Cuando todo lo explica el ‘conflicto’ o la venganza de Estado

Son muchas las voces que denuncian la deriva del orden vigente
hacia un capitalismo punitivo. Desde los menores en peligro hasta la
inmigración, pasando por un abanico de prácticas disidentes o fuera
de la norma, para muchos el futuro es vérselas con el músculo policial-
judicial-carcelario. ¿Qué lugar queda para abrir nuevos espacios,
para la política de los y las excluidas?

05/03/09 · 0:00
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No hay actuación, comunicado,
reacción, convocatoria,
propuesta, ekintza,
estrategia, dinámica, manifestación,
pacto, maniobra política,
planificada o deliberada por una
parte de la autodenominada izquierda
abertzale, o la propia ETA,
que no sea explicada y justificada
por la existencia del conflicto.
Véase el comunicado de ETA celebrando
el medio siglo de existencia
y dispónganse a chutarse con
la adrenalina conflictual que despliega
el escrito. Como si ese concepto,
por sí solo, tuviera propiedades
exfoliantes de la realidad,
cual catecismo metabolizado; como
si el conflicto revelara, no sólo
el presente, sino el pasado perfecto
e imperfecto y, hasta el futuro de
indicativo y también de subjuntivo.
Como si el eterno conflicto actuase
como un protector estomacal ante
la indigestión de una práctica política
absolutamente enmarañada y
perversa. Aquí, o lo admites o estás
de sobra. Aquí, o te metes el conflicto
por vena, con su trascendencia
histórica incluida, y lo rumias
como epitafio de todos tus pensamientos,
palabras, obras u omisiones,
o eres un colaboracionista del
Estado. Porque quienes reniegan
de ETA y su estrategia polarizante,
los que le dicen a ETA que su
táctica requiere una renovación,
que no puede sentirse ontológica,
como el Estado, porque ya se ha
convertido como bien dice Alba
Rico en “una instancia teológica
de legitimidad cuya existencia no
puede negarse sin incurrir en un
pecado de apostasía”; esos no sólo
no entienden el conflicto, sino que
pertenecen a la chusma españolizada
que más molesta.

De la misma manera, y con igual
intensidad, no hay planificación
policial, actuación de los cuerpos
llamados de seguridad del Estado,
estrategia electoral, práctica jurídica,
dinámica legislativa, proposición
de ley relativa al terrorismo o
la mismísima Ley de Partidos, que
no sea o parezca fruto de la venganza
del Estado ante la violencia
histórica de ETA. Como si esa
justicia política, ensalzada democráticamente
hasta la saciedad e
incluso hasta la zafiedad, hubiera
sucumbido ante los demonios del
ojo por ojo, con su doble moral incluida,
tan desnuda como los ecos
de un epitafio. Y aquí, o estás con
esa democracia de mínimos o eres
un colaboracionista de ETA. Aquí, o
estás con esta legalidad de saldo, la
que aborda las estrategias antiterroristas,
ésa que permite despóticas
violaciones jurídicas, como las
que un día sí y otro también consienten
la condena de personas sin
pruebas tras instrucciones judiciales
“atípicas” en busca del último
comando terrorista; o eres un contaminado.
Aquí hay que aceptar la
sospecha preventiva y la venganza
infinita. Aquí tienes que entender
que no condenar los atentados de
ETA tiene un precio político de largo
alcance: aceptar esa legislación
construida a golpe de ingeniería jurídica,
que viola los más elementales
principios de la libertad de expresión.
Y es que en este contexto
todo es ETA. Ya lo saben. Es entonces
cuando uno echa en falta el exquisito
cuidado procesal que la alta
magistratura española puso en marcha
al abordar en el macro-juicio
contra Al Qaeda del 11-M.

Pues bien, entre ambas pericias
se levanta cada día la mayoría de la
sociedad, la mayoría del pueblo
vasco, el nombrado y el olvidado,
excepto las élites políticas que gestionan
ambas estrategias, las cuales
buscan nuestra complicidad
racional y emocional. Como si sólo
existiera ese espacio en el que descansar
nuestra vapuleada razón.
Ése que preside el omnipresente “o
conmigo o contra mí” que encastilla
a los inertes, mata a los muertos
y desnuda a los desnudos.

No soy de los que cree en la equidistancia
posmoderna. Ese limbo
protector que algunas mentes pesebristas
han diseñado intelectualmente
para protegernos de la
ingente contaminación política
ambiental. No soy de los que cree
en la neutralidad aséptica sin salpicaduras
ni efectos secundarios.
Porque no se pueden tapar dos cabezas
con la misma boina. Por eso
creo en la radicalidad de pensamiento,
aunque la realidad se vista
del color que le venga en gana,
o ese día te coja por la espalda.
Porque es imposible seguir manteniendo
el posicionamiento gregario
en función del suceso diario:
si hay sangre miramos hacia un
lado y si hay ilegalización, detención
o tortura, reconocida o no,
miramos hacia otro. Y así hasta
cegarnos con nuestro particular
estrabismo binario.

Ambas posiciones, las que dominan
y contaminan el espacio social,
jurídico, político y relacional de
nuestra sociedad, son perversas.
Porque no están a la altura de la
auténtica resolución de conflictos,
ésa que de partida reconoce al adversario,
ésa que apuesta por reconocer
los derechos del contrario.
Son perversas porque centrifugan
hacia adentro, hacia los suyos
–porque nunca existe el ellos– tratando
de excluir voluntades necesarias
para gestionar el conflicto
globalmente, porque desmovilizan
socialmente o movilizan hacia los
extremos, se mueven entre el “ahí
te jodas” o el “hasta la victoria
siempre, aunque no nos siga ni
Dios”. Porque ambas estrategias
impiden un marco normalizado de
luchas sociales que necesariamente
requieren constantes renovaciones
estratégicas. Porque sus prácticas
y dinámicas acumulan gravísimos
deficits democráticos los
cuales se invocan en nombre de valores
universales hoy absolutamente
desprestigiados por esas
mismas prácticas siniestras y prevaricantes.
Ello viene a confirmar
que ambas estrategias, posiblemente
sin saberlo, participan de la
despolitización del sujeto social como
agente fundamental de cambio.
Ése que llamamos pueblo. Son perversas
porque quienes identifican
las claves políticas sobre las que
pivota su actuación pública y privada
actúan de espaldas a las verdaderas
necesidades políticas, sociales
y económicas de la mayoría
de la sociedad. Y proceden polarizando
y tensionando a la sociedad
y sus agentes con el único objetivo
de lograr la máxima rentabilidad
política o la aniquilación física o
jurídica del enemigo. Son perversas
porque ambas, cada una en su
estilo, demuestran el lado teológico-
moralizante de su intencionalidad.
Unos saben que Dios hace lo
que hace, como otros aceptan que
ETA sabe lo que se trae entre manos;
Dios lo hace por el bien de sus
creyentes, ETA por el bien del pueblo
vasco. Eso es teología pero
nunca será política. De la misma
manera, el Fiscal General del Estado,
excitado por la venganza encubierta,
el cinismo exaltado y glacial
y la moralidad jurídica de sus
posicionamientos, opta por procesar
aquellas intenciones políticas
ajenas a su credo moral. Confunde
así los principios con los fines. Eso
es teología jurídica, pero nunca
práctica legislativa. Y es que, cuando
todo lo explica el conflicto o la
venganza de Estado, la política se
inmola en el altar de los panteístas
y los prestidigitadores. Y entonces
uno siente habitar en un país surgido
del bostezo de un diablo.

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