Ante la alarma de los mercados financieros, no ha aguantado mucho “el talante” del Gobierno Zapatero. Por el desagüe se ha ido el pacto social, al menos formalmente: los sindicatos han de jugar su papel y vamos a la huelga. Unos escenarios, similares a otros ya pretéritos, que convendría reflexionar para no repetir los roles y un final del cuento ya conocidos…
La patronal española ha sido siempre una clase quejumbrosa, que no duda en llamar a Franco cuando siente miedo ante un pueblo ‘peligroso’. Desde la victoria que apacigua ese temor, el lamento patronal se construye en torno al fantasma de la clase ociosa. La contradicción entre las virtudes del obrero europeo –puntual, profesional, calvinista– y los vicios de su colega español –clon de Lázaro de Tormes que gandulea y busca bajas laborales– permite al emprendedor empresario hispano racionalizar el subdesarrollo y justificarse en Europa. Extraña por ello que cuando Octavio Guerrero, secretario de Estado de la Seguridad Social, anuncia recientemente que el absentismo laboral español es de los más bajos de Europa ya que sólo afecta al 2,1% de la población, el coro patronal, lejos de la euforia, plañe de nuevo e inventa un vocablo arrojadizo que le permite perseverar en su discurso contra la clase ociosa: el Presentismo.
Consultoras de prestigio pagadas por ellos y recogidas en un dominical de El País, difunden la imagen del ‘trabajador español desmotivado’: aunque esté en el tajo de cuerpo presente, su alma no está enteramente subsumida como fuerza de trabajo. El arquetipo se concreta en el trabajador que aparenta trabajar conectado al transistor durante la Copa del Mundo de Fútbol. Reconocen esos estudios que los trabajadores no cobran las muchas horas extras que permanecen en la empresa, no protestan ni ejercen sus derechos laborales, pero sospechan que esa sumisión no nace de la lealtad –sólo el 20% valora bien a sus jefes– sino del miedo al despido y de ahí la desmotivación que subyace a la aparente laboriosidad.
Por supuesto ya hay un nombre inglés –boreout– para psicologizar y transformar la malaria, generada por un tiempo de trabajo que es vivido como tedio, aburrimiento o desinterés ante unas obligaciones cotidianas que infrautilizan y arruinan las capacidades e inteligencia del trabajador, a la que Rothin y Perder bautizan por oposición al burnout como boreout. Las distintas variantes del taylorismo, desde la imposición de capataces-cronometradores a los simulacros de autogestión, pretenden excluir cualquier rastro de fisiología obrera que disminuya la explotación del tiempo de trabajo. El consejero de Sanidad asturiano pedía públicamente que sus trabajadores acudiesen al trabajo ya cagados y con el periódico leído. El sueño patronal es el de la cajera del supermercado con pañales para no tener que ser substituida cuando tiene que mear.
Hace unos años las obreras textiles de Nike me contaron como sobrevivir a la tarea de poner cientos de alfileres a la hora, exigía pequeños sabotajes cotidianos: racanear los tiempos de entrada y salida, esconderse en el baño, alargar el tiempo del bocadillo, ralentizar cualquier encargo, provocar pequeños accidentes cuando aparecía el ingeniero. Frente a la vivencia patronal de estafa por el tiempo pagado y no trabajado, las variaciones del “preferiría no hacerlo” eran el mínimo de resistencia posible para aquellas obreras, y sospecho, de miles de sus compañeras. La sumisión al tiempo y ritmo de trabajo, ahormar vida según el contrato que transforma tiempo en trabajo-dinero, es una exigencia tan atroz que no sería posible sin unas disciplinas que desde la infancia nos prepare a la servidumbre.
Pocos hallazgos de Freud son más certeros y rechazados que la relación de la fase anal del desarrollo infantil con el carácter acumulativo del capitalismo. La disposición a someterse queda grabada en el cuerpo del niño, cuando entre los dos o tres años sus cuidadores logran que ese presujeto deseante que come, mea o defeca a capricho, se someta al orden y controle sus esfínteres al dictado del horario que conviene a sus cuidadores. El dilema de retener o entregar ese primer tesoro se resuelve siempre obedeciendo y de ahí la colectiva disposición a la servidumbre.
Los primeros burgueses fueron verdaderos Cronócratas que lograron imponer el interés en que la fábrica no pare nunca y la turnicidad frente al bienestar obrero. Max Weber recurrió a la motivación teológica para explicar el masoquismo tolerante del trabajador con esa mala vida industrial. Producir plusvalía sacrificando el cuerpo al trabajo es el camino de salvación que preside el ethos del capitalismo.
Desde luego que la historia de sumisión al tiempo del amo no fue un proceso idílico: la puntualidad y la sumisión al horario marcado por los relojes fue un proceso impuesto a golpes de guillotina por la Revolución Francesa. El gobierno jacobino si bien fracasó en imponer el nuevo calendario –brumario, vendimiario– logró imponer un horario estatal.
Algo hay de nostalgia por ese poder fáustico-jacobino en la orden estatal de cambiar de hora dos veces al año. Cada otoño y primavera, en toda Europa, las criaturas ministeriales ostentan su poder y ordenan un día burocrático de 23 0 25 horas según toque. Quien dude del poder de las palabras estatales para hacer cosas en la intimidad de su cama, tiene en los cambios estacionales una buena prueba para creer. Cuando en abril el despertador suene a la hora de siempre, el anticipado sol de primavera que compensa el esfuerzo de dejar la cama, se verá sustituido por la oscuridad y la deuda de sueño, repitiéndose a la inversa en octubre. Donde hay poder, no manda naturaleza.
Otro ministerio me envía cada año una hoja de vida laboral. Esa vida difícilmente la soportaría sin el horizonte del retiro. La jubilación, la aceptación por Leviatán de que el cuerpo ya ha sido suficientemente exprimido de su fuerza de trabajo y el permiso para una vida jubilar en la que el dinero no exija el sacrificio del tiempo, construye la esperanza de un pacto social actualmente en entredicho.
La facilidad con la que los trabajadores europeos están aceptando estas derrotas que los encierra en las ergástulas más horas cada día y más años de sus vidas reducidas al agotamiento aburrido que señalan los expertos, evoca la situación del laboratorio con la que Seligman trató de explicar la Depresión Reactiva y el Pesimismo Aprendido. Cuando el experimentador frustraba cualquier intento de las ratas que nadaban en un estanque de aprender a subir a tierra se dejaban ahogar cuando aún tenían energías para mantenerse a flote. Seligman propone, en el pesimismo humano, un diálogo interior similar al imaginado en el experimento: mi situación es inmodificable por mi acción, el futuro es una fatalidad impredecible y esforzarse en resistir añade sufrimiento al dolor situacional. De ahí dejarse ir por el mercado sin pelear por el cambio.
Las ratas depresivas de Seligman se recuperan de la indefensión cuando se les permite algún éxito en su esfuerzo por salir del martirio experimental. La industrialización nació en medio de un sufrimiento obrero que multiplicó los suicidios populares. Si la regresión industrial reedita sus primitivas condiciones y la multitud no supera su indefensión, tras el boreout, veremos crecer la tasa de suicidios iniciada en las telecomunicaciones francesas. Suicidios anónimos que simbolizan el destino de una clase derrotada e incapaz no ya de cumplir su sueño de abolir el trabajo, si no de siquiera hacer respetar los pactos que protegían su mínimo bienestar.
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