Pero feminizar la política es también, y sobre todo, ahondar en la democracia, puesto que siendo más de la mitad de la población no cabe entender que no seamos la mitad del cambio.
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Cuestionarnos si la política sigue siendo un territorio de hombres supone, cuando menos, diferenciar entre la política de base y la política institucional. Porque en la política de base no cabe duda de que las mujeres ya llevamos muchas décadas ocupando espacios relevantes, ejemplos como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca son buena muestra de ese trabajo colectivo por el bien común que lleva nombre de mujer.
Sin embargo, la política institucional sigue siendo un territorio de hombres, vertical y competitivo. Otro ejemplo de techo de cristal, o mejor aún, de diamante, que diría Amelia Valcárcel. Porque aunque las mujeres entraron en la política, el poder sigue conjugándose en masculino.
Es cierto que hay datos positivos, tanto un incipiente cambio de imaginario que podemos sintetizar en ese “las niñas ya no quieren ser princesas sino alcaldesas”, que está siendo posible gracias a la irrupción de poderosos liderazgos femeninos como el de Ada Colau, Manuela Carmena o Mónica Oltra y a la irrupción en el panorama político de una generación de mujeres muy jóvenes como Rita Maestre o Irene Montero; así como a la propia composición del Parlamento que salió de las urnas el pasado 20D. Un Parlamento que alcanzó la mayor cuota de diputadas que hayamos tenido nunca en España, 138 mujeres que todavía lejos del 50% que deseamos, suman ahora el 39,4% del total.
Una cifra que esconde diferencias importantes entre los partidos. Así, el porcentaje de mujeres roza el 50% de los escaños que ocupa Podemos pero apenas supera el 20% en el caso de Ciudadanos, partido que bajo el argumento falaz de la meritocracia se manifiesta en contra de la aplicación de las cuotas. De esta forma, en sus listas electorales, las mujeres sólo aparecían a partir del cuarto puesto con la consiguiente dificultad de terminar ocupando puestos de representación.
Sin embargo, al mismo tiempo, en la primera sesión de investidura sólo tres mujeres tuvieron ocasión de tomar la palabra, tres excepciones: Alexandra Fernández de En Marea, Ana Oramas de Coalición Canaria y Marian Beitialarrangoitia de Bildu. Las tres únicas voces femeninas de la jornada que confirman que la cuestión de la igualdad, también en el Congreso de los Diputados, es más un espejismo que una realidad.
Pero no sólo se trata del quien, el propio tono del debate, si es que la sesión de investidura debería recibir tal nombre, incide en la necesaria feminización de la política. Este término, popularizado especialmente en los últimos meses de la mano de las fuerzas del cambio, no sólo hace referencia a la participación de las mujeres en la política, sino a una serie de modos de hacer más colaborativos y horizontales.
No se trata tampoco de caer en cierto esencialismo que supone considerar que la participación de las mujeres garantiza, per se, una manera diferente de hacer política. Sino que mujeres y hombres asumamos que hay otros modos de liderazgo, sensibles a la divergencia, que escuchan más e imponen menos, que discuten para buscar consensos, que cooperan.
Hombres y mujeres que lleven juntos una agenda nueva, la que pone a las personas en el centro del debate y repolitiza esferas de la vida que no pueden seguir siendo asuntos privados. Una agenda que cuestione las causas de la desigualdad poniendo el foco sobre el tema de los cuidados, de la brecha salarial entre mujeres y hombres, de la precariedad y discriminación laboral o de la conciliación; y que busca soluciones hablando de lucha contra la violencia machista, de permisos de maternidad y paternidad iguales e intransferibles, gratuidad de la educación infantil, mejora de los servicios públicos de bienestar, inspecciones laborales, etc. Porque, como nos recuerdan mujeres como Ada Colau o Clara Serra, si la política no trató de 'lo importante' es, en parte, porque faltaron mujeres, porque estábamos infrarrepresentadas en el espacio de las decisiones públicas y sobrerrepresentadas en el espacio privado de los cuidados.
Pero feminizar la política es también, y sobre todo, ahondar en la democracia, puesto que siendo más de la mitad de la población no cabe entender que no seamos la mitad del cambio. Porque o el cambio cuenta con todas nosotras o no será.
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