Aprender de las
experiencias del pasado
es condición sine qua
non del éxito de los
movimientos y la de
Génova es quizá una de
las más aleccionadoras.
La caída del muro de Berlín
representó para muchos
estudiosos el crepúsculo de
las movilizaciones sociales
asociadas al anticapitalismo. Eran
tiempos de revoluciones de terciopelo
que, aunque ilusionaron a quienes
pensaron que podían representar
una nueva primavera de Praga antiburocrática,
no tuvieron más efecto
que el de consolidar las transiciones
de los sistemas del “socialismo real”
a sistemas ultraliberales de democracia
procedimental.
Fue la época
también de la institucionalización de
buena parte de los llamados “nuevos
movimientos sociales” (en especial
de los verdes alemanes convertidos
en eco-capitalistas) y de la domesticación
de buena parte de la solidaridad
internacional que tomaba la forma
de ONG y asociaciones humanitarias.
Aunque en las ciencias sociales
se asumían ya como habituales
los movimientos sociales y las formas
de intervención política no convencionales,
los imperativos de la gobernanza
doméstico-estatal condicionaban
la acción colectiva.
Sin embargo, con el precedente
fundamental de la experiencia neozapatista
en Chiapas, el nuevo milenio
comenzó para los movimientos
con la resaca de las protestas en Seattle
contra la Organización Mundial
del Comercio. Desde ahí, las movilizaciones
contra las organizaciones
mundiales de gestión se extendieron
a todo el mundo en forma de días de
acción global. En Europa, la reunión
en Praga entre el Banco Mundial y el
Fondo Monetario Internacional, en
septiembre de 2000, abrió un ciclo
que culminó poco menos de un año
después con la imponente movilización
de Génova contra el G8.
Aquellas protestas representaron,
como decimos, el punto culminante
de un movimiento cuyas características
principales fueron dos. En primer
lugar, el despliegue de formas
de acción colectiva conflictivas; los
días de acción global apostaban por
los bloqueos y los enfrentamientos
(más o menos simbólicos según los
grupos y los casos) en cada cumbre
de las instituciones de gestión global.
En segundo lugar, el movimiento fue
capaz de situar la protesta política
más allá de los límites del Estado, al
identificar al adversario político con
el neoliberalismo y no solo con sus
instituciones de gestión estatal.
Movilización lejos del Estado
Los movimientos globales lograron
hacer política allí donde se concentra
más poder, a saber, en la economía
global, haciendo visibles los límites
de la movilización, tanto de
los partidos de izquierdas y los sindicatos,
como de los movimientos
nacionalistas que seguían privilegiando
el escenario estatal. En definitiva,
replantearon algo que fue
fundamental para el desarrollo de
los movimientos socialistas desde
el siglo XIX pero que fue extremadamente
difícil en el siglo XX: la
movilización política más allá de
los límites del Estado.
Sin embargo, la represión contra
el movimiento global en Génova,
que se cobró la vida un manifestante
y produjo cientos de heridos y detenidos,
marcó un antes y un después
para las jornadas de acción global.
Aquel ataque (policial y político)
contra el movimiento fue un
intento, en cierta medida exitoso,
de probar un antídoto europeo
frente a unas protestas que no paraban
de extenderse.
En Génova, en particular, se estranguló
el espacio político de la
desobediencia como forma de intervención
a medio camino entre la
violencia y la participación convencional.
Frente a aquel modelo represivo
las únicas alternativas eran,
o bien manifestarse de manera convencional
renunciando así a todo el
potencial comunicativo propio del
movimiento, o bien asumir una modalidad
de conflicto callejero de estilo
insurreccional donde la muerte
planeaba como una eventualidad
perfectamente posible.
Este diseño de la represión en
Génova no fue específicamente italiano
sino que, con diferentes variaciones,
se dio en otros lugares
cuando las circunstancias lo hicieron
preciso, como fue el caso de
Goteborg (con varios heridos de bala)
y Barcelona (con una escandalosa
infiltración policial en los disturbios)
en 2001 poco antes de las
movilizaciones de Génova, y también
en Madrid en 2003 durante las
manifestaciones contra la guerra.
El 15M y la desobediencia
El movimiento 15M, que a todos los
“movimentólogos” nos está impresionando,
tiene muchas características
que lo diferencian de los movimientos
globales, pero también otras
que lo asemejan. Entre las segundas
destacan el hecho de haberse originado
en acciones desobedientes (las
acampadas y concentraciones sistemáticamente
prohibidas) y el de haber
puesto la indignación ante las
consecuencias de la crisis global en
el centro del debate político.
En lo que a la represión se refiere,
hasta la fecha el 15M ha sabido
emplear bien la táctica del judoka;
cada acción de los antidisturbios
(de la Policía Nacional o de los
Mossos) se ha vuelto en contra de
los objetivos que perseguía y ha reforzado
al movimiento. Este fracaso
de la acción policial demuestra, sin
duda, la fuerza del movimiento 15M,
pero nunca hay que subestimar la capacidad
del adversario para redefinir
las reglas del juego mediante la represión.
Los desobedientes italianos,
inspirados por el neozapatismo, inventaron
formas de intervención política
de potencialidades comunicativas
desconocidas, pero vieron que
en Génova las autoridades forzaron
un escenario que obligó al movimiento
a recular.
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