Hace algo más de un año que nacieron las candidaturas municipales ciudadanas y, hace casi seis meses, algunas obtuvieron importantes victorias. Proseguimos con la evaluación, par parte de personas implicadas en las mismas, de dicha apuesta.

Desde el 15M, hace aproximadamente 4 años, los movimientos sociales y ciudadanos han ido produciendo diversas hipótesis políticas con el objetivo, más o menos consciente, de responder a los ataques que el neoliberalismo de crisis estaba y aún está llevando contra las poblaciones del sur de Europa. Las sucesivas hipótesis han supuesto la apertura simultánea de campos de batalla nuevos y de campos de percepción antes ignorados. Han sido y son algo más que experimentos. Han sido procesos que podemos calificar como de producción ontológica en la medida en que han transformado la textura del mundo que habitamos y que nos habita. Nos han transformado a nosotros mismos. Sin duda, han supuesto la emergencia de líneas de subjetivación antes inexploradas, la aparición de toda una serie figuras asociadas a nuevas maneras de ver y de contar el mundo. Ahora bien, en paralelo a la modificación de las formas de subjetividad, ha tenido lugar una variación en las relaciones de fuerza activas que atraviesan y componen el espacio social, nuestros cuerpos y nuestras vidas.
Las lecturas en términos de ciclos, poco importa que se trate de ciclos económicos, ciclos de hegemonía o de ciclos de lucha, resultan útiles, pero tienen el defecto de que simplifican y falsean la realidad al mostrarse incapaces de constatar el carácter irreversible de los procesos de transformación ontológica. No hay repetición en la historia, e incluso lo que se presenta como continuidad no es sino retorno de lo diferente, de una diferencia suficientemente grande o suficientemente pequeña como para no ser percibida. En ese sentido, los últimos 4 años han de ser contemplados como el florecer de toda una serie de acontecimientos que, cada uno a su modo, ha ido transformando el paisaje político y social, así como a quienes lo habitamos, nuestras dispares configuraciones subjetivas.
Los últimos 4 años han de ser contemplados como el florecer de acontecimientos que, cada uno a su modo, ha ido transformando el paisaje político y social
El siglo será deleuziano, había dicho Foucault acerca de nuestro tiempo-ahora. Deleuze, de cuya muerte acaban de cumplirse 30 años, apelaba a un pueblo que, decía, falta. De alguna manera, las formas de pensamiento que emergieran en torno a 1968 y que se extienden hasta 2011 se asientan sobre esa hipótesis. Nancy, Blanchot y Bataille, pero también Derrida, Esposito, Agamben e, incluso, más cerca, Tiqqun, parten de la hipótesis de que falta pueblo, de que hay un pueblo que falta. La comunidad desobrada, la comunidad inconfesable, la comunidad imposible, la comunidad que viene, la comunidad espectral, pero también los comités invisibles, lo partidos imaginarios y las comunas por venir son expresión de esa hipótesis que el 15M impugnó de una vez por todas.
Si algo han percibido bien Hardt y Negri, ha sido esto. El pensamiento político ya no puede desarrollarse bajo la forma profética del manifiesto, que convocaría a un pueblo ausente en el instante mismo en que lo nombra. Su forma post-15M ha de ser, cuando más, la de la declaración, por cuanto el pueblo ya está dado, en toda su materialidad, pleno de consistencia ontológica. No es un fantasma. No falta. El pueblo, o como quiera llamarse a eso que se apareció en el 15M, no surgió bajo una forma espectral, sino que invadió físicamente las plazas. Desde entonces no ha dejado de expresarse de manera consistente, de componerse según formas diversas, de producir nuevas hipótesis, de apostar al alza.
En el seno mismo de la hipótesis de asalto institucional por vía electoral que genera, primero, al Partido X y, casi inmediatamente, a Podemos, surge, antes incluso de que hayan tenido lugar las elecciones europeas, una variante extraña, distinta de las anteriores, una hipótesis que, al mismo tiempo que asume el reto electoral, lo excede: la hipótesis municipalista. Ésta, a diferencia de las anteriores, no apunta a la conformación de un partido político como máquina electoral, sino, más bien, a la articulación de los fragmentos de ese pueblo que ya está ahí, y ello con el objetivo de abordar no sólo la lucha por el control de los ayuntamientos sino, también, de convertir las ciudades en algo semejante a lo que fueran las fábricas para el movimiento obrero, en el lugar de organización autónoma de los desposeídos, en un foco de contrapoder y de producción virtuosa de antagonismo.
Zaragoza en Común como experiencia posthegemónica
Tal ha sido la dinámica a partir de la cual se ha producido el éxito electoral de Zaragoza en Común. A los delirios populistas de ese Laclau tan caro al errejonismo, enredado en los juegos discursivos que, presuntamente, darán lugar al pueblo que falta, Zaragoza en Común ha opuesto la articulación material de los cuerpos que componen la ciudad. Frente a las teorías gramscianas de la hegemonía, que sólo entienden el poder en términos de coerción y consentimiento, la construcción de la victoria municipalista en Zaragoza ha transitado un vector posthegemónico, en cuanto que se ha entendido que el poder se enraíza en los cuerpos, en los hábitos y los afectos.
La crisis de representación que se expresó en el 15M es, desde este punto de vista, definitiva. No es que el Estado no sea capaz de lograr el consentimiento y sólo pueda ejercer el poder a través de la coerción, ni tampoco se trata de que ya no sea posible articular un discurso coherente y convincente en el cual, si no capturar, sí, al menos, integrar una fuerza social disruptiva; ocurre, más simplemente, que el poder no pasa por la hegemonía sino por la composición de fuerzas en el interior de una coyuntura trágica. Como en la Orestiada de Esquilo, no hay otra reconciliación que en y por la democracia.
El poder no pasa por la hegemonía sino por la composición de fuerzas en el interior de una coyuntura trágica
En Zaragoza, a partir de un juego de fuerzas favorables, pero también de una carambola imprevista, se consolidó una alianza con la suficiente fuerza como para dar un vuelco a los resultados electorales y llevar a los candidatos y candidatas de Zaragoza en Común a dirigir un gobierno en minoría. Ciertamente, acceder a la alcaldía de un ayuntamiento de una ciudad, por muy grande que ésta sea, no es ni mucho menos hacer la revolución. Enajenada la práctica totalidad de sus competencias en otras administraciones, asfixiado por la deuda pública y sin posibilidad de acceder a crédito, con muchas de las funciones externalizadas en empresas con contratos blindados, sin capacidad de recaudación y sometido a poderes que poco tienen de democráticos, acceder al gobierno municipal pudiera parecer una victoria pírrica.
Sin embargo, el éxito de Zaragoza en Común no ha de ser leído como un éxito meramente electoral, sino como el resultado de un proceso de articulación de fuerzas capaz de plantar cara al neoliberalismo a escala-ciudad y de escalar posiciones en el conflicto social. Nos hemos enfrentado a las grandes máquinas electorales que trabajan al servicio de los capitales, lo hemos hecho en su terreno y las hemos derrotado. No es poco. Hay que continuar.
Nos hemos enfrentado en su terreno a las grandes máquinas electorales que trabajan al servicio de los capitales, y las hemos derrotado
Las jornadas previas e inmediatamente posteriores a las elecciones municipales del 24M en Zaragoza fueron expresión de esa anomalía que desde hace 4 años viene trastocando nuestras vidas. Gente de movimientos sociales y socialdemócratas disgustados, independentistas e independientes, izquierdaunidistas y despolitizados, peceros y podemitas e, incluso, anarcas y villistas; todo el bestiario político de la ciudad se articuló para tirar abajo el gobierno de las élites a nivel local. Nadie sale indemne de un proceso que, como aquel, obliga a transitar las fronteras que le definen a uno mismo frente al resto, que exige poner en duda los rasgos de la propia identidad y abrirse al encuentro. Sin duda, esa composición de fuerzas tuvo lugar sobre bases aparentemente muy frágiles, con muchas dificultades para durar en el tiempo y afrontar algo más que unas elecciones municipales. Sin embargo, muestran una disposición subjetiva en la que es necesario profundizar.
En definitiva, Zaragoza en Común ha supuesto un proceso de construcción ontológica de un sujeto antagonista. La fragilidad de los lazos que componen este sujeto es indiscutible, puesto que las diferencias que actúan internamente no dejan de afirmarse las unas frente a las otras, no dejan de afectarse las unas a las otras y no siempre ni necesariamente de manera positiva. Con todo, se ha generado un hábito, una costumbre o un clima que favorece la cooperación productiva, alegre y capaz de lanzar líneas de resistencia a la desposesión. Desde este punto, sólo hay dos opciones, dar un paso atrás asumiendo la desarticulación posible de las dinámicas cooperativas o insistir en los procesos de creación de lazos y seguir escalando posiciones en común. En realidad, la opción es sólo una: seguir construyendo democracia, extender la alegría.
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