Algunas caricaturas vinculan al Islam con
el terrorismo y la violencia, o a los árabes
con el fanatismo. Otras dibujan al profeta
de manera burlesca. De este modo, las
caricaturas representan una figura de la
Edad Media, Mohamed, ligada a un fenómeno
político moderno, el terrorismo.
El problema no es en sí mismo las representación
del profeta o del ser humano,
aceptada en muchas partes del mundo
islámico y bajo muchas escuelas religiosas.
Es un problema más bien político.
No hay una intención de hacer crítica teológica,
moral o histórica del Islam, sino
de amalgamar una religión con un crimen
identificando su figura humana máxima
con un sujeto terrorista.
Los medios que han defendido su
publicación se han amparado en los
beneficios que el debate abriría en el
mundo árabo-islámico y han pedido
que sus homólogos árabes se hagan
eco de este derecho “único” que es la
libertad de expresión.
Es hipócrita pensar que la publicación de
las viñetas vaya a servir para avanzar la
libertad de expresión en el mundo árabeislámico.
El asunto ha beneficiado sobre
todo a los regímenes faltos de legitimidad
que han autorizado manifestaciones
y en segundo lugar a sectores radicales
del islamismo. Ambos han podido manipular
a sus anchas el malestar general.
Es de mala fe no ver que estas viñetas
aparecen cuando las comunidades
musulmanas de Europa y América están
como subterfugio por corrientes xenófobas
y ultraderechistas, cada vez más presentes
en los partidos y medios de información.