar combinaciones
monstruosas que acaban
por revolverse contra sus creadores.
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