El autor analiza el fracaso de los partidos políticos tradicionales en las elecciones catalanas del 27 de septiembre y aporta claves para entender el pobre resultado de Podemos.

Los comicios catalanes o, mejor dicho, el plebiscito del pasado 27 de septiembre, han polarizado a la sociedad catalana, alterando de paso las previsiones de los partidos, que no debían de haber imaginado todas las consecuencias de aquella cita.
Ciertamente, los resultados no son extrapolables a las generales que van a tener lugar el 20 de diciembre, pero sí indican tendencias y desvelan los riesgos.
Como todo plebiscito, la cita fue una apuesta al todo o nada que dejó tocados a la mayoría de jugadores, enrareciendo un horizonte político que meses atrás quizás estuviera más claro.
Al fracaso de las formaciones tradicionales –PP y PSOE, aunque también la Convergència parapetada en Junts pel Sí–, cuyo bajón en número de votos indica que se avecina una nueva hegemonía, le ha acompañado el evidente desgaste de Podemos.
Conviene tener en cuenta que tanto el PP como el PSOE entraron en campaña atravesando sendas crisis, las dos diferentes pero con varios puntos en común. Los apuros del Partido Popular radican principalmente en su liderazgo.
Ahora, vistas las desafortunadas comparecencias periodísticas de Mariano Rajoy, entendemos su afición al plasma y su alergia a todo aquello que suponga salirse del guión y mostrar sus limitaciones. Inexplicablemente, no sólo ha llegado a presidente de Gobierno sino que incluso va a presentarse como candidato. Por más críticas internas que su gestión desate –entre ellas, una tan cualificada como la de su antiguo mentor, José María Aznar–, este hecho revela que el partido no le encuentra recambio. Todo un desastre.
Los problemas de los socialistas, por su parte, derivan de una clamorosa ausencia de proyecto. Su última seducción consiste en un vistoso show donde se machaca al auditorio con un deletéreo federalismo, que nunca es concretado en una propuesta, sobre un fondo donde domina una impresionante bandera de España. Pero nada más. Con el recuerdo del malogrado Estatut como elemento disuasorio, el Partido Socialista ha copiado la estrategia inmovilista de Rajoy esperando que los errores de unos y otros les permitan ganar las elecciones.
Podemos también arrastra su propia cruz, aunque su caso es un poco más complejo. Podría decirse que le ha perdido la ambición. Planteó la convocatoria del 27S como una etapa más en su carrera hacia las generales, y ésa fue una equivocación: no estaba en juego que Pablo Iglesias alcanzase la presidencia del Gobierno, sino la independencia de Cataluña.
Teniendo en cuenta que ya se celebró un proceso consultivo en 2014 –aunque declarado inconstitucional–, su propuesta de una consulta estaba rebasada por los acontecimientos.
Podemos, desubicado
La representación podemita apareció en la campaña catalana un tanto desubicada a causa de un debate nacional que no entendía y de un contexto que no conocía. Muestra de ello son las continuas peticiones de votos a los descendientes de inmigrantes que habitan el cinturón metropolitano de Barcelona.
Ese sector de la población excluido tradicionalmente no quiere decidir, sino permanecer en España
Comprendieron tarde que ese sector de la población tradicionalmente excluido no quiere decidir, sino permanecer en España: uno de los efectos más curiosos de la polarización catalana.
Para ser justos, Podemos no sólo ha sido víctima de sus propios desaciertos. Participó en una coalición, Catalunya Sí que es Pot –nombre realmente poco atractivo para una contienda electoral–, forjada a marchas forzadas por las mismas fuerzas que en otros territorios son incapaces de llegar a una confluencia.
Además, entre los miembros figuran partidos como Iniciativa per Catalunya Verds, que en su dilatada trayectoria institucional se ha labrado una imagen impopular por gestiones como la de Joan Saura al frente de la Consejería de Interior. No parecía el mejor cuadro para representar el cambio.
Aún quedan más de dos meses para las generales: tiempo más que de sobra para ilusionar y desilusionar, engañarse y desengañarse.
¿Será suficiente para que los partidos se deshagan de sus lastres? Ya lo veremos.
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