Una de las maneras que
los Estados tienen de recabar
legitimidad entre
la ciudadanía consiste
en presentar el uso de la fuerza como
la última opción una vez agotadas
las vías de solución pacífica de
los conflictos. Con ese fin, precisamente,
numerosas normas internacionales
y estatales supeditan el
uso de la fuerza a la observancia de
estrictos criterios de congruencia,
oportunidad o proporcionalidad.
La lógica sobre la que se fundan estos
principios es simple: los poderes
Una de las maneras que
los Estados tienen de recabar
legitimidad entre
la ciudadanía consiste
en presentar el uso de la fuerza como
la última opción una vez agotadas
las vías de solución pacífica de
los conflictos. Con ese fin, precisamente,
numerosas normas internacionales
y estatales supeditan el
uso de la fuerza a la observancia de
estrictos criterios de congruencia,
oportunidad o proporcionalidad.
La lógica sobre la que se fundan estos
principios es simple: los poderes
públicos sólo pueden disponer
del aparato coactivo si es absolutamente
imprescindible y deben asegurarse,
en todo caso, de que no se
provoque un mal mayor.
Contemplados desde esta perspectiva,
los hechos que se vivieron
en las calles de Barcelona el pasado
18 de marzo son un claro ejemplo
de la distancia que suele mediar
entre el deber ser y el ser de la
actuación policial. Más de 200 personas
resultaron heridas, una treintena
de periodistas entre ellos, y
una protesta social –el rechazo al
‘Plan Bolonia’– que hasta entonces
había transcurrido sin mayores incidentes,
pasó a convertirse en una
cuestión de ‘orden público’. La
irrupción violenta de la policía en
el edificio histórico de la Universidad
y el desprecio exhibido hacia
estudiantes, peatones y reporteros
gráficos visiblemente identificados,
generó una fuerte indignación entre
amplios sectores de la sociedad.
En un gesto bastante atípico en
este tipo de ámbitos, la cúpula de
Interior reaccionó admitiendo
errores y pidiendo disculpas a los
afectados. La mayoría de la clase
política, no obstante, cerró filas en
defensa de la actuación policial y
centró sus críticas en el consejero
Joan Saura. Desde el PSC hasta
CiU, desde ERC hasta el PP, no faltaron
voces que calificaron la intervención
como “normal”, ya que
entre los manifestantes había “elementos
antisistema” que habían
“provocado” el enfrentamiento
con la policía. La ex consejera de
Interior, Montserrat Tura, llegó a
reclamar más mano dura con los
estudiantes, alegando que “un acto
de protesta que no cumple con
todos los requisitos, no es una manifestación,
sino un acto de desorden
público”. Además de los evidentes
intereses partidistas, detrás
de todas esas afirmaciones late
una peligrosa concepción de la seguridad
que parece convertir cualquier
forma de protesta no convencional
en una cuestión de orden
público, antes que de orden
político. Los manifestantes como
un todo pasan a ser considerados
“violentos en potencia”, enemigos,
y el camino a la militarización del
espacio público y a la dureza policial
queda expedito.
Más inteligentes
A pesar de su supuesto realismo,
este sentido de la razón de Estado
es, en rigor, bastante irrealista. Otorgar
una especie de carta blanca
a las fuerzas policiales, además de
exponerlas a una constante deslegitimación,
las convierte en fuente
de nuevos y más graves enfrentamientos.
Con frecuencia la saturación
policial del espacio público,
lejos de disuadir el conflicto, lo espolea.
Para el día 26 de marzo,
Interior exhortó a la ciudadanía a
no acercarse al centro de la ciudad
ni participar en una manifestación
calificada de “alto riesgo” por los
servicios secretos, y se dispuso el
establecimiento de un férreo cerco
policial. Más inteligentes que la policía,
los estudiantes cambiaron el
recorrido, burlaron el operativo y
protagonizaron una manifestación
nutrida y totalmente pacífica.
Esta concepción de la seguridad
y del orden público, defendida por
muchos de los que la combatían hace
años, refleja a la postre una pobre
concepción de la democracia y
de los derechos. El conflicto es fundamental
para la profundización de
la democracia, sobre todo cuando
permite dar voz a grupos injustamente
marginados del espacio público.
De lo que se trata es de evitar
que esos conflictos se resuelvan a
través del recurso indiscriminado a
la violencia. Y aquí los poderes públicos,
que aspiran al monopolio de
su uso legítimo, son los principales
obligados. Por eso, medidas como
las cámaras de vigilancia en las comisarías,
insignias de identificación
de los agentes, prohibición de armas
no reglamentadas, creación de
unidades de mediación en conflictos
o el establecimiento de estrictos
protocolos de actuación de los antidisturbios,
son fundamentales para
construir un modelo de seguridad
basado en la apertura de nuevos espacios
de discusión democrática y
en la minimización del uso arbitrario
de la fuerza.
Otra cosa diferente es que estos
objetivos, así como la pedagogía de
fondo que debe acompañar su consecución,
puedan ser alcanzados
desde una consejería dirigida por el
máximo líder de un partido de izquierdas
que es el socio menor en
un gobierno de coalición. Pese a las
bravatas conservadoras, no han
sido pocos los intentos de democratización
de los cuerpos de seguridad.
Lo cierto, sin embargo, es que
por cada pequeño progreso registrado
se han producido peligrosos
retrocesos que oscurecen el balance
de conjunto. Más allá de sus declaraciones
de intenciones, la Consejería
del Interior catalana no ha
podido, no ha sabido o no ha tenido
la valentía suficiente para afrontar
las resistencias externas y, sobre
todo, las provenientes del interior
del cuerpo policial. Es difícil aceptar
que la crisis desatada por los excesos
policiales pueda zanjarse con la
dimisión de un cargo intermedio, sin
abrir ningún expediente y otorgando
todos los poderes de mando a un
conspicuo representante de las inercias
autoritarias del pasado como es
el actual secretario general de
Seguridad Pública, Joan Delort.
Otra política de seguridad más democrática,
más garantista, y a mediano
plazo, más realista, sigue siendo
necesaria. Lo discutible es en qué
espacio deberían generarse la fuerza
social y las iniciativas capaces de
hacerla posible.
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