Texto de Enrique Hoz González
Texto de Enrique Hoz González
Cuando tuve oportunidad de echar un vistazo a la reforma laboral impuesta por el Gobierno del PP en el año 2012, así, en una rápida lectura, dudé sobre lo que me había parecido entender. Me dirigí de nuevo al texto y lo repasé con más atención. Mis dudas se redujeron y la certeza de lo entendido se acrecentó, pero, aun así, en mí residía un pequeño poso de inseguridad. Para disolver del todo ese poso contacté con uno de los abogados del sindicato. Pues sí, había entendido bien. Mi querido y entrañable jurista aseveró mis comentarios. ¿Cuáles? A grandes rasgos: si se supeditan los derechos de los trabajadores para garantizar la libertad de empresa permitiendo la modificación unilateral de las condiciones de trabajo pactadas –individual o colectivamente– por la parte fuerte del contrato, entiéndase patronal... ¿qué recorrido le queda al sindicalismo?
Afinando, en muy pocas palabras, se podría decir que el sindicalismo como tal prácticamente queda borrado del mapa. Esta afirmación puede resultar chocante puesto que parece que lanzo piedras contra mi propio tejado. Soy militante de un sindicato y de un modelo sindical a los que desde hace lustros se ha condenado al ostracismo, luego poco o nada tengo/tenemos que perder aunque, evidentemente, también nos afecta. En lo que yo pensaba principalmente, tras leer la reforma, era en el sindicalismo de representación unitaria, ese sindicalismo institucionalizado hasta los dientes, supeditado a los privilegios de la ley y que, de un plumazo, al antojo de esa misma ley, ve su razón de ser mortalmente herida.
Coincidimos en la dependencia de la capacidad de los sindicatos institucionalizados para que una huelga tenga repercusión
De ahí que cuando me preguntan sobre el sentido o el papel del sindicato hoy, lo primero que planteo es si por esa palabra entendemos lo mismo. Redondeando fechas, yo me quedo con el sindicalismo que se cimenta en el sentir de esos hombres y mujeres que hace cien años se fijaron como objetivo la socialización revolucionaria de la economía y la emancipación política integral de la clase trabajadora. Aprendieron, gracias al anarquismo, que la política, entendida como el espacio en el que se autoproclaman los mesías salvapatrias, encaja más con la ambición de los frustrados sociales. Gracias a ese sentir, hubo un renacimiento de la acción popular, independientemente de los mentores políticos y de sus partidos, repudiando las fronteras, los prejuicios raciales, la superchería religiosa. Es decir, lo que ni siquiera habían intentado los partidos políticos, como era emancipar al pueblo del caciquismo religioso, señorial y militar, se lo propuso la clase aparentemente más atrasada, que sepultó su alto índice de analfabetismo con una concepción adelantada de la lucha y objetivos sociales. Totalmente en las antípodas del panorama actual, con una población en la que prácticamente ha quedado erradicado el analfabetismo, pero su motivación social, su interés por su emancipación, su confianza en la propia capacidad transformadora, permanecen ocultas en el baúl de los recuerdos.
Por tanto, el sindicato ha sido, es y será la base alrededor de la cual la clase trabajadora debe organizarse para articular una sociedad igualitaria, no sólo luchando contra la explotación, sino también creando alternativas económicas. Y estos planteamientos deben gestionarse desde una perspectiva no institucional, vía, la institucional, que conduce al adormecimiento del voto.
Pero aun estando convencido de que el sindicato es la base, sí entiendo que en los tiempos que corren hay que redefinir discursos o adaptarlos de manera que sean asequibles a ese gran sector apático de la población cuya quietud es uno de los basamentos que sirven de apoyo al sistema.
Recientemente he participado en unas charlas a las que estábamos invitados varios sindicatos que tenemos implicación en las Marchas por la Dignidad. En representación de la CNT me tocó participar en la de Santurtzi y en la de Bilbao. Más que charlas, eran mesas redondas donde tras una breve intervención de cada representante de los respectivos sindicatos, se abría un debate entre los ponentes y el público asistente. La puesta en común de valoraciones desde diferentes perspectivas resultó, al menos para mí, una experiencia enriquecedora al margen de que las diversas opiniones vertidas pudiera compartirlas en todo, en parte o en nada.
Uno de los aspectos en los que manifestamos una plena coincidencia se centró en las grandes dificultades para que la movilización germine en esa gran masa social estática. A partir de ahí, las apreciaciones van adquiriendo una posición más particular. En lo que a mí respecta, ese prototipo de sujeto socialmente inerte que bien por desánimo, apatía, comodidad, miedo, resignación, no sé, lo que sea, ciñe su descontento a despotricar desde el sofá de casa, desahogarse vía redes sociales o dar su voto delegando en formaciones políticas emergentes, es un triunfo del propio sistema. Aquello de que la ignorancia se ha convertido en vanguardia podía, en teoría, tener más peso hace unos años pero hoy, en la era de las nuevas tecnologías, la información está al alcance de una tecla y la posibilidad de contrastar versiones, de entender que lo oficial no tiene por qué ser el único escenario posible, de acceder al conocimiento, requiere nada más que de voluntad.
Romper ese cascarón que nos separa a la minoría organizada de la mayoría desorganizada es una tarea complicada pero imprescindible como primer paso para marcar la diferencia patronal-banca/clase trabajadora. El futuro que se vaticinaba de los “tres tercios” –bien empleados, precarios, desempleados– es el presente. Y ante semejante nubarrón, se difumina el hecho de que todo sigue siendo un problema de organización de la sociedad y de reparto de la riqueza –material y temporal–, de redefinición de la relación de poder y dependencia del patrón y del trabajador.
Sumando es como se puede pensar en huelgas efectivas. Escribo desde una zona geográfica donde la realidad sindical es diferente a la del resto del Estado. Realidad diferente en cuanto a preeminencia de siglas –la discutible representatividad–, pero todos, me refiero a los sindicatos de las Marchas por la Dignidad, coincidimos en la dependencia de la capacidad de esos sindicatos institucionalizados para que una huelga como la planteada tenga repercusión.
Triste, pero cierto. Nuestro discurso tiene su eje central en una perspectiva de ética social que se ve obstaculizada a la hora de poner en práctica cierto tipo de movilizaciones por culpa de esa dependencia. Es un serio contratiempo.
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