Impuro baúl

En 1989, el nuevo mundo surgido tras descorrerse simbólica y definitivamente el telón de acero abría un inusitado panorama. Se ponía de nuevo sobre la mesa cuáles tendrían que ser los caminos para la transformación radical de la sociedad, toda vez que el capitalismo se enseñoreaba entonces como único sistema político. Las ideologías revolucionarias clásicas quedaban maltrechas y la vía insu­rreccional se estancaba irreme­diablemente, mientras la democracia parlamentaria se constituía como el complemento idóneo para regir la relación social capitalista.

, historiador y libertario
08/09/15 · 8:00

En 1989, el nuevo mundo surgido tras descorrerse simbólica y definitivamente el telón de acero abría un inusitado panorama. Se ponía de nuevo sobre la mesa cuáles tendrían que ser los caminos para la transformación radical de la sociedad, toda vez que el capitalismo se enseñoreaba entonces como único sistema político. Las ideologías revolucionarias clásicas quedaban maltrechas y la vía insu­rreccional se estancaba irreme­diablemente, mientras la democracia parlamentaria se constituía como el complemento idóneo para regir la relación social capitalista. Fue en este contexto en el que emergió otra vez el término “sociedad civil”, que pasó a englobar a todas aquellas actividades de organización social fuera de la esfera del poder político. A la par, los “nuevos movimientos sociales” –así se había calificado a la tríada setentera pacifismo-ecologismo-feminismo como vehículo de agregación y confrontación que partía de conflictos diferentes al trabajo asalariado–, transmitían su denominación hacia las diversas prácticas colectivas de reivindicación. Y se amalgamaban en la práctica con aquello de la “sociedad civil”, vaciándose de paso de significado concreto.

El desmonte paulatino del Estado del bienestar trajo consigo también que, de la habitual cooptación de dirigentes como modo de integración sistémica, se hubiera ido pasando al método de la subvención. Y de ahí a la financiación administrativa de proyectos de mediana duración, que asumían en la práctica la gestión de los sucesivos huecos que iba abandonando la organización estatal. En la década de los 90, el modelo ONG y su Tercer Sector tomaba fuerza y espacio, y arrastraría hacia sí a muchos colectivos. Éstos fueron profesionalizando sus cometidos, derivando en una connivencia buscada o indirecta con el poder político, beneficiado este último por los flujos de capitales europeos y la bonanza económica. En el cajón de sastre de la “sociedad civil” no chillaban unas formas y prácticas de agregación que habían perdido sus características asamblearias y de confrontación. En aquella época dorada de los conocidos como “chiringuitos”, se multiplicaban las situaciones en las que la precariedad se alternaba con la picaresca, mientras se seguía ostentando sin mayor vergüenza por parte de aquel meneíllo la denominación para sí de movimiento social.

En el transcurso, la izquierda extraparlamentaria dio por terminada su agonía como proyecto de poder, fluyendo hacia aquel conglomerado una parte notable de su militancia más por inercia activista que por convicción, transmitiendo una apacible sensación de derrota que casaba bien con las pobres ambiciones de aquellos chiringuitos. Sin embargo, la conmoción que supuso la irrupción del zapatismo, que renovaba con su práctica la vía insurreccional, renunciado a la toma del poder político como objetivo mientras desplegaba una transformación social inaplazable, supuso un cuestionamiento de aquel encharcado paisaje. Al mismo tiempo, sinceros replanteamientos sobre el papel de los movimientos sociales a la luz de los nuevos tiempos –que darían lugar, por ejemplo, a la creación de Ecologistas en Acción– oxigenaban para la segunda mitad de la década una parálisis asfixiante. Con el milenio llegaba la oleada antiglobalización en la que con­fluían diversas redes que se habían ido trenzando en los años previos unidas contra las instituciones de gestión global. Eran años en los que la hegemonía del discurso rebelde había sido lentamente lograda por quienes apostaban una vez más por la autonomía de los movimientos sociales y su creación de territorios propios de relación como camino para una liberación que se realizaba en esas prácticas. Igualmente se potenciaba el encuentro y el consenso por encima de estructuras rígidas. Con todo, también estaban presentes quienes seducían a las clases medias ilustradas con sus propuestas de control estatal del capitalismo financiero y quienes se fijaban en la potencia de los recientes regímenes del progresismo populista. A mediados de década el pulso se tornaría en victoria para quienes habían desenterrado los cadáveres del antiimperialismo y el keynesianismo, concediendo un papel a los movimientos sociales mayormente en el terreno de la retórica.

Los levantamientos

La conmoción volvería con los levantamientos de las plazas que desde el Mediterráneo extendían su modelo de confluencia y territorialidad, y que planteaban derribar el statu quo mediante el aprendizaje movilizatorio. La imbricación posterior de éstos con nuevos movimientos surgidos con el crack de 2008 cuestionó definitivamente el papel no sólo de aquel entramado ‘civil’ que sobrevivía cada vez más dificultosamente del erario público. También cuestionó el rol de aquellos colectivos que se habían enrocado en experiencias de resistencia y que habían atravesado aquellas tres décadas inalterados, aunque incapaces de ampliar sus impactos. Si entonces hubo una ruptura cultural fue en el campo de la autopercepción de los propios movilizados, que tuvieron que interrogarse sobre aquel discurso autocomplaciente en que habían estado inmersos y que abundaba en unos supuestos movimientos sociales que habían sido incapaces de hacer tambalear la sociedad o de, al menos, moverla.

En 1989, con la caída del muro, el desafío sabido que se abría con la nueva época era el cómo enfrentarse a un capitalismo que a todas luces no podía extender su proyecto kamikaze a un planeta finito. Frente a ello quedaba el modelo de los movimientos sociales que, organizados de modo asambleario y autónomo, cuestionaban la totalidad capitalista desde sus prácticas sectoriales aspirando a convertirse en un conflicto con la suficiente potencia y centralidad como para poder desbordar sus propios contornos sectoriales. Movimientos sociales con voluntad de desafío al orden imperante, con un estilo movilizatorio inquietante para sus contrincantes, y que supieran echar raíces comunitarias basadas en nuevos modos relacionales. Si ése era el modelo del movimiento social transformador, no ha sido el caso de estos años en los que todo el monte ha sido orégano y su fácil etiqueta se ha aplicado también a una multitud de prácticas que han basado su existencia en la ausencia de verdadera confrontación, sobreviviendo gracias a su previsibilidad o a una cómoda marginalidad, cuando no algunos de éstos en una consciente complicidad que les garantizaba la pervivencia de sus estructuras profesionalizadas. Es por ello que, ante los nuevos gestores políticos que en estos momentos, y para demostrar su limpieza de sangre e hidalguía alternativa, lucen pasado militante en sucesivos movimientos sociales, no podemos sino cuestionar qué han sido y debieran ser los mismos y recordar aquel dicho de tiempos cervantinos: “Quien presume de cristiano…”.

Tags relacionados: movimientos sociales Número 252
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comentarios

1

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    fedehuetor
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    Vie, 09/11/2015 - 09:53
    Please!! "habria un inusitado panorama"!!! I guess is a typo... but it hurts!!
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