El Demonio de la Burbuja

Los multitudinarios actos de desobediencia civil, los procesos masivos de participación y decisión horizontal... son rasgos de un poderoso movimiento: Primavera Árabe, 15M y Occupy Wall Street. Tras la retoma de las plazas el 12M, el músculo -la capacidad de imponer una agenda política- y la potencia que el movimiento exhibía parece haber llegado a un impasse. Profundizamos la reflexión colectiva.

, Psiquiatra y ensayista
16/07/12 · 0:00
Isa

El relato de Shekel Algo Gratis
actualiza el cuento clásico sobre el genio de la botella que ofrece
realizar tres deseos a su propietario. En este caso el genio se
actualiza convertido en una máquina, pero se conserva la oferta de hacer
realidad los deseos de su cliente. Éste pide sucesivamente tres
millones de euros, un castillo lleno de voluptuosas amantes y una salud
de hierro que conduzca a la inmortalidad.

Al final de esa bacanal consumista, aparece ante nuestro
héroe un
acreedor implacable –la bruja Austeridad– que le pasa la factura por los
servicios recibidos. La historia termina con nuestro imprudente
deseante –sin tiempo para gozar sus posesiones– enviado a una cantera
donde debe ganar el dinero con el que pagar sus deudas. Las innumerables
versiones del cuento tienen la misma moraleja: desconfía de tus deseos
sobre todo cuando un poder desconocido se ofrezca a cumplirlos gratis.
El capitalismo postmoderno funciona como esa máquina que crea
–satisface– deseos para cobrarlos a posteriori. Sus diseñadores la
llaman economía de mercado y su secreto, como el del demonio de la
botella, es conocer la incapacidad de los humanos para comportarse con
sus deseos como un elector racional.

El duende de la burbuja recorrió España durante la
década de la prosperidad disfrazado bajo el nombre de crédito y repitió
de nuevo el juego. Lo que llamamos crisis no es sino el tiempo en que
toca pagar y lamentarse por las trampas del juego. De aquel autorelato
biográfico cínico –obedecía al banco, sí, pero votaba socialista–, la
quejumbrosa población española está siendo dominada por un miedo que
amenaza actualizar los pánicos de antaño. Como tantos otros
sentimientos, los miedos no nacen en lo íntimo y se generalizan en lo
social sino que se interiorizan desde la Historia. Jean Delumeau hace un
apasionante relato de los Miedos de Occidente: las brujas, el milenio,
la Revolución Francesa, la maquina de vapor, desencadenaron pánicos
colectivos que se interiorizaban como angustias personales.

En la actual crisis socioeconómica española el miedo se
plasma en varios híbridos sentimentales que presiden nuestro imaginario
colectivo y paralizan la acción transformadora. En los jóvenes, el miedo
se combina con un resentimiento contra la herencia recibida y se
traduce en el reproche contra el pensionista o el emigrantes percibidos
como gorrones despilfarradores que hipotecan su futuro. El miedo del
precariado al futuro difícilmente se contiene por alguna solidaridad
transgeneracional. El joven en precario no tiene ninguna cita que
recoger del viejo sindicalismo que dejó un desierto industrial tras de
sí y no luchó por el futuro.

El gran pánico postmoderno, el denominador común, es la
pobreza. “Yo soy de clase media” es la respuesta de la inmensa mayoría
de la población

El miedo en los viejos se mezcla con la incredulidad por
la pérdida de derechos. Pensaron que tenían derechos tan reales como
sus pulmones y descubren de repente los ambiguos significados de tener.
Durante la prosperidad, esta capa de población madura experimentó
sentimientos de seguridad similares a los del espectador: aunque las
negras tormentas de la historia arruinasen América o África, en la vieja
Europa se envejecía plácidamente.

Comprobar que los derechos se pierden y que el futuro es
inseguro, produce en ellos un miedo-ceguera traducido en una
racionalización negadora: temo perder mis derechos pero al final todo
irá bien y los agoreros carecen de razón. El gran pánico postmoderno, el
denominador común, es la pobreza. “Soy de clase media”, es la respuesta
de la inmensa mayoría de la población a todas las encuestas sobre
conciencia de clase. El miedo a quebrar esa identidad genera en la
multitud el híbrido miedo-vergüenza: “yo que creía tener el futuro
asegurado, me despierto con el riesgo de quedar en la calle”.

El alter ego identitario de esa clase media fue el minibroker
que, pidiendo créditos, participaba de los beneficios financieros de la
burbuja. Pasar periodos de pobreza fue antaño una realidad tan habitual
para la clase obrera que no producía vergüenza. Hoy la pobreza es cosa
de tontos o pusilánimes a despreciar. De ahí que el miedo a empobrecer
se mezcle con la vergüenza: cuando no se pueden pagar las hipotecas hay
que ocultarse de la mirada inmisericorde de los vecinos. El paro, cuando
deja de ser un estado pasajero, totaliza una biografía de perdedor que
crea una multitud de solitarios.

Y en esa multitud el miedo crónico produce impotencia.
Los azares económicos transforman realmente la vida en el autorelato
lleno de furia y sinsentido del que nos advirtió Macbeth. Por eso, a la
pregunta sobre si la crisis se resuelve con la lucha colectiva se
responde con un ‘no’. Por supuesto que los viejos sentimientos de
lealtad-compañerismo se habían agostado mucho antes de la crisis por el
proceso de individuación. Las relaciones del trabajo precario rompieron
las relaciones salariales y los sentimientos de pertenencia a un
colectivo. Los conflictos de clases se transformaron en un escenario de
‘yoes’ peleando por un mercado escaso. La crisis está transformando los
restos del ‘nosotros obrero’ en una especie de guerra entre los pobres
donde se sataniza al de más abajo como competidor por los restos del
trabajo. Benjamín nos advirtió de que bajo el capitalismo nunca se está
lo suficientemente asustado para no transformar el miedo en un vacua
espera optimista de que cambie el ciclo. Por ello, ese miedo no necesita
consuelo, sino razones que lo transformen en indignación. De la
desesperanza con las soluciones de políticos o expertos, parece emerger
una masa crítica con esperanzas hasta ahora inadvertidas de
transformación social.

Desde la indignación, la razón común puede
cortocircuitar los viejos tópicos que afirman que sólo debe tener
salario quien trabaje

La indignación transforma el miedo, alejándolo de la
posición del “yo no lo puedo aguantar” para localizar las causas de la
desgracia, desenmascarar trampas y urdir fraternidades que peleen por lo
común. Desde luego que las protestas protocolizadas de la
socialdemocracia o la entrega a un populismo derechista puede llevarnos a
perderlo todo, privatizando totalmente lo común, condenándonos al
“sálvese quien pueda” de una existencia abstracta y vagabunda. Pero
también desde la indignación, la razón común puede cortocircuitar los
viejos tópicos que afirman que las deudas deben pagarse, o que sólo debe
tener salario quien trabaje, para empezar pidiendo una renta básica sin
contraprestaciones o una defensa de los bienes comunes que posibiliten
unas biografías sosegadas que, al no temer por la subsistencia, puedan
distanciar los señuelos que, como deseos, les ofrece el mercado.

La paradoja de la máquina cumplidora de deseos ha sido
protocolizada como test por los hermanos Strugatski, comprobando el
escaso número de quienes aciertan a resolverlo con justeza: frente al
horror de ver morir a todos nuestros allegados si se cumple el deseo de
inmortalidad, hay que pedir un deseo de que vivan todos para evitar las
consecuencias no queridas. Lo consolador es que la mayoría que responde
como egoístas se indigna cuando el investigador les revela la solución
colectiva: “¿Por qué no me lo dijiste antes?: yo también habría pedido
el bien común”.

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comentarios

0

  • |
    Ortzi
    |
    Sáb, 02/09/2013 - 09:09
    De la crítica social al delirio. ¿Nueva tendencia del periódico, o solo del autor del artículo? Empiece por no mezclar mentiras con verdades. La culpa no es de quien a pedido préstamos para vivir dignamente. La culpa la tienen una fiscalidad regresiva que no grava a quien mas tiene, y el sistema económico-financiero que necesita de endeudamiento para crear crecimiento continuo, es decir, crecimiento insostenible. El resto del artículo, verborrea incomprensible...
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