¿Degradación de la democracia?



Se han multiplicado las denuncias
que acusan al Estado
de vaciar de contenido la
legalidad y de ir degradando
la democracia. Los juristas hablan
de la introducción del Derecho penal
de autor, de acusaciones sin delito,
sino sólo contigüidad (“entorno”), de
sentencias “ejemplares”, veredictos

06/03/08 · 0:00
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Se han multiplicado las denuncias
que acusan al Estado
de vaciar de contenido la
legalidad y de ir degradando
la democracia. Los juristas hablan
de la introducción del Derecho penal
de autor, de acusaciones sin delito,
sino sólo contigüidad (“entorno”), de
sentencias “ejemplares”, veredictos
por motivaciones políticas, etc. No
sólo el caso insigne de los procesos
contra movimientos políticos y sociales
vascos, sino contra okupas,
huelguistas y acciones de protesta
civil, así como la práctica de la tortura
y los malos tratos (v. g. en
Cataluña), muestran una degradación
del estado del derecho, o del
Estado de Derecho suponiendo que
lo haya. Porque de esto se trata. La
acusación se sitúa en el marco de la
“guerra contra el terror”, aprovechada
en todo Occidente, al parecer, para
apretarnos los tornillos a los ciudadanos
y hacernos un poco más
súbditos.

Tengo algún problema con la ‘corrección
política’ de esta retórica. A
fin de cuentas España queda situada
en medio de los países occidentales
como una democracia más entre
ellas, lo que diluye la específica situación
española; incluso diría que
la eufemiza. Nuestra democracia
¿está amenazada? O, al contrario,
¿no será mucho suponer que aquí la
haya? Porque en España tengo la impresión
de que la democracia es como
la barra de carga de un ordenador
que se ha quedado atascada a la
mitad y cuyo color ni siquiera ha logrado
estabilizarse. Cuando en la
Alemania de posguerra se discutieron
las leyes de emergencia, Theodo
Adorno dijo que allí ese tipo de leyes
serían directamente represivas, a diferencia
de otros países con una democracia
más arraigada. Es el caso
evidente en España con la aplicación
de la ley (ad hoc) de partidos.

Fusión

Una oligarquía puede consentir en
un cierto cambio de las reglas, si es
para preservar sus intereses. Aquí
Iglesia, Ejército y rey se han fundido
con una oligarquía capitalista (en cuyo
núcleo, por cierto, está integrado
el gran capital vasco). El Antiguo Régimen
sobrevive así en una España
que no ha conocido revolución fundadora
de su nación en ninguno de
los tres tipos clásicos:

1º) La Glorious Revolution que cerró
el siglo XVII británico es el modelo
implícito dominante actualmente.
Esa revolución inglesa consistió
en la rebelión de los ricos (la clase
propietaria territorial y comercial),
representados por el Parlamento,
contra el rey y los pobres. El Antiguo
Régimen quedó en ella como un resto
simbólico que enlazaba en común
interés a terratenientes y propietarios
de títulos de deuda. Su recurso
integrador fue el imperio.

2º) Un siglo después de la revolución
inglesa, la revolución norteamericana
defenestró a la corona británica
y entronizó en su lugar a la
Ilustración. La abstracta igualdad
ilustrada, que hacía tabla rasa de los
privilegios históricos, representaba
en América la antropología de una
burguesía colonial, cuyos pauperes
pasaban a ser los pueblos sometidos;
a éstos sólo se les reconocía el derecho
a ser iguales –en su desigualdad
de hecho–, pero no desiguales –con
derecho a ser respetados en su particularidad
concreta–. Toda América
ha sido el campo de aplicación de esta
ideología, que por lo demás se ha
hecho dominante en la retórica mundial
a través de instituciones oficiales
(como la ONU) e inoficiales (como
Amnistía Internacional). Esta retórica
puede tener incluso su eficacia
humanizadora, mientras no tope
con realidades concretas, étnicas y
de clase irreductibles al igualitarismo
ilustrado (como la población indígena
de toda América). Puede considerarse
irónico que la izquierda
abertzale reclame al Estado español
derechos humanos y políticos, cuando
esta retórica no prevé la diversidad
más que como derecho abstracto
(v.g. en el mandamiento de tolerancia),
es decir, como variante de
una igualdad poco propicia a generar
derechos particulares.

3º) La clásica revolución “nacional”
fue, con todo, la Revolución (en
español se suele escribir con mayúscula)
francesa de 1789. La burguesía
cortó la cabeza del rey, excluyó
a la Iglesia del poder estatal e
integró al pueblo en un ejército ‘nacional’.
Típico fue el Estado jacobino,
versión ilustrada, igualitaria
frente al privilegio, del despotismo
borbónico. La progresía española
se ha apuntado de forma entusiasta
a esta versión del Estado, pero precisamente
en un país sin revolución
nacional. Ello ha permitido en la
España post-franquista la alianza
de la progresía ilustrada, e incluso
marxista, con el Antiguo Régimen.
La democracia resultante es en el
fondo la de súbditos diversos que
una forma general iguala como ‘ciudadanos’.
El resultado es una labilidad
permanente de la forma estatal
unitaria, encubierta por una extrema
rigidez autoritaria y un control
férreo de la opinión pública.

La alternativa vasca de una revolución
socialista nacional, pero no
burguesa, plausible en los años ‘60
y, con retraso periférico, en la lucha
contra el tardo-franquismo, se enfrentó
a la aceptación general del
compromiso en la ‘Transición’, pero
también al entorno ‘occidental’, que
había hecho de ese compromiso una
pieza intocable en la Guerra Fría
(consagrada en el referéndum de la
OTAN). El rechazo se encapsulaba
así como resistencia en un sector geográfico
y social del País Vasco.
Ahora bien, las armas son difícilmente
compatibles con la política, v.
g. en la forma de movimientos civiles,
además aislados de una estructura
de partidos ‘integradora’ más
que representativa. Por la otra parte
una estilización, v.g. leninista, de la
confrontación, eximiéndola, aunque
sea relativamente, de la reflexión,
amenaza su racionalidad y con ella
la misma rebelión.

En contra de la resistencia frontal
y aun cruenta está la sospecha de
que reproduzca el papel de la víctima
en el sistema de dominación confirmándolo
precisamente como rebelde,
una posición prevista por el
poder. Una larga historia de revueltas
campesinas aplastadas avalaría
esta sospecha. Pero, ¿hay otro éxito
que romper las reglas del juego dominación-
rebelión? Así lo mostró
Gandhi, cuyo compromiso pacifista
suele ser enfatizado, pero que en otro
aspecto debe ser puesto al lado
del Mao-Tse-Tung de “la larga marcha”.
Es difícil encontrar en una sociedad
esa capacidad de romper la
reproducción de la dominación. La
fascinación que genera el poder y garantiza
la sumisión, e incluso genera
el odio contra lo no conforme, se invierte
por el lado rebelde en el resentimiento
que se proclama anti poder
y reproduce más de lo que cree aquello
a lo que se opone, precisamente
porque se le opone en absoluto, como
algo por completo ajeno. Ese radicalismo
de la confrontación rompe
los puentes, la construcción de posiciones
intermedias, y consolida insolublemente
en antagonismos o pasividades
lo que en un tiempo podían
haber sido posibilidades persuasivas
y alianzas necesarias.

Por su parte, este Estado quiere
la confrontación extrema precisamente
para poder dominar más
brutalmente, haciendo sentir la
dominación a todos en la persona
del rebelde; y recurre a criminalizar
todo partido o movimiento civil
con dimensión política que se
le oponga. La gran objeción a la lucha
armada en nombre de una acción
política posible recibe así la
formidable contra-objeción de la
misma imposibilidad de la acción
política. Hace falta resistencia e
inteligencia para subvertir esa estrategia
estatal, cuya debilidad es
su misma brutalidad.

El tema del debate
_ LOS LIMITES DE ESTA DEMOCRACIA

_ Con la ilegalización anunciada y preventiva de dos partidos
políticos, en plena campaña electoral, y en medio
de denuncias sobre la falsa separación entre los tres
poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, son muchas las
voces que se preguntan sobre la solidez democrática de
este Estado. Aportamos una reflexión para este debate.

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