Dominación y coherencia

Tanto lo privado como
lo público existen en
tanto que modalidades
de nosotros, más
o menos restringido en un caso,
ilimitado en el otro. Por contra,
lo íntimo se percibe y se
concibe como al margen de las
relaciones sociales, puesto que
es el escenario de nuestro vínculo
con nosotros mismos,
nuestra autoconciencia, nuestro
Yo, ese ente que nos permite
reducir a la unidad la fragmentación
heterogénea, paradójica
y contradictoria de que
estamos hechos en realidad.

, Profesor titular de Antropología de la Universitat de Barcelona
11/06/06 · 22:04
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Tanto lo privado como
lo público existen en
tanto que modalidades
de nosotros, más
o menos restringido en un caso,
ilimitado en el otro. Por contra,
lo íntimo se percibe y se
concibe como al margen de las
relaciones sociales, puesto que
es el escenario de nuestro vínculo
con nosotros mismos,
nuestra autoconciencia, nuestro
Yo, ese ente que nos permite
reducir a la unidad la fragmentación
heterogénea, paradójica
y contradictoria de que
estamos hechos en realidad.

Esa variante extrema del
dentro en que se produce
nuestra inmanencia -nuestra
virtualidad como seres que
pueden ser algo en sí mismos,
al margen del mundo externo-
es también el escenario de represiones
que obstaculizan su
desarrollo y nos impiden ‘encontrarnos
a nosotros mismos’.
Esos problemas subjetivos
suelen ser contemplados
como la causa de nuestras dificultades
a la hora de relacionarnos
con los demás. Es la
idea de que un yo averiado es
la causa, que no la consecuencia,
de nuestros problemas,
que pasan a ser siempre de un
modo u otro personales, en el doble
sentido de individuales y relativos a
la personalidad.

Ahora bien, no se ha sabido siempre
reconocer cómo el supuesto yo
interior se ha convertido en el instrumento
más sofisticado que se pueda
concebir al servicio de la dominación,
una dominación que ya no procede
de alguna instancia divina o humana,
pero exterior, sino de una voz
autoritaria que suena desde dentro y
no puede ser desacatada. La alienación
puede ser de este modo ignorada
en su fuente real -que procede
siempre de contingencias sociales
que están ahí fuera- y ser percibida
como procedente del mal funcionamiento
del sujeto. Esa fetichización
del yo hace más tolerables las relaciones
de sometimiento, interioriza
la represión y se naturaliza como artefacto
de control que, por mucho
que se aparezca como fuente de imperativos
éticos, no suele ser otra cosa
que un dispositivo de disciplina
social y políticamente determinado.

Lejos de ver denunciada su misión
centinela, el dentro individual
se ha acabado convirtiendo en el
último gran recurso de la superstición
comunitaria, es decir de la ilusión
de una forma de convivencia
basada en la comunión -que no en
la comunicación-, en este caso con
uno mismo. Y si la comunidad era
un hecho natural, lo que se oponía
a ella correspondía a la artificialidad
de una vida colectiva percibida
como sin alma y fundada en acuerdos
de mero interés. A diferencia
de la sociedad moderna, la mítica
comunidad se basaba en su propia
coherencia interna, es decir, en algún
tipo de sustancia esencial que,
desde dentro, le daba consistencia
al grupo y hacía de él algo más que
un mero agregado de individuos interesados
en asociarse. En su lucha
desesperada por mantenerse idéntica
a sí misma, la comunidad percibe
el exterior y lo procedente de
él como un peligro para su consistencia
interna. En la búsqueda ansiosa
de pruebas de su identidad-
es decir, de su reducción a una
unidad estabilizada y duradera- ese
mecanismo, como ha hecho notar
Richard Sennett, ha de funcionar
por fuerza de manera destructiva,
puesto que reclama un principio de
congruencia que las relaciones reales
con los demás y con uno mismo
nunca están en condiciones de
brindar. Dado que se basa exclusivamente
en la moral de la afectividad,
cualquier turbulencia procedente
del exterior podría desmentir
esa pretensión de congruencia interna
y poner en riesgo la autosolidaridad
de uno con uno mismo, es
decir, el principio que nos permite
mantener a raya la imparable tendencia
que la vida real nos hace experimentar
hacia la fragmentación
y la paradoja.

El gran desastre

Esa verdadera revolución cultural
que, de la mano de Descartes y
Calvino, implicó el brutal divorcio
entre interioridad y exterioridad -de
la que dependió el surgimiento del
sujeto moderno- no se pudo llevar a
cabo sino a partir de una devaluación
absoluta del exterior, de ese
afuera, en que ya no podía haber
más que silencio y desolación, puesto
que la experiencia de lo verdadero
sólo podía llevarse a cabo dentro de
cada cual. Ni los demás ni la naturaleza-
todo lo que estaba fuera alrededor-
podían ser fuentes fiables de
certeza, en tanto no había nada en
ellos que pudiera satisfacer una demanda
inconmesurable de autenticidad
y confianza. Allí fuera no había
nada que fuera susceptible de garantizar
la fijeza de un yo víctima de un
malestar que no podía ser aliviado,
ya que tampoco se sabía qué causaba
su angustia o su insatisfacción.
Todo conflicto pasaba entonces a ser
vivido en clave psicológica, es decir
que ya no podía reconocer en el exterior
las causas de su mal, sino que
buscaba lo que le afectaba en ese
dentro abisal cuyo fondo no se
podía atisbar. Del mismo modo
que se era incapaz de encontrar
en el exterior lo que le podría
salvar, tampoco encuentra allí
las desigualdades o agravios que
le afectan en realidad. Las causas
del dolor interior están en el
interior, se sostiene.

Ése fue el gran desastre: la
obligación que se le impuso al
yo de atrincherarse en sí mismo,
hacerse hipocondríaco ante las
acechanzas de la discontinuidad
y la contradicción que lo asediaban
desde el exterior. Todos los
habitantes de las afueras de uno
mismo -incluso los seres que podríamos
llegar a amar- pasaban
a ser apreciados como potenciales
conjurados contra la integridad
del sujeto.

He ahí el principal lastre que
nos impide escapar hacia un exterior
que siempre estuvo y está
lleno: lleno de mundo. Acaso
nuestro objetivo no debería ser
otro que vencer esa ruptura terrible
que, como nos recuerda
Lévi-Strauss, un día se encarnizó
con nosotros y nos obligó a
concebir como incompatibles,
“el yo y el otro, lo sensible y lo
racional, la humanidad y la vida”.
En pos de esa meta, acaso
imposible, es el sujeto lo que nos
sujeta, puesto que es lo que nos convierte
realmente en sujetos, en el
sentido de seres atados o asidos.
¿Cuándo nos daremos cuenta de que
la lucha pendiente no es la que nos
permitiría liberar el yo, sino liberarnos
de él? En cambio, insistimos en
pensar que es de dentro de donde cabe
esperar la revelación de lo que somos
o de lo que creemos o queremos
ser realmente, y que ni hemos sido,
ni somos, ni seremos. Pánico a los
desmanes de una existencia social y
una comunicación con el universo
que sólo pueden ser exteriores, en la
medida que buscan saciar otra sed
no menos imperiosa: la de todos los
otros y la de todo lo otro. Vértigo ante
la evidencia de que penetrar en
cualquier afuera nos obliga a multiplicarnos
y a ser diferentes a no
sotros mismos. Negación testaruda
de que es cierto que es en el fuera,
en nuestros alrededores, donde residen
nuestros peores enemigos, pero
también los cómplices que nos ayudarían
a combatirlos. Todo lo que está
ahí, esperándonos a la salida,
mancha, amenaza ese dios maltrecho
que está en nuestro interior -y
que somos nosotros mismos-, puesto
que nos obliga a convertirnos en
simplemente humanos.

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