Los dos años de asalto institucional han producido frutos raquíticos.
Hace ahora dos años denominamos desde estas mismas páginas como “mantra instituyente” a la repetida reflexión de algunos –pocos, pero bien posicionados–, de un necesario desplazamiento hacia el campo de la política formal del renovado tejido militante que había surgido con la década.
Beneficiado por los sorprendentes buenos resultados –para una opción como el neonato Podemos– de los comicios europeos de 2014, la proximidad del ciclo electoral que renovaba cargos en municipios y Cortes Generales en poco más de un año –ciclo salpimentado con diversas convocatorias autonómicas–, se generó un clima que favoreció el que una considerable parte de dicho tejido militante comulgara con la hipótesis. Y se embarcara en la construcción del partido o pusiera en marcha las más variadas confluencias con vistas a objetivos locales o autonómicos.
Pero también es cierto que la paulatina desaparición de los repertorios ofensivos que se habían puesto en marcha en la cresta de las protestas había comenzado a ser una realidad durante la segunda mitad de 2013. Y que la tensión militante en conexión con el malestar social, que había conseguido mantener un tono ascendente durante dos años, declinaba en curiosa coincidencia con la mayor audiencia a los que apremiaban hacia la participación institucional.
Así, pareció más fácil mudar hacia la esfera formal de la política, presentada como una superación de la fase movimentista, que analizar los propios errores y cansancios de aquellos años de cara a mantener la iniciativa. Es por todo ello que calificó el acuñado “asalto a las instituciones”, como la “escenificación de una derrota”.
Las carencias sociales continúan y las políticas que surjan del nuevo parlamento repetirán recetas
La contraofensiva del Régimen se materializó con el recambio monárquico de junio de 2014, desplazando la desgastada figura de Juan Carlos por la de su hijo varón Felipe. Ésta sería a partir de entonces la cara pública que regiría el inmediato guirigay electoral de 2015, que comenzaba con las autonómicas andaluzas en marzo, municipales y autonómicas de mayo, catalanas de septiembre, para acabar con las generales de diciembre.
Si lo de 2014 podría caricaturizarse como la atracción fatal de la ‘erótica –de la agenda– del poder’, lo de 2015 fue simplemente dejarse llevar por las exigencias de un calendario omnímodo.
Los resultados de la voluminosa cartera de convocatorias fueron variados: los triunfos de las candidaturas populares en algunas grandes urbes tuvieron mucho que ver con las alianzas locales y las culturas movilizatorias de las mismas. Los resultados autonómicos mostraban minorías de porcentaje distinto en cada territorio, con una cierta capacidad de descabalgar a la derecha popular en algunas autonomías al alimón con fuerzas políticas tradicionales. El colofón del ciclo lo pusieron las generales de finales de año, en el que el conglomerado Podemos consiguió cinco millones de sufragios.
La tozuda realidad
Visto así, la repetición de las elecciones de junio de 2016 podía llevar a poner a la izquierda renovada en una posición de ventaja para liderar el cambio como ya había ocurrido en algunas autonomías. Las cuentas estaban hechas: con una participación de 25 millones de votantes, los tradicionales 11 millones que habían sumado los socialistas en los años ZP, más uno de los incondicionales de Izquierda Unida, daban la mayoría relativa para el cambio de gobierno.
Con cifras casi parejas con los socialistas en diciembre de 2015, estos con 5,5 millones de votos, la coalición con los de IU daban ya la posición de supremacía dentro del cómputo clásico de una izquierda con 12 millones. Pero la tozuda realidad estrellaba el cálculo: un millón de votantes más se abstuvieron, los socialistas apenas si perdieron sobre su resultados de las generales –5,4 millones de votos– y la izquierda renovada coaligada quedó en cinco. El sistema territorial y proporcional de la ley electoral daba de nuevo la mayoría parlamentaria a la derecha tradicional y renovada, que repetía al alza sus 11 millones de votantes.
Y no hay más que recordar el comportamiento de la abstención en las generales españolas para constatar que dentro de ese colectivo heterogéneo –unos diez millones–, alrededor de cuatro se movilizan en contadas ocasiones, siempre y cuando crean que su voto es en esa convocatoria decisivo. Y que la izquierda cuenta con el favor de tres de estos. La repetición electoral del 26J no fue el caso. Ésta es la respuesta a la pregunta del millón.
Si el ciclo electoral se resume entonces en términos de mayorías relativas al uso, si el bloque habitual de izquierda no ha ampliado su base, sino que se la ha repartido entre tradicional y renovada, lo que habrá que cuestionarse es si el pretendido ‘asalto’ y su ampulosa retórica responden a algo más que a las ambiciones de núcleos leninistas que tan sólo han conseguido imponer su hegemonía en los ámbitos militantes surgidos con la década.
Porque las carencias sociales continúan y las políticas que surjan del nuevo parlamento repetirán recetas en un entorno en el que el desmembramiento de la UE y los nuevos picos de crisis que se avecinan –previsible alza de los precios del crudo, nuevas crisis bancarias europeas, ralentización de economías emergentes...– ratifican negros horizontes. Y las herramientas movilizatorias para hacerlos frente ya han sido ensayadas.
Es preciso entonces comenzar con el análisis aparcado en 2014, comprendiendo cuáles fueron los aciertos y los errores que facilitaron abandonar las calles para diluirse en el espejismo de la política formal. Comprender los cansancios propios de la tensión militante continuada y de los altos costes represivos que conlleva, por ejemplo. Pero también relativizar las posturas defensivas que consiguieron llevar el ámbito del discurso cada vez más hacia los intereses de las clases medias pauperizadas por la crisis y a las ambiciones incumplidas por el crack de los segmentos de edad media, universitarios y urbanos.
Abrazar, por contra, un horizonte largo de luchas en el marco de un estancamiento a la baja del capitalismo europeo, enarbolando un fuerte discurso ajeno al crecimiento económico, pero rico en alternativas de base y cercanía. Volver a crear espacios en conflicto que pongan en marcha iniciativas prácticas y nutricias en el marco de una superación de las formas capitalistas que demuestren la existencia de otro tipo de relaciones, capaces de recaudar la complicidad social. Y en este marco, empujar de nuevo iniciativas ofensivas, pero siempre amparadas en un ambiente social de descontento próximo que anule un suicida activismo. Y si la izquierda renovada continuara, que utilice el aparato institucional para limitar la represión o sancionar los espacios de conquista. Vuelta a las tareas; se acabó el recreo.
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