Apuestas feministas en la nueva política

El debate sobre hasta qué punto la presencia de las mujeres en política garantiza una práctica feminista sigue abierto. Aportamos una reflexión sobre la presencia de mujeres en la política, la feminización de la política y las posibilidades de una política feminista.

Texto de Carmen Romero Bachiller.

, feminista y profesora de sociología
21/10/16 · 18:09
Ada Colau y Manuela Carmena, en un acto previo a las elecciones del 24 de mayo. / David Fernández

En las páginas de Diagonal se ha abierto un interesante debate en torno a la 'feminización de la política' en la nueva política. En las tres primeras aportaciones se desgranan cuestiones de interés para pensar las formas en las que el feminismo debería incorporarse a la política. Hablo aquí de la política partiendo de la clásica distinción que establece Chantal Mouffe entre 'la política' como ámbito institucional y 'lo político' como espacio agonístico de movilización y lucha en el que el feminismo ha estado siempre presente. Muchos de los argumentos empleados no resultan nuevos en el ámbito del feminismo pero dan cuenta de debates que se hacen nuevos –'se hacen de nuevo'–: se evidencia, una vez más lo difícil que sigue siendo para las mujeres la participación en el espacio de 'la' política. En los tres artículos se reflexionaba en torno a tres cuestiones relacionadas pero distintas sobre las que me gustaría incidir aquí con más detalle: la presencia de mujeres en la política, la feminización de la política y las posibilidades de una política feminista.

Parte del debate surge de la cuestión de hasta qué punto la presencia de las mujeres en política garantiza una práctica feminista. No voy a entrar a definir qué o quiénes pueden ser reconocidas como feministas, me parece un ejercicio de poder problemático que ha sido habitualmente empleado para cerrar debates y a mí me interesa abrirlos. Sin embargo, sí que parece evidente que la simple presencia de mujeres no garantiza una política feminista –y el Partido Popular se ha mostrado experto en el uso de esa estrategia–. Ahora bien, la presencia de mujeres 'es imprescindible' para la existencia de políticas feministas. No por un esencialismo mal entendido. Sino por una cuestión sencilla: no se puede tener presente lo que no se ve, lo que no se concibe como posible. Así, incluso el peor referente, constituye un referente, algo que permite pensarse. Recientemente se ha celebrado ampliamente en sectores de izquierda y se han viralizado algunos comentarios de niñas que querían ser alcaldesas en vez de princesas. Y es para celebrar.

Algunos 'gestos' vinculados a la presencia de las mujeres en política tienen poder simbólico y material porque transforman el espacio de lo público de formas significativas

Pero ese deseo sólo puede darse si existen figuras de mujeres poderosas y visibles en política. Ahora bien, ¿pueden figuras fuertes de mujeres introducir cambios significativos en la práctica política que promuevan la igualdad y mejoren las vidas de las personas más vulnerables –sabiendo que en nuestra sociedad racista, clasista y heteropatriarcal la vulnerabilidad está muy feminizada–? ¿Queremos presencia de mujeres en política o queremos algo más? ¿Cómo construir liderazgos feministas interseccionales y democráticos? Es verdad que siempre queremos algo más, porque no nos resignamos y porque desde el feminismo siempre hemos hecho apuestas transformadoras que han resultado 'ganadoras' para el conjunto de la sociedad –recordemos el éxito de la movilización feminista que llevó a la dimisión de Gallardón y a frenar en seco su 'contra-reforma' de la ley del aborto, nada más y nada menos en pleno apogeo de la legislatura del 'rodillo' popular–. Pero también parece que se exige un plus –que no se da con los varones– a las mujeres que participan en política. En estos casos me veo rescatando el viejo texto de Amelia Valcárcel proclamando el “derecho al mal” como un ejercicio de salud democrática e igualitaria: si la participación en política de las mujeres está condicionada a su excelencia, entonces estamos elevando el listón de exigencia más allá de lo que hacemos con los varones y, probablemente, estemos entorpeciendo el establecimiento de liderazgos por parte de mujeres. Por supuesto que hay que promover que la participación alcance la mayor diversidad posible. Sólo así tendremos la posibilidad –que no la garantía– de situar en primera línea necesidades y perspectivas tradicionalmente invisibilizadas o descuidadas porque quedaban fuera de lo público y de la política definida en términos masculinos: como el trabajo de cuidado y sostenibilidad de la vida, fundamentales para la pretendida independencia de algunos, construida sobre el trabajo cotidiano de muchas.

Querría aquí defender las voces de mujeres y personas de género no normativo que ocupan espacios públicos en política: alcanzar la legitimidad si se es reconocida como 'mujer joven' –aunque ese calificativo se aplique a mujeres que han superado los 40 y no a compañeros varones más jóvenes que ellas–, si se es identificada como 'atractiva' en los modelos estándares, pero también si no se ocupan posiciones legibles como mujer tradicional –si se es muy masculina, o no se pliega al modelo heteronormativo, por ejemplo–, resulta significativamente más difícil. Son posiciones que van a ser cuestionadas no sólo por lo que dicen o hacen, sino por los estereotipos heteropatriarcales que moviliza su aspecto. Se les va a negar en ocasiones la autoría de lo que defienden, buscando a un varón como responsable de un determinado posicionamiento. Se les va a exigir un plus –de integridad, de compromiso, de conocimiento, de valía probada– que a los varones se les da por supuesto. El escrutinio constante de los cuerpos de mujeres en el ámbito de lo público resulta agotador. Baste recordar los comentarios en las redes tildando de “feas” a las diputadas de la CUP o alabando el atractivo de Inés Arrimadas en el parlamento catalán. Todos ellos constituyen mecanismos que menoscaban las posiciones de las mujeres en el ámbito de lo público.

En este sentido algunos 'gestos' vinculados a la presencia de las mujeres en política tienen un poder simbólico y material no desdeñable, porque transforman el espacio de lo público de formas significativas, al ser ocupado por cuerpos tradicionalmente excluidos del mismo. El impacto de la presencia del bebé de Carolina Bescansa en la sesión de constitución del Congreso tras las elecciones del 20D constituye un ejemplo significativo. Por supuesto que llovieron críticas señalando que semejante gesto se hacía desde una posición de privilegio, pero simplemente el debate generado hizo visibles muchas contradicciones, como la exigencia no explícita de que las mujeres participemos en lo público sin que se nos note y sin que seamos relevadas de los imperativos del cuidado. Clase y pertenencia a la ciudadanía interseccionan aquí claramente con el género configurando situaciones concretas que permiten que determinadas mujeres accedan a lo público transfiriendo 'sus' trabajos de cuidado a otras mujeres –migrantes y obreras–. Se trata de un desplazamiento que si bien resuelve situaciones concretas no modifica la desigual asignación de responsabilidad a mujeres y varones en este campo, reforzando además desigualdades racializadas y de clase.

La feminización de la política supondría una demanda a los compañeros varones y no tendría tanto que ver con ocupar cuerpos 'femeninos', cuanto con reclamar prácticas más inclusivas y cuidadosas

Pero la pregunta sigue en el aire, ¿podemos apreciar cambios significativos en las políticas realizadas, por ejemplo, desde los llamados ayuntamientos del cambio y en particular Madrid y Barcelona al ser sus regidoras mujeres? ¿Constituyen ejemplos de 'feminización de la política'? Mi respuesta ambas preguntas sería afirmativa. Pero ¿por qué sería esta feminización algo deseable y qué querríamos decir por feminización? Primero, supone una transformación en las formas, y tal como aprendimos colectivamente en el 15M, en gran parte por la intervención de la Comisión de Feminismos, las formas son importantes. Se planteaba un dilema en la reciente Universidad de Podemos: ser amables pero aparentemente difuminar las apuestas ideológicas –en la línea de argumentos que han defendido que para desarrollar un “feminismo ganador” había que evitar el término feminismo, lo que no deja de encerrar una significativa falta de confianza en el feminismo como herramienta de cambio que habría que revisar– o ser contundentes y 'duros'. Creo que ambas posiciones son al tiempo ciertas y necesarias, pero también erróneas. Ada Colau en el Ayuntamiento de Barcelona es un ejemplo de cómo se puede ser contundente y firme, y ser amable y cercana con las formas. De cómo se puede afirmar y defender posiciones radicales y feministas, y al tiempo conectar con la ciudadanía –de hecho hay una Concejalía de Feminismos y LGTBI–. La feminización de la política exigiría presencia de mujeres, pero iría más allá de la misma. Supondría una demanda a los compañeros varones y no tendría tanto que ver con ocupar cuerpos 'femeninos', cuanto con reclamar prácticas y formas de relación más inclusivas y cuidadosas. Supondría cuestionar modelos androcéntricos y masculinistas que resultan 'viejunos' donde priman metáforas bélicas y que no resultan más contundentes, sino simplemente más violentos y excluyentes. Por supuesto, las apreciaciones a ese tipo de posicionamiento son también diferenciales y tienden a celebrarse con mayor intensidad cuando provienen de varones que de mujeres.

Más allá de las formas, la presencia de mujeres con perspectivas feministas está promoviendo de forma efectiva 'políticas feministas', lo que desplaza la atención a otras cuestiones que dejan de ocupar lugares secundarios para pasar a primera línea. La implicación de los ayuntamientos de Madrid y Barcelona con la población trans apostando por intervenciones no patologizadoras en salud o el cambio en la política educación infantil de 0 a 3 años, suponen transformaciones significativas que además cambian las condiciones de posibilidad. Son intervenciones que hacen posible, precisamente, que otras voces, desde otros lugares puedan alcanzar la visibilidad, el reconocimiento y la legitimidad para intervenir en lo público. Por supuesto, hay mucho por hacer, tanto que se nos antoja muy poco lo ya realizado y quisiéramos ver muchas más transformaciones y más rápido, porque sabemos que son necesidades que responden a vulnerabilidades y cuerpos muy específicos. Por eso, como feministas, nunca nos conformamos y siempre mantenemos una alerta crítica y una mirada vigilante que nos hacen estar permanentemente atentas a nuestras prácticas y ser responsables y dar cuenta de las mismas. Por ello somos exigentes, y probablemente a veces más con nuestras propias compañeras. Pero también por ello tenemos que establecer vínculos y alianzas que permitan sustentar las políticas que defendemos y también reconocernos mutuamente, en un ejercicio, que sabemos, se nos niega de forma sistemática desde los modelos institucionales que no se reconocen más que a sí mismos.

Tags relacionados: Feminismos Municipalismo
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