Texto de David Vercauteren, miembro del Grupo de Investigación y Formación Autónoma (GReFA), Bruselas, y autor del libro Micropolíticas de los grupos. Por una ecología de las prácticas colectivas
Bélgica, 21 de diciembre
2007, 11 horas de la mañana.
Se declara la alerta.
La fiscalía federal y la
sección antiterrorista hacen un llamamiento
a la población: “todo
objeto o comportamiento sospechoso
debe ser señalado a las autoridades”.
Al mismo tiempo, relata
un periodista de un diario francófono,
“todas las unidades de policía
de la capital, apoyadas por un
centenar de policías de refuerzo,
han sido movilizadas. Las medidas
de seguridad reforzadas, visibles
y menos visibles, serán aplicadas
hasta el 2 de enero”. La
Sociedad de los Transportes de
Bruselas pone en marcha a su vez
el ‘Plan Vigilancia’, que usualmente
consiste en reforzar la seguridad
en cuatro o cinco estaciones
de metro cuando hay cumbres europeas.
Pero en esta ocasión, ante
el ‘nivel cuatro’ de la amenaza (peligro
máximo), el plan se extiende
a 35 estaciones de metro de
Bruselas. Los ferrocarriles, así como
el Brussels Airport, son también
movilizados, aunque el portavoz
de este último organismo
manda un mensaje tranquilizador,
recordándonos que “la vigilancia
es una constante todos los días del
año”.
Poco tiempo después, el centro
de crisis del Ministerio de Interior
y el primer ministro anuncian que
“el fenómeno del terrorismo formaba
parte de la actualidad y lo
cotidiano en el mundo, y, desde
ahora, el riesgo se asevera como
real en Bélgica”.
Para dar fuerza a esta tesis, se
llevan a cabo 14 registros en las
“redes islamistas”, con el objetivo
de, se nos dice, desmontar un proyecto
de fuga de Nizar Trabelsi
con la ayuda de explosivos y armas.
Es evidente, nos dice la fiscalía
federal, “que si este grupo podía
utilizar explosivos y armas para
llevar a cabo la evasión de un
detenido en una cárcel belga, no
hay que excluir que esos medios
sean utilizados para otros fines”.
Tenemos aquí, pues, la amenaza
personificada en una figura y
en una red. Nizar Trabelsi, antiguo
jugador de fútbol, fue condenado
en 2003 a diez años de cárcel
por haber preparado un atentado
contra la base militar belgoamericana
de Kleine-Brogel.
Trabelsi está desde entonces “en
régimen de seguridad particular
individual”, lo que supone concretamente
la imposibilidad de
acceder al patio colectivo de la
prisión, el estar en celda de aislamiento,
el control de correspondencia,
el estar bajo observación
día y noche, la imposibilidad de
tener teléfono...
Sin embargo, se nos dice que toda
esta historia se basa en contactos
telefónicos por tecnología
GSM entre Trabelsi y personas del
exterior. Y por si esto no bastase,
un periódico belga informa de que
las autoridades judiciales han recibido
la alarma de los EE UU: “varios
blogs habrían sido creados en
internet en relación con este plan
de evasión”. En cuanto a la famosa
red formada por las 14 personas
detenidas durante los registros,
éstas son todas puestas en libertad
algunas horas más tarde...
En cuanto a Trabelsi, éste declaró
dos días más tarde: “no me quedan
más que cuatro años de cárcel,
no tengo intención alguna de
evadirme”. Y añadió “unos paranoicos
han logrado sembrar el pánico
en el corazón de miles de ciudadanos
para nada”. Según su
abogado, “cada vez que el régimen
penitenciario de Trabelsi puede
dulcificarse, se inventa una historia
para impedirlo”. Otros letrados
plantean la idea de que ‘el golpe’
haya sido lanzado por un sector de
la policía federal para presionar a
los poderes políticos para que les
aumenten su dotación en medios
(materiales, humanos, legales...).
El 2 de enero, la voz oficial, a
través del OCAM (Órgano de
Coordinación para el Análisis de
las Amenazas), nos dice: “hemos
tenido razón en temer [lo peor],
hubo signos inquietantes este 21
de diciembre”. Y el día siguiente,
tras una reunión de crisis de los
diferentes estamentos y servicios
implicados, se decide pasar el nivel
de amenaza al nivel tres.
Sea cual sea el trasfondo de esta
historia, y su instrumentalización
belga o no belga, se inserta en otra
historia, planetaria esta vez: la del
delirio paranoico nacido el 11 de
septiembre de 2001. Desde este
punto de vista, esta ‘historia belga’
es ya una nueva pieza que mantiene
y relanza este pasado ficticio o
real. El “ya os lo habíamos dicho”
del paranoico resuena de nuevo.
El problema en este asunto no
es tanto la paranoia en sí, sino más
bien que esta última se armoniza
con un régimen de poder que dispone
de gran cantidad de medios
(legislativos, policiales, judiciales...)
y de una caja de resonancia
mediática para propagar su delirio
por todo el cuerpo social. Y una de
sus consecuencias es: ¿cuáles son
los impactos y efectos de este delirio
en nuestros sentimientos y
afectos? Porque este delirio en torno
lo extraño y singular (un barbudo,
una chica con el velo, una
actitud extraña, un bolso abandonado,
una botella de agua...) presentado
como amenaza, no se puede
resumir en una ideología al servicio
del mantenimiento del orden
establecido. Este delirio ‘funciona’
también porque encuentra lugar
donde anidar en los/nuestros miedos
y angustias. O, más activamente,
las suscita, las crea.
Resistir a este delirio no es,
pues, sólo cuestión de crítica, de
denuncia, se trata también de
pensar y cultivar un extrañamiento
y singularidad en nuestras
relaciones, nuestros amores,
nuestros proyectos, que no
sea muy paranoico.
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