El territorio, la ciudad, los vínculos e identidades colectivas se han visto profundamente alterados en las últimas décadas. Una vida atravesada, con mayor intensidad en los últimos años, por la política. La llegada de nuevas formaciones políticas a ayuntamientos, comunidades y al parlamento español coloca en el centro del debate el problema de la organización. Presentamos la segunda de las tres aportaciones del autor.

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En política no hay vacíos, y la gobernanza urbana es una buena muestra de ello. Al poco que se analice con cierto detenimiento, se puede percibir como el territorio está enteramente atravesado por múltiples dispositivos de regulación neoliberal, tanto a nivel espacial como subjetivo. En la ciudad los efectos dispersivos y despolitizadores de la hegemonía neoliberal conviven con redes más o menos difusas que, si bien debilitadas y envejecidas, continúan vinculando las dinámicas asociativas y vecinales con los partidos tradicionales.
Estas redes, claves en la gestión clientelar municipal, siguen estando operativas para ‘militar el voto’ en época electoral, decantar posiciones en torno a políticas públicas o amortiguar los conflictos urbanos. Si bien los vínculos vecinales y las identidades colectivas se han visto profundamente alterados en las últimas décadas, los barrios –sus calles, plazas, comercios, equipamientos, etc.– siguen siendo un espacio compartido en el que transcurre la vida de millones de personas, una vida atravesada, con mayor intensidad en los últimos años, por la política. No tenerlos en cuenta como espacios de socialización política supone dejar en manos del mercado –y sus efectos materiales y subjetivos– o de las redes políticas clientelares la suerte de la ciudad. La experiencia del movimiento ciudadano y vecinal del tardofranquismo y los primeros años de la democracia deja lecciones que no conviene despreciar.
En primer lugar, el diseño de la ciudad está enteramente atravesado por un conflicto de clase y sólo a través de la organización colectiva se puede equilibrar mínimamente la asimetría de poder entre las élites urbanas y los sectores populares. En segundo lugar, el barrio no se define espacial o geográficamente sino que se construye sobre la creación de vínculos y trama social entre los sujetos que lo habitan, y la construcción de vecindad en un escenario de atomización y dispersión es de por sí un hecho político. Finalmente, la creación de espacios, dispositivos e instituciones populares –asociaciones de vecinos y sus múltiples servicios, peñas, clubes, fiestas– son piezas clave para el impulso de la cooperación, la organización vecinal y la acción colectiva para mejorar la vida en los barrios.
Asumiendo las profundas transformaciones espaciales y subjetivas que han sufrido nuestras ciudades, un partido-movimiento no puede eludir el desafío de intervenir y fortalecer la organización colectiva en los barrios de nuestras ciudades.
El diseño de la ciudad está atravesado por un conflicto de clase y sólo a través de la organización colectiva se puede equilibrar la asimetría
Las experiencias de los ayuntamientos del cambio están demostrando enormes potencialidades pero a su vez grandes limitaciones para la implantación de nuevas políticas públicas municipales, certificando la intuición de que gobierno y poder no son sinónimos y que la política, también la municipal, es ante todo una relación de fuerzas.
En una reciente entrevista, Gerardo Pisarello explicaba con absoluta claridad que, pese a gobernar la ciudad de Barcelona, les era imposible ejecutar determinadas medidas “por falta de un contrapoder social fuera de las instituciones”. De modo que un partido-movimiento debe destinar recursos, energía e inteligencia a fortalecer procesos de organización y contrapoder que se articulen, incluso de forma conflictiva, con el trabajo institucional. No se trata tanto de un llamamiento a ‘volver a las calles’ como a ‘volver al territorio’, lo que requiere no solo precipitar la movilización y la protesta sino algo más difícil e importante: conocer la ciudad y desarrollar una vertebración organizativa con sus habitantes.
Para ello un partido-movimiento debe incorporar en su diseño organizativo herramientas de intervención propias de la organización comunitaria y de los movimientos vecinales, así como un plan de trabajo que posibilite su implantación territorial y el fortalecimiento de la organización colectiva en los barrios y distritos.
Un partido del hacer
La experiencia de la organización Ciudad Futura –tercera fuerza política en la ciudad de Rosario, Argentina– aporta interesantes reflexiones y prácticas en torno a lo que llaman un “Partido de Movimiento”. En primer lugar parten de una contraposición entre un Partido de Movimiento y un Partido de Estado, señalando de ese modo diferencias sustanciales en cuanto a objetivos, marcos o lógicas de construcción y métodos de trabajo y organización. El segundo se articula en torno a una racionalidad estatal basada en la representación –y con ello la tendencia a la autonomización de lo político-representante y la 'pasivización' de lo social-representado– y tiene como referencia central al Estado.
Sin embargo el Partido de Movimiento opera mediante una racionalidad política basada en la expresión –y con ello la tendencia a una ampliación de la potencia política de lo social que se despliega también en lo estatal– y tiene como referencia central a la 'sociedad en movimiento'. En segundo lugar, esto se traduce en un modelo organizativo de tres patas que, si bien funcionan de forma articulada, responden a lógicas y modos de hacer singulares: la institución, el territorio y las prácticas prefigurativas. El trabajo institucional asume el desafío de implementar nuevas formas de expresión y representación radicalmente democráticas así como impulsar, con rigor y eficiencia, políticas públicas al servicio de los sectores populares.
El trabajo territorial supone la gestación y desarrollo de procesos de empoderamiento y organización social en los distritos y barrios, entendiendo la ciudad como uno de los escenarios privilegiados de la disputa entre el poder de las élites y el poder popular. Las prácticas prefigurativas señalan una vocación instituyente y la apuesta por impulsar proyectos e iniciativas –emprendimientos productivos, centros sociales y culturales, medios de comunicación, etc.– que expresan y anticipan, desde el hacer aquí y ahora, el cambio que queremos. Un partido-movimiento pone en marcha proyectos e iniciativas que demuestran mediante el hacer la posibilidad y viabilidad de modos alternativos, eficientes y democráticos, a la gestión neoliberal.
Democracia, confianza en las bases y leninista sencillez
“(…) Temo que los desfiles y los mausoleos, los honores y rituales pompas, en su rigidez, cubran de empalagoso óleo la leninista sencillez”. En su bello y sentido poema escrito tras la muerte de Lenin en 1924, Maiakovsky señalaba un problema, extensamente teorizado, que acompañó desde siempre al marxismo y la izquierda: el abandono del carácter conflictivo, dinámico y expansivo de las organizaciones obreras en aras de una ‘responsabilidad de Estado’ marcada por el conservadurismo, la burocratización y una excesiva centralización. El ‘devenir Príncipe’ de las clases subalternas, recuerda Gramsci, supone dotarse de una consistencia organizativa y un proyecto estratégico claro que supere las posiciones 'subversivistas' inorgánicas que “mantienen un estado febril sin porvenir constructivo”.
Dicha consistencia no debe caer, sin embargo, en una excesiva centralización en la que los órganos de dirección suplanten al partido y ahoguen la iniciativa política de las bases y otras formas organizativas de clase. Si eso ocurriera, advierte ya en 1925, “el partido se convertiría, en el mejor de los casos, en un ejército –y un ejército de tipo burgués–; perdería lo que es su fuerza de atracción, se separaría de las masas”. Son innumerables los ejemplos de organizaciones que se fueron fosilizando a causa de un creciente dogmatismo ideológico, una férrea centralización o dinámicas irreversibles de burocratización tan bien descritas por Robert Michels. No basta por lo tanto con alertar de este peligro y señalar las contradicciones propias del crecimiento organizativo y el trabajo institucional.
El desafío pasa por diseñar e implementar mecanismos concretos que inhiban esta tendencia y permitir que las organizaciones se mantengan como espacios vivos y dinámicos. Gramsci destaca la necesidad de un programa intensivo de formación que permita que “todo miembro del Partido sea un elemento político activo, sea un dirigente”. La formación política no pasa sólo por aspectos teóricos sino que aborda cuestiones relacionadas con la intervención práctica y con el fomento de una determinada ética militante, alejada del narcisismo vanguardista, el oportunismo burocrático y el patriotismo de partido.
Señala un problema: el abandono del carácter conflictivo y dinámico en aras de una ‘responsabilidad de Estado’ marcada por el conservadurismo y la burocratización
Un militante no debería ser un soldado acrítico sino ante todo un organizador, para quien la lealtad y el crecimiento de su organización es importante, pero aún más la creación de una sociedad abigarrada y en movimiento capaz de resistir y sobre todo crear alternativas a la gestión neoliberal. Además de formar organizadores y promover una ética militante basada en la 'leninista sencillez', un partido-movimiento debe dotarse de instrumentos que aseguren su permeabilidad y apertura con una membresía laxa.
Lo que requiere de formas de participación que se adapten a la flexibilidad de los tiempos y las situaciones vitales de la gente –no todo el mundo puede o quiere participar en calidad de militante– y crear programas de trabajo y líneas de intervención que permitan una vinculación productiva al proyecto, sostenida en el hacer –con múltiples modos e intensidades– y no tanto en admirar, criticar o debatir ad nauseam las acciones de la dirección. Esto requiere una apuesta firme por una democracia interna que lejos de conformarse con plebiscitar decisiones ya tomadas, confía en la descentralización y en la inteligencia colectiva de sus bases para el diseño, ejecución y evaluación de los planes de trabajo y las orientaciones políticas de la organización.
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