El reparto de cargos en torno al nuevo gobierno podría acabar con la tranquilidad de Rajoy en el PP
Hasta hace poco más de una semana Mariano Rajoy era el más feliz de los mortales. Recordemos sus méritos. Había ganado sus segundas elecciones generales en unos seis meses, cosechando además más votos que en la cita precedente, casi sin esfuerzo. Había noqueado gracias a su manejo de los tiempos a la oposición, amarrando a su vera a Ciudadanos, sembrando la discordia en un descabezado PSOE y contemplando con regocijo cómo Podemos se debate en una profunda crisis de identidad entre la transversalidad y la izquierda.
Se ha producido una ruptura cultural con aquellos tiempos gloriosos en que los imputados eran mantenidos contra viento y marea Había por último conseguido lo más difícil, reivindicarse a sí mismo con la irrupción del huracán Trump. La comparación en cuanto a su papel de líderes políticos entre el showman de Donald y nuestro hombre sin atributos es inevitable, otorgándole a Rajoy la ventaja de convertir uno de sus peores defectos, la indolencia, en la rara virtud de la previsibilidad. Así, en términos de imagen pública, mientras que el primero resulta una amenaza populista preñada de inseguridades, el segundo no es más que la encarnación de la parálisis política, por lo que parece entrañar menos peligro.
Todo, en definitiva, iba sobre ruedas, sin obstáculos a la vista, al gusto de Mariano. Pero en estas, tal y como suele suceder, la desgracia llegó de improviso. Rita Barberá sufría en un hotel madrileño el infarto definitivo, a raíz del cual quedaría al descubierto el viacrucis que venía sufriendo desde que fuera apeada de la alcaldía valenciana. Eso sí, como recalcaba uno de los familiares de la difunta senadora, este martirio se encontraba intrínsecamente relacionado con el cordón sanitario que le había aplicado su propia formación.
No era la única que, de la noche a la mañana, había dejado de contar para el Partido Popular. Hacía pocos días que José Manuel García-Margallo había conocido que no contaba para la formación de nuevo Gobierno, desatándose en él una cólera que ríanse de la de Aquiles. Margallo no imputa su caída a Rajoy, de quien se jacta ser cercano, sino a la segunda de a bordo, Soraya Sáenz de Santamaría, hablando de una oscura pugna ideológica entre democristianos y liberales 'sorayos'. No obstante, la mayoría de los íntimos de Rajoy fulminados, como José Manuel Soria o Jorge Fernández Díaz, lo han sido a causa de graves acusaciones de corrupción –Miguel Arias Cañete marchó a Bruselas antes de que le estallara el escándalo correspondiente–.
Ni unos SMS de ánimo. Parece que desde el caso Bárcenas Rajoy prefiere dejar que traten los asuntos delicados otras bocas, las mismas que apuntillaron a Barberá ante la opinión pública refiriéndose a ella como si hablasen de un lastre para el partido, mientras el jefe permanecía cómodamente a cubierto. Se ha producido una ruptura cultural con aquellos tiempos gloriosos en que los imputados eran mantenidos contra viento y marea. Esto, unido al trato displicente hacia quienes hasta eran tenidos como referentes, debe de haber sembrado la incertidumbre entre cargos y militantes del PP. Incertidumbre: una palabra maldita para la mentalidad 'popular'.
Claro que no hay nada que permita pensar que las querellas y disputas internas, pese a que el ruido despierte a un oso durmiente apellidado Aznar, lleguen a sustanciarse en algo. Nadie duda de que Rajoy es el partido y cuestionarle supone cuestionárselo todo, y abandonar por consiguiente la primera línea política. Pero los sucesos de los últimos días han levantado cierto tufillo imprevisible: algo huele a podrido en Génova 13.
comentarios
0