Cuando oí que la constitución islandesa había sido abandonada, la primera sensación fue de frío. Un frío glacial que me paralizó durante horas, incapaz de racionalizar lo ocurrido. Habiendo observado el proceso desde dentro, y escrito largo y tendido sobre la oportunidad que suponía –y cuan esperanzador era para los movimientos sociales a lo largo del mundo–, no fue una noticia fácil de asimilar. Pero comencé a procesar los hechos y a considerar la situación con cierta claridad.

Cuando oí que la constitución islandesa había sido abandonada, la primera sensación fue de frío. Un frío glacial que me paralizó durante horas, incapaz de racionalizar lo ocurrido. Habiendo observado el proceso desde dentro, y escrito largo y tendido sobre la oportunidad que suponía –y cuan esperanzador era para los movimientos sociales a lo largo del mundo–, no fue una noticia fácil de asimilar. Pero comencé a procesar los hechos y a considerar la situación con cierta claridad. Quisiera volcar mis primeras impresiones respecto a lo sucedido.Se ha dicho de la Constitución que está “muerta”, “acabada”, que “la vieja guardia ha ganado”, que “se ha perdido la oportunidad”
El 27 de abril, los ciudadanos islandeses votaron en su mayoría por dos partidos: el Partido de la Independencia y el Partido Progresista. Alternándose o en coalición, estos partidos han gobernado Islandia casi continuamente desde 1944. Son precisamente los que, desde principios de los ‘90, encaminaron la deriva ideológica del Gobierno islandés hacia una dirección de explícita ortodoxia neoliberal. A lo largo de esos años, forjaron complejas relaciones clientelares con grandes empresas y las industrias pesquera y financiera. Fueron precisamente estas relaciones turbias las que contribuyeron a las crisis política, social, económica y ecológica tanto antes –moderadamente– como después –agudamente– del colapso bancario de 2008. Estos antecedentes son centrales a la hora de comprender no sólo el origen de la Constitución del crowdsourcing (colaboración abierta distribuida) nacida a partir del año 2009, sino también a quién favorecía y a quién perjudicaba la misma.
Los ciudadanos –comentaristas, limpiadores, académicos, tenderos, etc.– generarán relatos y narrativas respecto al –más que probable– abandono de la nueva Constitución, de acuerdo a sus conocimientos, intereses, optimismo y prejuicios. Las narrativas y terminologías escogidas importan, puesto que influyen en nuestra representación del pasado, nuestra comprensión del presente y la planificación del futuro. Se ha dicho de la Constitución que está “muerta”, “acabada”, que “la vieja guardia ha ganado”, que “se ha perdido la oportunidad”. También, que la Constitución era “inadecuada” o “demasiado radical”. Discrepo por varias razones.
Primero, la Constitución encarna una concepción revolucionaria de cómo se puede producir una constitución, y sobre quién puede producirla. Contiene propuestas consideradas radicales por algunos, pero que fueron aprobadas sin ningún problema por dos tercios del electorado en un referéndum no vinculante. Aquellos que, pese a tener que hacerlo por mandato electoral, no habían logrado reformar la Constitución vigente antes del 2009, se opusieron –por razones claras– tanto al proceso como al contenido de la nueva Constitución: los partidos de la Independencia y Demócrata. Tampoco la anterior coalición Socialdemócrata-Verde parecía tenerlas todas consigo, puesto que fueron incapaces de ratificar la Constitución durante su legislatura, pese a contar ésta con el respaldo de la mayoría del electorado.
El precedente procesal ha sido establecido, y la tecnología necesaria puesta a disposición de quien quiera utilizarla
Para muchos legisladores y abogados fue un gesto radical apartar a los profesionales del proceso constitucional, alejando así el contenido de la misma de los parámetros habituales. Para el Partido Progresista (conservador) la Constitución es radical por declarar todos los recursos naturales propiedad del Estado, y amenazar los intereses pesqueros de una de las regiones tradicionalmente más conservadoras. Y ciertamente, la Constitución es radical en relación a las dos anteriores, puesto que toma en cuenta los fallos históricos y la evasión sistemática de responsabilidades que caracterizaron a sus predecesoras.
Experimento único
Ante todo, es fundamental aprender y tomar nota de lo sucedido. Hace tres años, Islandia se embarcó en un experimento único, que hubiera parecido imposible sólo unos pocos meses antes. Pese a la obstrucción continua del Tribunal Supremo y de los partidos de derecha y centro, se formó un consejo independiente, elegido directamente por los electores y constituido principalmente por ciudadanos de a pie. Un consejo que redactó una constitución desde cero, en constante diálogo con la población, aprobada por mayoría en referéndum posteriormente. Pase lo que pase de ahora en adelante con el documento en sí, el logro que supuso su redacción permanece. El precedente procesal ha sido establecido, y la tecnología necesaria puesta a disposición de quien quiera utilizarla.
Asimismo, la experiencia islandesa demuestra cómo lo menos previsible y más improbable puede pasar. En este caso, fue gracias a una combinación de descontento popular, colapso absoluto de la confianza en –y de legitimidad de– la clase política islandesa, sumados a la ambición de Jóhanna Sigurdardóttir (la primera ministra nombrada en el año 2009) y por un tiempo, el apoyo de los partidos Socialdemócrata y Verde. Esta experiencia recalca la importancia del contexto histórico y político-social, así como la necesidad de aprovechar las oportunidades que éste nos brinda. La Constitución como proceso ha inspirado –y continuará inspirando– a ciudadanos de todo el mundo. La idea, el procedimiento y su desarrollo práctico han sido probados, demostrando su fiabilidad y su capacidad para tomar decisiones por consenso popular.
Lo impredecible
Por esta razón, pase lo que pase con el documento en sí, el audaz procedimiento que lo produjo no puede “morir”, ni puede ser borrado de los anales de los procesos constituyentes. Del mismo modo, la constitución-como-documento tampoco puede “morir” en sentido estricto: continuará encapsulando los debates y decisiones que la produjeron, así como la esperanza desde abajo que representa, tanto dentro como fuera de Islandia.
Es por lo tanto incorrecto hablar de la Constitución en pasado. Si las narrativas son importantes, también lo son los matices sintácticos que, como este, sólo contribuyen a diluir la centralidad y relevancia para el presente de dicha norma jurídica, facilitando su olvido progresivo.
Por ahora, continuaremos oyendo a los representantes del supuesto ‘realismo’ indiferente, decir que fue siempre demasiado idealista intentar reformar la Constitución de este modo. Puede que sea el caso. O puede que los “demasiado idealistas” sean precisamente la minoría que cree que, cinco años después de ser expulsados del poder –con la reputación, dignidad y confianza hechas pedazos–, es posible volver al Gobierno y, en beneficio propio, arrasar con los deseos del pueblo. ¿Acaso no son más idealistas aquellos que eligen gobernar con y desde el miedo; quienes utilizan una mayoría parlamentaria como justificación para desperdiciar una oportunidad histórica? Si este escenario parece ahora inevitable, recordemos que en 2009-2010, lo impredecible e improbable se hizo realidad.
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