Tal vez su estrategia termine pasando factura electoral a la CUP, quizás de forma merecida. Sin embargo, siendo justos, no debemos verlo todo en blanco y negro.

El sábado pasado, 9 de enero, se destapó la caja de los truenos. La CUP firmaba por fin un acuerdo con JxS tras tres meses de amagos y presiones, con ruptura sonada e insultos de todo calibre por medio. No lo recibí bien. En principio sentí una indignación contenida que poco a poco fue dando paso a la rabia: ¿cómo han podido los cupaires aceptar condiciones tan leoninas? No es que no lo pudiera creer, sino que no quería comprenderlo. La ira fue sustituida por la estupefacción, hasta que, ya a partir del martes, una vez pasada la resaca con función teatral en el Parlament incluida, conseguí entender algo de este lío.
Para ello tuvo que disiparse la melancolía causada por las expectativas frustradas. Tras ello me di cuenta de que, por mucha empatía que presuponga, no consigo ponerme en el lugar de la CUP. Su lucha no es la mía. Por poder, puedo solidarizarme con el proceso independentista catalán, llegando a mostrar puntual apoyo, pero desde luego que no participo en él porque ni soy catalán ni vivo en Catalunya. Por lo tanto, estoy en disposición de ofrecer los análisis que me dé la gana, pero en cuanto a lecciones, las justas.
Viéndolo ahora con retrospectiva, me temo que muchas interpretaciones han pecado de displicencia y paternalismo, cuando no de una indisimulada hostilidad. Semejantes reacciones derivan en buena parte de la historia de un fracaso. Después de décadas de retroceso político al son de una revolución neoconservadora triunfante, nos habíamos convencido de que vivíamos un auténtico proceso constituyente. Era nuestra oportunidad. Lo queríamos creer. Y no sólo aquí, sino en Europa en su conjunto. De ahí que saludáramos el crecimiento y triunfo de formaciones de izquierda, algunas con un mensaje explícitamente capitalista, como si fueran tantos propios en nuestra propia lucha. Que descontextualizáramos los diferentes casos es una muestra de nuestra idealización.
Muchas interpretaciones han pecado de displicencia y paternalismo, cuando no de una indisimulada hostilidad
Y vinieron los desengaños. En Catalunya el inmovilismo político permitió vislumbrar, brevemente, una coalición CUP-En Comú Podem que, liderada por la todoterreno Ada Colau, arrollaría en las futuribles elecciones catalanas de marzo. Sin preguntar a los afectados y obviando de antemano la voluntad expresa cupaire de apoyar un gobierno dirigido por JxS que condujera el procés soberanista. No barruntábamos que la famosa desconexión había empezado en las mentes. La participación de la CUP en un hipotético frente nacional, una idea tan vieja como Mao –el Gran Timonel sostenía que la independencia en dicho frente debía de ser “relativa” –, nos parecía tan superada como la guerra contra el Japón imperialista.
El acuerdo nos cogió con el pie cambiado. A mí, personalmente, no me seduce nada, pero intuyo que esa es la única forma posible de alcanzar hoy en día la independencia. Estos días hay quien ha intentado distinguir entre independentismo y 'procesismo' –bonito neologismo–, pero me da que sólo es un ejercicio sobre el papel. No hay que sobreactuar. Cuando Podemos apoyó la investidura de los socialistas en la Comunidad Valenciana, Aragón, Extremadura o Castilla La Mancha; del vasquismo en Navarra; e incluso facilitó el nombramiento del regionalista Revilla en Cantabria, no hubo tanto revuelto. Sí, ya, son situaciones enormemente distintas, pero todas comparten ser una muestra de los límites que impone la política institucional. Cuando no consigues asaltar los cielos, hay que elegir entre lo malo y lo menos malo. Este juego me disgusta: por eso no es mi liga. Pero no comprendo a quienes sí están en ella y pillan un berrinche.
Sí, cierto, Convergència es el partido de los recortes, el detentador de la hegemonía autonómica que, espoleado por las circunstancias y aprovechando una movilización popular, se ha puesto a la cabeza un procés en el que parece no creer. Sí, por supuesto, el pacto supedita los aspectos sociales a la cuestión nacional. Y sí, además 18 meses son suficientes para que Artur Mas –que no ha ido, ni mucho menos, a la papelera– pueda recomponer las fuerzas convergentes y se postule de nuevo a la presidencia. Para más inri, es de temer que a partir de ahora la calle esté –aún más– ensordecida. Tal vez su estrategia termine pasando factura electoral a la CUP, quizás de forma merecida. Sin embargo, siendo justos, no debemos verlo todo en blanco y negro.
Aún no he contado qué es lo que me llevó el martes a replantear mi postura. Una simple crónica parlamentaria sobre la sesión de investidura de Carles Puigdemont como nuevo president catalán. El artículo describía el discurso y los gestos que desplegó la portavoz de la CUP, Anna Gabriel. Suya fue la actitud de ambivalente del perfecto aliado circunstancial, aquel que dice que os apoyamos, pero sabed que seguimos vigilándoos de cerca, que tenemos claro que la marcha de Mas no es el gesto generoso de un soberano condescendiente, sino nuestra victoria. Por eso sonrió durante el acto. Una sonrisa palestina que debe llevarnos al resto a una revisión autocrítica.
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