¿Cuál debe ser la crisis de la socialdemocracia? La que permita evidenciar que la transmutación de la solidaridad en valor es una estrategia hegemónica del capitalismo.
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La crisis orgánica actual afecta de forma constitutiva a la socialdemocracia. Me parece pertinente recordarlo por varios motivos: el primero atañe a la reciente e interesada apelación a la Izquierda en el marco de la política de pactos postelectorales: o el PP o la Izquierda, como si esta segunda y salvífica alternativa fuese un espacio de consenso en lo fundamental. El segundo, por los cantos de sirena a la “familia socialdemócrata” desde los principales cargos de dirección de Podemos. Y, por último, por el aparente renacimiento del PSOE tras el 24M, aparente porque solo es tal en relación al mayor derrumbe del PP, o por puntuales operaciones de imagen como la operada en la Comunidad de Madrid.
Recordaba José Luis Villacañas en el primer número de la La Circular, la revista del Instituto 25M, que las crisis orgánicas “desvelan la verdad socio-política del capitalismo, su incapacidad para generar por sí mismo racionalidad política, su necesidad de aparatos ideológicos potentes para ocultar esa incapacidad. Como tales, las crisis orgánicas ponen en cuestión la estructura hegemónica que resulta necesaria para ofrecer la expectativa de que bajo el capitalismo se atiende a la razón política en general”. Se ha señalado en demasiadas pocas ocasiones que ha sido la socialdemocracia la que durante todo el siglo XX ha proporcionado al capitalismo un aparato ideológico y un horizonte de expectativas que disimulara la relación de fuerzas subyacente. La hegemonía que le reconocemos al neoliberalismo puede llegar a ocultar que ambos órdenes del discurso no son sucesivos, sino que pueden ser perfectamente simultáneos y complementarios en un mismo periodo histórico. El neoliberalismo implica un minucioso biopoder que modela lo que estamos dispuestos a hacer y tolerar, que valora algunos valores sociales y existenciales (el éxito a costa de la adaptación continua, de la flexibilidad, el sacrificio personal, la competitividad) mientras relega otros al olvido. La socialdemocracia, en cambio, proporciona el discurso tolerable, normalizado, que permite aquietar la conciencia con convicciones morales difícilmente discutibles, principalmente la solidaridad, o “lo social” transmutado en un valor en sí mismo que es necesario defender. Ambos son elementos del mismo dispositivo: el primero marca el ritmo de nuestra existencia individual, el segundo disocia nuestra conciencia de ese modo de existencia.
Se ha señalado poco que ha sido la socialdemocracia la que durante todo el siglo XX ha proporcionado al capitalismo un aparato ideológico y un horizonte de expectativas
Somos neoliberales en el gobierno de nuestras vidas, pero solidarios y “pro-sociales” en relación al gobierno de nuestra comunidad política. La radicalidad de Esperanza Aguirre, no en vano, se explica por su negativa a aceptar ese mínimo moral normalizado que, a regañadientes, otros dirigentes del PP sí toleran introducir en su discurso. El estilo Aguirre se sale así de la normalidad, y nos permite dibujar un mapa político muy simple: ellos son los malos, nosotros los buenos. Por elemental que resulte, este es el mecanismo al que se reduce hoy el discurso socialdemócrata. Y precisamente por lo básico que es, puede volver a funcionar.
Es por ello muy necesario negarse a reducir la política a superioridad moral. O lo que es lo mismo: hay que evitar excluir a la socialdemocracia de la crisis de régimen. ¿Cuál debe ser la crisis de la socialdemocracia? La que permita evidenciar que la transmutación de la solidaridad en valor es una estrategia hegemónica del capitalismo. Dicho a las claras: algunas reformas encaminadas a mejorar parcialmente la redistribución no son contrarias a la extracción salvaje del valor del trabajo a costa del valor de la vida (y aquí añádanse adjetivos: ética, afectiva, comunitaria, ecológica, etc). Al contrario: colaboran con esa lógica socio-económica al intercambiar demandas incondicionales por la garantía de una cierta seguridad.
La urgencia social en nuestros municipios demanda reformas garantistas: es la prioridad. El apego de la mayoría de nosotros al imaginario del Estado del Bienestar justifica que el discurso transformador se construya desde una cierta identificación con la socialdemocracia: parece hasta cierto punto necesario. Pero que ello no implique dejar pasar el conformismo con una bonhomía solidaria que nos puede devolver a esa Izquierda inoperante en la que todos los gatos son pardos.
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